El debate | ¿Es necesario viajar muy lejos para disfrutar las vacaciones?
Cientos de millones de personas aprovechan el descanso para viajar fuera de su país. El turismo de aviones, hoteles y maletas de cabina bate récords. Pero la tentación de lo exótico nos hace pasar por alto las maravillas que tenemos cerca y que se pueden conocer caminando con una mochila
Desconectar de la rutina, descansar y conocer nuevas ciudades y culturas es algo que hacen cada año cientos de millones de personas durante sus periodos vacacionales. Algunos prefieren hacer kilómetros y visitar otros países, mientras que otros prefieren hacer turismo en lugares cercanos o, incluso, siempre acuden al mismo emplazamiento. ¿Hay que alejarse mucho de nuestros hogares para tener unas vacaciones de verdad?
Responden a este debate Use Lahoz y Andrés Campos, cronistas de viajes y colaboradores habituales de El Viajero. Lahoz defiende que para disfrutar de un viaje, este debe ser lejano, agotador y que te haga sentir un choque cultural; Campos es un apasionado del turismo cercano que descubre la riqueza de proximidad, algo que, además, ayuda al planeta.
¡Cuanto más lejos, mejor!
USE LAHOZ
Cuando Elsa Triolet conoció a Louis Aragon en La Coupole de París hacía ya nueve años que se había divorciado de su primer marido, un oficial de caballería, porque, según ella, a aquel hombre sólo le unía el amor. Si queda claro que en un caso así lo conveniente es el abandono, está también claro que si tu idea de viaje va únicamente unida al deseo de descanso, lo mejor es quedarse en casa.
Un hotel con piscina, en la hamaca, bajo la sombrilla con el libro, el negroni, el susurro del viento, la ligereza y, como único esfuerzo, el paseo descalzo hasta el borde del agua y la duda tras mojar el pie. Vale. Pero ocurre que la juventud no es eterna y las estaciones son efímeras, y presenciar la belleza del mundo en vivo no tiene precio. En 1648, René Descartes envió una carta a Cristina de Suecia en la que le decía: “Estando con un pie en un país y otro pie en otro, considero mi condición muy afortunada, porque es libre”.
Libre y quizás impregnada de nostalgia, palabra de origen suizo alemán que nació para designar una enfermedad, heimweh, que hacía referencia al dolor de estar lejos de casa. Y aun así, pobre del que ame a su patria por encima de todo. En la obra de Bertold Brecht Diálogos de los exiliados, Ziffel dice a Kalle: “Estoy convencido de que los únicos seres que tienen raíces, los árboles, preferirían no tenerlas, así también podrían viajar en avión”.
Pienso que el mejor viaje es el más lejano y el que más agota. Viajar para cansarse y gozar del agotamiento. Sentir el placer del choque cultural, de llegar destruido a la cama al final del día y repasar mentalmente lo aprendido, lo sentido, lo probado y lo descubierto.
Goethe y su “siento, luego soy”, que tomó prestado de su maestro Herder, viajó de aquí para allá, cuerpos y paisajes variados le acompañaron y cuenta la leyenda que, en su lecho de muerte, con 83 años, le preguntaron si había sido feliz y dijo: “¿Feliz? 15 minutos”. Claro, había sido libre. Cuando se viaja libre, solo y sin expectativas, la felicidad (palabra escrita con tinta blanca sobre papel blanco) no cuenta frente a la intensidad, la inquietud, el riesgo, el contacto, el asombro o la decepción. Bruce Chatwin tituló un libro: ¿Qué hago yo aquí?
Leí en El turista desnudo, de Lawrence Osborne, que travel viene de travailler (trabajar), que a su vez procede del término latino Tripalium (una herramienta de tortura en la Edad Media). Ya sé que se refiere a desplazamientos forzados y que el “viaje” tal y como lo entendemos hoy nació siglos más tarde, pero haciendo memoria revivo el instante en que probé por vez primera el tripalium en un Interrail. El horizonte lo amplían las amistades, la música, los viajes y los libros. Maldurmiendo en un compartimento me hice adicto a las esperas y los mapas imposibles de seguir.
Me siento en deuda con las noches enteras en autobuses nocturnos para evitar pagar albergues de Mendoza a Tucumán. Guardo bien las fiebres por agotamiento después de haber recorrido en havaianas todo Río de Janeiro (qué idea). Celebro cada una de las quejas de los animales que me desvelaron en el vagón que hacía la noche de Marrakech a Ceuta, las vueltas sobre y bajo los cartones en la noche pasada a las puertas de la estación de Sarajevo. Y aún más el timo de Claudia en el malecón de La Habana o el humo compartido en tantos boliches de Montevideo.
Abunda ahora una corriente de gente que desprecia viajar porque pueden ver las cosas por Google Earth. Mon dieu! O gente que dice que París es igual que otras ciudades porque en sus calles más concurridas hay un Zara y un Starbucks, qué nivel.
Vale que somos turistas, pero (incluso si es peor) me sabe mejor el kebab de Berlín que el de debajo de mi casa. Por algo los viajes permanecen en la memoria con la mayor nitidez: son la brújula, la diferencia. El viaje es la lucha contra la niebla.
