Te veo más delgada
Si eres mujer, tu cuerpo siempre puede mejorar. Hay toda una industria forrándose a costa de crearnos complejos
Ser niña en los ochenta te ponía muy fácil acabar odiando tu cuerpo. Crecimos entre los muros de una fábrica de complejos. Las revistas del corazón que hojeábamos en la sala de espera del dentista elogiaban a las mujeres que lucían cinturitas de avispa al mes de haber parido. Las llamadas revistas femeninas nos regalaban tablas de calorías que guardábamos para hacer cálculos antes de acostarnos (la trigonometría era pan comido al lado de aquellas sumas llenas de culpa tras haber ingerido una lasaña al mediodía y una napolitana de chocolate para merendar). La tele nos quemaba las retinas a golpe de mamachichos, top models (nuestra adolescencia coincidió con el esplendor de las supermodelos: Claudia Schiffer, Cindy Crawford, Naomi Campbell, Kate Moss), azafatas sonrientes del telecupón y los hombres duros de las series que siempre iban detrás de las piernas infinitas de las chicas guapas.
Todo aquello fue nuestra universidad de la presión estética y, para cuando cumplíamos los 15, no es que hubiéramos aprendido la lección, es que éramos alumnas aventajadas. Por eso, escondíamos la tripa en las fotos, nos esforzábamos en ser capaces de renunciar a las galletas con nocilla y envidiábamos los cuerpos de las compañeras más flacas. Nos contábamos dietas imposibles en los recreos, les pedimos a nuestras madres que hicieran el favor de no meternos bocadillos de chorizo en las mochilas y arrancábamos las etiquetas de los vaqueros porque nos avergonzaba usar ciertas tallas.
Crecimos con el decálogo del cuerpo perfecto bien interiorizado. Conozco a mujeres que llevan toda su vida a dieta y que siguen sintiéndose culpables por pedir postre. Adultas que consideran que no hay mejor elogio que el que alguien te diga “te veo más delgada” y que sienten crecer su amor propio cuando pierden un par de kilos.
Si eres mujer, tu cuerpo es algo que siempre puede mejorar, una especie de casa en obras. Las estrías son nuestro gotelé; las patas de gallo, el pladur; la celulitis, una gotera en el salón. Hay toda una industria que se forra a nuestra costa, que insiste en insinuarnos (nada sutilmente) que seríamos un poquito más felices con un cuerpo más delgado, una piel más tersa, menos arrugas, menos celulitis, menos vello, menos canas, unos dientes más blancos, unos labios más carnosos, un par de tallas más de sujetador. Esfuérzate. Persevera. ¿Acaso no ves cómo sonríen las chicas de los bancos de imágenes junto a sus ensaladas?
Me encantaría poder decir que las niñas dosmileras lo han tenido más fácil, pero lo suyo es aún peor. Las redes sociales han añadido un par de peldaños más a la insatisfacción corporal. Sus smartphones les muestran cuerpos perfectos las 24 horas. TikTok e Instagram alimentan la presión estética de nuestras hijas. La industria del complejo ha encontrado en ellas la gallina de los huevos de oro. El resultado: niñas de primaria que suspiran por un cuerpo mejor. Crías de 10 años con rutinas de skincare, que googlean la frase “beneficios del retinol” 15 años antes de que les aparezca su primera arruga. Preadolescentes mirándose al espejo y comparándose con adultas esculpidas a golpe de gimnasio y filtros.
Según los datos de la última encuesta Factores de riesgo en estudiantes de secundaria de la Agencia Pública de Salud de Barcelona, el 63% de las adolescentes siente insatisfacción con su imagen. El aspecto físico es, según la misma encuesta, la principal causa de discriminación a esas edades: más de la mitad de las chicas (y casi el 39% de los chicos) afirman haberse sentido discriminadas por esta causa.
En 2021, la maestra de una escuela pública catalana pidió a sus alumnos de sexto de primaria que escribieran una lista de propósitos de año nuevo. Todas las niñas, de 11 años, incluyeron en la suya la palabra adelgazar. Al ser preguntadas, mencionaban, con pesar, el contraste entre los cuerpos perfectos que veían en las redes y los suyos.
Las redes son un lugar hostil, especialmente para nosotras. En esta ciudad sin ley que ya no se llama Twitter, es muy reveladora la manera en la que se nos insulta. La artillería que se usa tiene que ver con el físico y ser gorda es imperdonable. La gordofobia, la aversión hacia las personas gordas, campa a sus anchas. A veces es directa y otras se escuda en pretextos como la salud. Pero no nos engañemos. Es odio. Es asco. Es machismo. Y, por supuesto, es violencia.
Se habla mucho de los peligros de las pantallas en menores. De exposición al porno, trastornos de ansiedad, problemas de concentración. Tendríamos que estar, también, preocupados por cómo las redes intensifican la insatisfacción corporal de nuestras hijas e hijos. De cómo los muros de la fábrica de complejos entre los que crecimos se han expandido hasta el infinito. Debemos preguntarnos hasta cuándo vamos a soportar que tantas niñas sientan que su cuerpo tiene que ser perfecto y, que si no es así, harán bien en sentir culpa y vergüenza.
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