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El debate | ¿Hay que descolonizar los museos?

El proceso de revisión de las colecciones artísticas en buena parte del mundo occidental genera encendidas discrepancias entre la preservación del legado cultural de un país y la necesidad de adaptar las instituciones a una nueva realidad

Tesoro de Quimbaya expuestas en el Museo de América en Madrid
Unos visitantes miran unas piezas expuestas en el Museo de América en Madrid.Andrea Comas

La descolonización de las colecciones pertenecientes a los museos españoles de ámbito estatal se ha abierto paso en el debate público después de que el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, anunciara la intención del Gobierno de “revisar” esas colecciones para “superar su marco colonial”. Una iniciativa que ya se desarrolla en buena parte de los museos de Europa, Estados Unidos o Australia con el fin de construir nuevos relatos en torno a las piezas artísticas y etnológicas. Pero se trata de un concepto complejo sobre el que los críticos de EL PAÍS Enrique Andrés Ruiz y Ángela Molina defienden posiciones contrapuestas.


Mera contraseña política contra el tabú hispánico

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ENRIQUE ANDRÉS RUIZ

Un día, en Bruselas, Alberto Durero fue invitado por gracia del emperador a contemplar el llamado Tesoro de Moctezuma, que nosotros no hemos conocido. “Vi aquellos objetos maravillosamente artísticos”, escribió en su diario. Así que la mirada renacentista —incipientemente moderna— del pintor alemán era capaz de distinguir la función que obligaba a aquellos objetos en su origen, de la resignificación —dicho en la jerga que nos atañe aquí— que en el moderno ámbito del arte y la cultura los convertía en otra cosa. Liberados —como nosotros— de un único sentido absoluto, en el nuevo espacio se abrían a la crítica, la apropiación artística y el libre juego de las interpretaciones.

Unos siglos después, en 1928, Joaquín Torres-García visitó en París la exposición Les Arts Anciens de L’Amérique —tengo en las manos el pequeño catálogo— y comenzó a urdir su nuevo y maravilloso universo creativo. Pero no como invocación a ninguna comunidad prepolítica insinuada en aquellos objetos, sino como fruto de la moderna sociedad del arte y la cultura en la que Torres había conocido a Mondrian y Van Doesburg.

Bueno, pues tras la (para mí) extraña digestión de la teoría crítica francesa en los departamentos norteamericanos de Cultural Studies, aquella modernidad se bate hoy en retirada, mientras las invocaciones antimodernas a la identidad y el origen pasan por ser el sumun de lo contemporáneo. Desde la universidad, el repertorio de eslóganes en el que han terminado las teorías ha pasado a la caradura de algunos comisarios de bienales y, por supuesto, a la política. Y en ese paso se enmarca la llamada a bombo y platillos del ministro de Cultura a la descolonización de los museos.

Yo no sé si los museos españoles deben ser descolonizados, aunque sospecho que los largos siglos de la Corona española en América no se corresponden en ellos sino con un patrimonio (mueble) bastante exiguo. Mucho más importante es el patrimonio inmueble y el intangible del legado hispánico allá, solapado sin embargo por estos enjuagues. Además, más que como representante de un país expoliador, el ministro podría haber actuado como el honroso diplomático de uno expoliado, y tras leer algunas páginas de El equipaje del rey José, indagar en lo mucho que procedente de España pasó a manos francesas, británicas o norteamericanas.

Sin embargo, a un eslogan político solo se le exige eficacia, y si su declaración ha sido capaz ya de suscitar el antagonismo, pues… misión cumplida, podríamos decir. Que el nacionalismo imperial español (un ectoplasma imaginario) se suba por las paredes al oír hablar de descolonización, resignificación o devoluciones no es para gesticulaciones teatrales: representar la contienda para achacar luego su condición reaccionaria a las opiniones en contra, era, simplemente, el objetivo. De hecho, con la gansada de la batalla cultural impulsada por Aznar, la derecha ilustrada española no hizo sino acatar el campo y las reglas del juego connaturales a la dialéctica de la izquierda. El dualismo entre quien impulsa y quien refrena la historia es el esquema eterno, hasta que llegue el último Armagedón. Y a Aznar le debieron decir que todo se reducía a contrarrestar el canon hegemónico de ideas y autores con otro de sentido inverso.

Por lo demás, los museos trabajan en su constante renovación sin declaraciones previas, y sobre todo sin recursos adecuados, y esto sí debería mover al ministro. Y si le hubieran animado la verdad o la realidad —aquellas dos pasiones modernas—, habría recabado primero los informes (plurales) para luego tomar decisiones, y no al revés. Pero lo importante era echar a rodar la contraseña, y después —si eso—, ya veremos lo que se hace.

