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El debate | ¿Es posible separar una obra del comportamiento del artista?

La forma en que vemos una novela, una película, una pieza musical o una pintura a menudo queda comprometida por las revelaciones sobre la vida privada del creador. ¿El arte tiene valor por sí solo o hay que tener en cuenta la moral de quien lo firma?

Pablo Picasso posa en 1966 en París.
Pablo Picasso posa en 1966 en París.Tony Vaccaro (Getty)

La cultura siempre se ha encontrado con casos en los que el comportamiento privado de los artistas pone muy difícil para el espectador valorar su trabajo. Los últimos episodios han sido los del recientemente fallecido Alain Delon, icono del cine, pero reconocido homófobo y extremista, y la revelación de que Alice Munro, premio Nobel de literatura fallecida en mayo, ocultó los abusos que sufrió su hija a manos de su marido.

Aportan su punto de vista sobre este asunto los escritores Carmen Domingo y Alejandro Palomas. Domingo considera que imaginar un mundo construido por personas de bien no solo resulta ingenuo, sino que puede ser “nefasto para la creación” porque la ética no es garantía de calidad. Por su parte, Palomas cree que los artistas “no pueden desgajarse” de sus obras, ni al revés: “Los artistas somos nuestra obra, nos guste o no”.


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La ideología puede impedir que disfrutemos del arte

CARMEN DOMINGO

La muerte de Alain Delon y los comentarios sobre su ideología —votante del Frente Nacional y declarado homófobo— han abierto de nuevo el debate sobre la diferenciación entre el artista y su obra. Si me planteara si debemos leer a Flaubert, Wilde o Baudelaire, el primero acusado por elogiar el adulterio, el segundo juzgado por su homosexualidad y el tercero, por algunos de sus poemas de Las flores del mal, seguramente dirían de mí, siendo suaves, que soy una reaccionaria. La cosa cambiaría, si mi planteamiento hiciera referencia a Roman Polanski, Michael Jackson, Richard Wagner, Martin Heidegger o Pablo Ruiz Picasso. Ahí seguro que encontraría más consenso, que abogaría por aplicarles la tan manida cultura de la cancelación. Quizás hago trampa: mientras los primeros no atentaron, físicamente se entiende, contra nadie, los segundos sí: antisemitismo, violencia machista… Pero no es menos cierto que los últimos, en su época, no tuvieron la misma consideración que analizados con ojos actuales. En definitiva, la moral de la época determina las formas de condena.

¿Juzgamos al autor con los ojos del momento en el que vivió o con ojos contemporáneos? ¿Aplicamos sanciones morales con carácter retroactivo? ¿Debemos creer que las obras —magistrales— deben invalidarse porque su autor sea un ser despreciable? Dicho de otro modo: ¿la vida del autor desautoriza su obra? Es cierto, que las relaciones entre autor y obra son estrechas, pero no lo es menos que no podamos juzgar a los creadores por sus vidas, sino por sus obras. Imaginar un mundo de la creación construido por “personas de bien” no solo es ingenuo, sino, diría, incluso nefasto para la creación. La ética, como la ideología, no son garantía de calidad estética. Ni que decir tiene que, de otro modo, tendríamos un mundo lleno de genios.

¿Debemos, pues, separar la obra de su autor? ¿Nos sentimos intranquilos si apreciamos, disfrutamos o valoramos la obra de alguien en las antípodas de nuestro pensamiento? ¿Viviríamos en un mundo mejor si no disfrutáramos del Guernica o si no volviéramos a visionar alguna película de Polanski o Delon? En cualquiera de esos ejemplos, las obras no pueden desligarse ni de su contexto ni de su autor. De hacerlo incluso podríamos llegar a no entenderlas. Esa interpretación nos hace reconocer que en ese momento el mundo era racista, antisemita o sexista y era tolerable.

En pleno siglo XXI, el análisis no se queda en lo contemporáneo, sino que revisa el pasado con ojos de hoy, y una tiene la sensación de que se quiere forzar una reescritura que —espero que de forma involuntaria— nos acerca a aplicar la voluntad autoritaria que se ha criticado antes. Pero la censura y las cancelaciones —históricamente asociadas a la derecha y que ahora surgen en sectores llamémosles progresistas— no resuelven ni la violencia, ni el machismo, ni el antisemitismo, ni el racismo, ni la pedofilia.

¿Podemos entonces imaginar un mundo futuro en el que estuviese sancionado socialmente o incluso fuera delito algo que hoy hacemos con regularidad? ¿Seríamos nosotros despreciables en ese futuro y nuestra obra, repudiable? ¿Qué debemos hacer, pues, con esas obras realizadas por personas que no comulgan con nuestras ideas, o que han cometido delitos según la ley actual? La respuesta a si nos acercamos a ellas o no, no puede ser solo un sí o un no. Aceptemos que la identificación de la obra con el autor jamás es completa (a veces se tiene intención de hacer una cosa y se acaba haciendo otra, o se quiere transmitir una idea y la recepción es la contraria). Quizás lo más sensato sería asumir, conocer y explicar la trayectoria de cada uno de los autores y que, sabido eso, se disfrutara sin más de la obra. Y ahora sí, asumamos que John Lennon confesó que pegaba a su mujer, que Lou Reed fue acusado de antisemitismo y racismo, que la relación de Picasso con las mujeres recomendaría no tenerlo como pareja, que Hemingway no parece la mejor de las compañías una noche de fiesta o que Alain Delon era homófobo y machista.