Cada vez me enternecen más las parejas mayores que caminan con guías y papeles, empeñados todavía en saciar su hambre de conocimiento de patrimonio, tradiciones, costumbres, comidas, paseos, y solo espero algún día ser como ellas.
Cuando Elsa Triolet llegó a París quería conocer como fuera al autor de El campesino de París, libro en el que Aragon escribió: “Tal es la libertad que siento que ya no soy dueño de mí mismo”. Viajar es desvelar el misterio de la vida y del deseo al azar, en busca del mito. A mí también, como a Paul Morand “me gustaría que después de mi muerte se hiciera con mi piel una maleta de viaje”. Esto es viajar, quien lo probó, lo sabe.
Turismo de kilómetro cero
Andrés Campos
Consumimos productos de kilómetro cero, de proximidad, por motivos ecológicos obvios, y en cambio nos empeñamos en viajar sin medida, cuanto más lejos, mejor. Viajar lejos molaba cuando lo hacíamos poco, saboreando la insólita ocasión. Poco y pocos: no casi 1.500 millones de personas cada año, como ahora. A toda esa gente hay que meterla con calzador en las plazas cada vez más baratas, numerosas y canijas de los aviones, el medio de transporte más borreguil, fastidioso y contaminante que existe. Colas infinitas. Controles. Demoras. Y todo para llegar a una isla secreta, a una playa virgen o a una pirámide perdida —lugares y adjetivos muy del gusto de los influencers viajeros— y descubrir que casi 1.500 millones de turistas han pasado ya por ellas o están a punto de hacerlo, arrasando bosques, arrecifes, caminos, aldeas, culturas, soledades, silencios… Así no hay viaje que valga la pena ni planeta que lo resista.
Este planeta —bueno: lo que queda de él— agradecería mucho que nos estuviéramos quietos. O, al menos, que nos quedáramos cerca de casa. ¿Dejar de viajar? No. Solo hacerlo de otra manera, más mesurada y responsable, menos compulsiva y contaminante, más próxima. Hacer turismo de kilómetro cero. Suena raro. Pero es lo que toca. Por eso y por llevar la contraria —mira que me gusta—, defiendo algo tan primitivo, y a la vez tan moderno, como no alejarse mucho de la cueva. También es verdad que siempre me han interesado más una sola iglesia románica que todos los rascacielos de Dubai, las Rías Baixas que las islas Seychelles, Soria que Nueva York. España es mucha España. Demasiada para verla bien en una sola vida. De hecho, llevo 30 años recorriéndola de forma concienzuda para luego contarlo en este diario y aún descubro lugares que me dejan maravillado. No hace mucho, sin ir más lejos —de eso se trata—, volví a Huesca —la capital, no la provincia—, donde solo había estado de paso un par de veces, y me enamoré de esta ciudad chiquita en la que todos se mueven a pie, sin prisa, china chana, como en tiempos de los romanos. Me prendé de sus restaurantes —sobre todo, de Tatau— y de sus vecinas y vecinos: gente risueña, parlanchina y laminera a más no poder. Seguramente viajan más españoles a Tasmania que a Huesca.
En el monte Gorbea, en el norte de Álava, el viajero de proximidad podrá pasar los días más felices de su vida, como los he pasado yo, cogiendo Boletus edulis a la sombra de hayas colosales. Y en el cabo de Gata, en Almería, paseando al pie de antiguos volcanes y nadando y buceando en un Mediterráneo prístino, como recién creado. No debe confundirse el cabo de Gata con la sierra de Gata. Pero si se confunde, tampoco pasa nada. Esta sierra del noroeste de Cáceres es otro lugar que deja con los ojos a cuadros. Hasta hablan una lengua distinta: A Fala.
Y luego, ahí al lado, está Portugal. Me gusta decir que es una España mejorada. Al cruzar la Raya, atrasas el reloj una hora y es como si lo hicieras 50 años: la gente es educadísima y todos los pueblos son bonitos, aseados, dignos, como debieron serlo al otro lado de la Raya —o sea, en España— antes del desarrollismo. Otra vida se necesitaría para explorar a fondo Portugal: Chaves, Guimarães, Oporto, Aveiro, Nazaré, Lisboa, la sierra de Arrábida, la de Estrela, Marvão, Évora, la Costa Vicentina, Tavira…
No, no hace falta viajar lejos para oír otras lenguas, ver otras sonrisas, aspirar otros perfumes, acariciar otras mejillas. Casi ni coger el coche. Solo hay que echarse la mochila a la espalda y caminar. “Caminar”, ha escrito el explorador y micólogo estadounidense Lawrence Millman, “hace del mundo el lugar inmenso y agradable que era antiguamente”. Será por caminos en España: están los tropecientos que llevan a Santiago y los tropecientosmil senderos que culebrean arriba y abajo por las montañas. Porque España es el país más montañoso de Europa después de Suiza. El primero, si se eliminan las cumbres llenas de trenes y teleféricos. Una cima coronada sin esfuerzo no vale, no cuenta.
Así, caminando, se escribió Viaje a La Alcarria, uno de los mejores libros de viajes de la literatura universal. Bueno, caminando y a lomos de Gorrión: “Es muy bueno viajar en burro, porque es todo ventanilla”, bromeaba Camilo José Cela subiendo a las Tetas de Viana. Puro kilómetro cero.
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