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¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?

Hicieron o dijeron algo horrible y crearon algo maravilloso. ¿Debe la biografía de un artista influir en la apreciación de su obra? Las denuncias por acoso reabren la pregunta

Escena de la película Manhattan de Woody Allen.
Escena de la película Manhattan de Woody Allen.UNITED ARTISTS / Album MANHATTAN (1979)

Roman Polanski, Woody Allen, Bill Cosby, William Burroughs, Richard Wagner, Sid Vicious, V. S. Naipaul, John Galliano, Norman Mailer, Ezra Pound, Caravaggio, Floyd Mayweather, y si empezamos a enumerar deportistas no acabaremos nunca. ¿Y qué decir de las mujeres? De inmediato, la lista se vuelve mucho más difícil e incierta: ¿Anne Sexton? ¿Joan Crawford? ¿Sylvia Plath? ¿Cuenta las que se hacían daño a sí mismas? Vale, supongo que entonces es mejor volver a los hombres: Pablo Picasso, Max Ernst, Lead Belly, Miles Davis, Phil Spector.

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Todos ellos hicieron o dijeron algo horrible y crearon algo maravilloso. Lo horrible afecta a lo maravilloso; no podemos ver, oír o leer esa obra de arte sin recordar el horror. Desbordados por lo que sabemos de la monstruosidad del creador, nos apartamos, llenos de repugnancia. O quizá no. Seguimos mirando, intentando separar al artista de la obra de arte. En cualquier caso, es perturbador. Son genios y son monstruos, y no sé qué hacer con ellos.

En la era de Trump, todos hemos estado pensando en monstruos. Por lo que a mí respecta, empecé hace varios años. Estaba investigando sobre Roman Polanski para un libro que estaba escribiendo y me quedé sobrecogida por sus atrocidades. Era algo monumental, como el Gran Cañón del Colorado. Y sin embargo... Cuando veía sus películas, tenían una belleza que era otro tipo de monumento, inmune a todo lo que sabía de su maldad. Había leído muchísimo sobre cuando violó a la chica de 13 años Samantha Gailey; estoy segura de que no me queda un detalle por saber. Pero, a pesar de ello, seguía siendo capaz de ver sus películas. Deseándolo, incluso. Cuanto más investigaba sobre Polanski, más empujada me sentía a ver su cine, y lo hacía una y otra vez, sobre todo los grandes títulos: Repulsión, La semilla del diablo, Chinatown. Como todas las obras maestras, invitan a verlas repetidamente. Yo las devoraba. Se convirtieron en parte de mí, como pasa cuando se ama algo.

No me deberían haber gustado esas películas ni ese director. Polanski es el blanco de boicots, querellas e indignación. Para la gente, el hombre y su obra parecen ser la misma cosa. ¿Pero lo son? ¿Debemos intentar separar el arte del artista, al creador de su obra? ¿Nos sumimos en un olvido voluntario cuando queremos escuchar, por ejemplo, el ciclo del Anillo de Wagner? (Olvidar es más fácil para algunas personas que para otras; las obras de Wagner se han representado muy pocas veces en Israel). ¿O pensamos que el genio merece una dispensa especial, un permiso para comportarse mal?

¿Y cómo varía nuestra respuesta en función de las situaciones? Da la impresión de que algunas obras de arte son ya imposibles de disfrutar por las transgresiones de su creador: ¿Cómo podemos ver The Cosby Show después de las acusaciones de violación contra Bill Cosby? Por supuesto, se puede hacer, pero ¿estaremos viendo verdaderamente la serie? ¿O más bien el espectáculo de nuestra inocencia perdida?

¿Y es solo una cuestión pragmática? ¿Retiramos nuestro apoyo a esa persona si está viva, para que no obtenga beneficios económicos de nuestro consumo de su obra? ¿Votamos con la cartera? En ese caso, ¿está bien bajarse gratis de Internet una película de Roman Polanski, por ejemplo? ¿Podemos verla en casa de un amigo?

Un momento: ¿quién es ese “nosotros” que aparece siempre en los ensayos críticos? Nosotros es una escapatoria. Nosotros es barato. Nosotros es una forma de deshacernos de la responsabilidad personal y, al mismo tiempo, asumir fácilmente la autoridad. Es la voz del crítico masculino tradicional, el que cree sinceramente que sabe lo que debe pensar todo el mundo. Nosotros es corrupto. Nosotros es artificial. La pregunta que hay que hacerse es: ¿Puedo yo amar el arte pero odiar al artista? ¿Puede usted? Cuando digo nosotros, me refiero a mí. Me refiero a usted.

Sé que Polanski es peor, -signifique esto lo que signifique-, pero para mí el ultramonstruo es Woody Allen.

Los hombres quieren saber por qué nos indigna tanto Woody Allen. Woody Allen se acostó con Soon-Yi Previn, hija de su pareja Mia Farrow. La primera vez que se acostaron juntos, Soon-Yi era una adolescente que estaba bajo su cuidado, y él era el director de cine más famoso del mundo.