Hace un siglo, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña y Federico de Onís trabajaban por un hispanismo que era a la vez una forma de americanismo y de antiimperialismo, convencidos además de que las lecturas del legado histórico determinan la creación actual. Desde entonces, ha llovido mucho. Pero todo se resume en que la “lógica cultural del capitalismo tardío”, que decía Jameson, ha hecho que la descolonización sea hoy la contraseña y lo hispánico, el tabú.


Limpiar la huella denigrante del colonialismo

ÁNGELA MOLINA

No llamemos más cubo blanco al museo de arte contemporáneo, donde cualquier actividad (re)creativa es susceptible de estetización, sino al museo que aspira a higienizarse, a reconocer y después borrar (devolver) toda huella denigrante que recuerde el colonialismo y la actividad genocida, simbolizados en piezas que fueron dejando en el camino las pruebas de su legítima ascendencia para acabar en lustrosas vitrinas o escondidas en sótanos dentro de cajas mugrientas señaladas con números, como rehenes doblemente ultrajados.

¿Qué hacer para reactivar tantas memorias secuestradas? Directores de museos de toda índole —antropológicos, etnológicos, arqueológicos, pinacotecas, archivos— se enfrentan a la inconmensurabilidad de lo que significa la repatriación de las obras así como a la complejidad de ensayar y activar metodologías que permitan restaurar las identidades y los derechos de propiedad intelectual de hombres y mujeres cuyas creaciones fueron tomadas por coerción de imperios y dictaduras, también en nombre de la ciencia.

Si el modelo de museo de última generación es el que provoca preguntas en lugar de confirmar viejas creencias, el museo de(l) mañana debe emprender una transformación aún más radical que lo sitúe como centro de investigación, laboratorio y universidad (ya en 1915 el teórico alemán Carl Einstein afirmó que los museos eran la base de las escuelas vivas). Los museos suministrarán una información precisa y contrastada que ponga en crisis los sistemas de clasificación tradicionales (verdadero germen de todo tipo de segregación), señalarán el sesgo de antiguos directores y someterán sus colecciones y archivos a una nueva hermenéutica. Entretanto se demora la repatriación de las piezas, el público podrá contemplarlas y analizarlas (tanto si son exquisitos tesoros o simples artefactos) a partir de una despejada provisión de datos que informe sobre el marco en el que se exhiben y su relevancia en la historia que las vincule al coleccionismo colonial. En la época actual de cansancio político y cultura drogada, la disciplina etnográfica será científica o no será.

Una cuestión complementaria es cómo se articularán las nuevas colecciones de arte contemporáneo o las muestras internacionales —Kassel, Münster, Venecia, Berlín — a la hora de lanzar puentes a la antropología cultural, que impulsarán un encaje de las formas de representar el arte. Se ha de invitar a los artistas a trabajar en las colecciones y archivos de los museos con una metodología colaborativa (escritores, historiadores y científicos, arquitectos) proponiendo nuevas asociaciones entre las obras. Hace ya algunas décadas que autores llamados “metaetnólogos” —Lothar Baumgarten, Susan Hiller, o más recientemente Theaster Gates, Kader Attia o Ariella Azoulay— se mueven dentro de la antropología avanzada, inyectando en sus prácticas disciplinas como la filosofía, la literatura y el psicoanálisis. También es deseable sumar la experiencia de comisarios y artistas de otros continentes (como trabajos sobre fotografía de la experiencia negra en un entorno anglosajón, o los movimientos LGTBIQ+ en los países de Oriente Próximo) en talleres y seminarios para que aporten su conocimiento detallado del arte contemporáneo y de sus diásporas.

Asistimos al ocaso del museo autoritario, con su museografía de grandes almacenes. Remediar la vieja museística obliga a crear una nueva legislación, exhumar las obras abandonadas en almacenes y exhibirlas en un mobiliario acorde a las necesidades de los investigadores (también los diseños de salas, que tendrán que repensar los arquitectos), revaluar las colecciones, introducir nuevos modelos de presentación (textos de sala, cartelas, diseños de recorridos) y mediación con los diferentes públicos, así como otras formas de clasificación y representación. También sería deseable una adaptación de las plantillas a estas nuevas formas de pensar los museos como espacios colectivos construidos, incluida otra nomenclatura para términos como guardián, custodio, comisario, que reproducen la dialéctica colonizador/colonizado. En términos psicoanalíticos, el museo es nuestro síntoma. Saca a la luz todo lo que hay de conflicto dentro de una cultura (pensamiento, lenguaje) mientras señala su esencial parálisis.



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