Llegados a este punto, y, conocedores de su vida, disfrutemos de las obras que ayudaron, de un modo u otro, a avanzar a la humanidad. Al menos yo seguiré disfrutando de un cuadro de Picasso, una novela de Hemingway y de una película de Delon.

Consumir cultura desde el corazón y la cabeza

ALEJANDRO PALOMAS

Intentaré no hablar en estas líneas del caso de Alice Munro ni de su negro mapa familiar. Procuraré también no hacerlo tampoco como escritor, sino como un consumidor de cultura —¿debería quizá decir usuario?— que desde hace tiempo no deja de pensar en si es conveniente separar al artista de su obra o si, por el contrario, lo que la mano crea es la extensión de la propia mano y, por tanto, de la sangre que alimenta su creación.

Hace unos meses, un gran amigo trabajó a las órdenes directas de una genio de la dirección teatral, una creadora altamente “admirada y respetada” en la profesión. Seguí el proceso de ensayos muy de cerca —pude incluso estar presente en un par de ellos— y vi el infierno en el que aquel teatro se convertía bajo la batuta de una persona que dirigía —y sigue haciéndolo— a base de castigar y humillar a sus actores y a su equipo, poniendo especial foco e interés en su ayudante de dirección, mi amigo. Conozco bien a A., y bregado como está en el manejo de caracteres difíciles (así lo expresa él en su bondad: “caracteres difíciles”, dijo), mantuvo la entereza y su inexplicable capacidad conciliadora durante todo el proceso hasta sacar lo mejor de aquel tótem de carencias e inseguridades desbocadas que dirigía la obra.

Desde que ella entraba a la sala, la tensión era casi sólida. Todo y todos —especialmente los técnicos— dependían del indescifrable laberinto diario de cambios de humor, ataques de ira y arrepentimiento poco creíble que gobernaba el barco. La obra, cuando por fin se estrenó, fue un éxito. Rotundo. Prácticamente nadie sabe del fango y del sufrimiento humano sobre el que reposa la genialidad que vertebra ese espectáculo. No es mi caso. A día de hoy, soy el único de mi entorno que no lo ha visto ni lo verá ya. Ellos no se lo explican y yo me debato entre dos aguas: por un lado, la cabeza me dice que la información privada de la que dispongo sobre su directora no debería interferir en mi disfrute de la obra; por el otro, el corazón sigue impregnado de lo que sentí viéndola brillar sobre su equipo a base de insultos, burlas y maltrato, y la llaga persiste todavía hoy.

La pregunta es: ¿aplaudir la obra de una artista como ella es validar a la artista o sólo a su obra? ¿Podemos desligar el proceso creativo de su resultado? ¿Debemos? Y si lo hacemos, ¿estaríamos censurando, enjuiciando? ¿Qué ganamos? ¿Qué perdemos? “Los artistas… ya se sabe”.

Varios de los colegas con los que consulté mi duda me ofrecieron esta respuesta, y el que escribe —que ya no es el usuario de cultura, sino sobre todo el artista— confiesa que ese paraguas de cinco palabras es nuestra propia condena y vergüenza porque nos incluye en ese feo saco de “lo que no vemos no existe”. Ser artista no exime de nada. Los hay que son personas maravillosas y otros, auténticos monstruos —y conozco a varios—, pero eso de “ya se sabe” no puede ni debe representarnos.

Los artistas somos lo que hacemos. Somos nuestra obra, nos guste o no, queramos o no. Ahí no hay elección. Somos aquello que compartimos con quien nos lee, con quien viene a vernos al teatro, con quien disfruta de nuestros conciertos. Y ojalá no fuera así, pero el arte tiene eso, esa verdad que no puede desgajarse de quien la crea ni de quien la recibe. Hay una comunión demasiado íntima, demasiada vulnerabilidad expuesta en el acto de abrir las puertas de tu emocionalidad a otro ser humano que pide tu confianza. Porque sin confianza no hay disfrute, no hay arte.

Mi cabeza me riñe con esa voz paternal que conozco bien y me repite el tan manido: “Si todos pensáramos como tú, no habríamos tenido a Picasso, Gauguin, Von Trier, Alice Munro y ristra de artistas —cito solo a muertos, no vaya a ser…— sin par”. Seguramente mi cabeza tenga razón. Aun así, desafortunadamente para aquellos grandes “genios” de la humanidad que olvidaron plantar flores en vez de cadáveres a su paso, cuando creo y consumo arte, lo hago con el plexo, buscando un atisbo de comunión sincero con la verdad del otro.

El corazón me dice que, por mucho que la garra del genio me ofrezca una obra sin igual, no deja de ser una garra y lo que yo quiero de un artista es su mano. Al final, nada hay más genial en un artista que su generosidad. O que su bondad. De maldad andamos sobrados.


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