La relación sexual con Soon-Yi me afectó como una traición personal. Cuando era joven, yo me sentía como Woody Allen. Intuía o creía que él me representaba en la pantalla. Era yo. Ese es uno de los aspectos peculiares de su talento, su capacidad para suplantar al espectador. La identificación era aún más intensa por su personaje habitual: flaco como un niño, bajito como un niño, confuso ante un mundo frío e incomprensible (como antes Chaplin). Sentía una afinidad con él superior a la normal entre una niña y un cineasta adulto. De una manera algo absurda, me parecía que era mío. Siempre le había considerado uno de nosotros, los indefensos. A partir de Soon-Yi, me pareció un depredador. Mi reacción no era lógica; era emocional.

Una tarde lluviosa de la primavera de 2017, me dejé caer en el sofá del cuarto de estar y cometí un acto transgresor. No el que están ustedes pensando. Lo que hice fue contratar Annie Hall en el servicio a la carta de mi televisor. Fue fácil. Me limité a darle al botón de OK en mi enorme mando y luego me dediqué a rebuscar galletas en un paquete mientras aparecían los títulos de crédito. Como acto transgresor, fue bastante modesto.

Había visto la película al menos una docena de veces, pero volvió a cautivarme. Annie Hall es una comedia ingeniosa, como un terso paso de baile de Fred Astaire, un globo lleno de helio que tensa la cuerda que lo sujeta. Es una historia de amor para gente que no cree en el amor: Annie y Alvy se unen, se distancian, vuelven a unirse y se separan definitivamente. Su relación no ha tenido sentido en ningún momento y, al mismo tiempo, ha merecido la pena. El estribillo de Annie, “la la la”, es el principio que rige la aventura, la colección de sílabas sin sentido que dan feliz expresión al existencialismo de Allen. “La la la” significa “No importa nada”. Significa “Vamos a divertirnos mientras nos estrellamos”. Significa “Se nos van a romper los corazones, ¿a que es una juerga?

Annie Hall es el mejor film cómico del siglo XX —mejor que La fiera de mi niña, mejor incluso que Caddyshack—, porque reconoce el incontenible nihilismo que acecha dentro de toda comedia. Y además, es muy divertido. Ver Annie Hall es sentir por un instante que una pertenece a la humanidad. Sentirse casi asaltada por ese sentimiento de pertenencia, esa conexión inventada que puede ser más bella incluso que el amor. Y eso es lo que llamamos verdadero arte. Por si no lo sabían.

Yo no siempre me siento conectada con la humanidad. Es un placer poco frecuente. ¿Y tengo que renunciar a él solo porque Woody Allen se portó mal? No me parece justo.

Cuando le mencioné a mi amiga Sara que estaba escribiendo sobre Woody Allen, me dijo que había visto en su barrio una biblioteca de intercambio que estaba hasta arriba de libros escritos por y sobre él. Nos reímos al imaginar a algún furioso aficionado, seguramente una mujer, que había decidido que no podía soportar seguir teniendo esos libros en su casa y los había llevado todos a la biblioteca.

Y entonces Sara dijo en tono nostálgico: “Yo no sé dónde poner todo lo que siento sobre Woody Allen”. Exacto.

También le conté que estaba escribiendo sobre Allen a otra amiga muy inteligente. “¡Yo tengo muchas opiniones sobre Woody Allen!”, exclamó entusiasmada. Estábamos bebiendo una copa de vino en el porche de su casa y la luz de la tarde le iluminaba el rostro. “¡Estoy furiosa con él! Ya estaba cabreada con él por lo de Soon-Yi, y entonces llegó lo de ¿cómo se llama? ¿Dylan? Llegaron las acusaciones de Dylan, y la reacción tan desdeñosa que tuvo. Y detesto cómo habla sobre Soon-Yi, siempre diciendo que gracias a él tiene una vida más plena”.

Esto creo que es lo que nos sucede a muchos cuando pensamos en la obra de genios monstruosos: nos decimos que tenemos pensamientos éticos cuando, en realidad, lo que tenemos son sentimientos morales. Ponemos palabras alrededor de esos sentimientos y lo llamamos opiniones: “Lo que hizo Woody Allen estuvo muy mal”. Y los sentimientos nacen de un lugar más elemental que los pensamientos. El hecho era que me sentía disgustada por la historia de Woody y Soon-Yi. No estaba pensando; estaba sintiendo. Me sentía personalmente ofendida.

 Si quieren emociones complicadas, vean Manhattan.

Como muchas personas —¿muchas qué? ¿Muchas mujeres? ¿Muchas madres? ¿Muchas que fueron niñas? ¿Muchas personas con sentimientos morales?— he pasado años sin ser capaz de ver Manhattan. Hace unos meses, cuando empecé a pensar en Woody Allen como monstruo, vi prácticamente todas las demás películas que ha dirigido antes de afrontar que en algún momento tendría que ver Manhattan.

Y ese día llegó. Me senté en el bonito sofá de mi cómodo cuarto de estar mientras se celebraba el juicio a Bill Cosby. Era junio de 2017. Mi marido, que tiene un don para el dramatismo discreto, me sugirió que alternara entre el juicio y la película para construir una especie de metarrelato de la monstruosidad. Pero su austero sentido noreuropeo del espectáculo no sirvió de nada, porque no retransmitieron el juicio de Cosby. Aun así, estaba celebrándose.

El ambiente, ese verano, era de enorme malestar. Cundía un sentimiento general de que algo no estaba bien. Las gentes, y al decir gentes me refiero a las mujeres, estaban agitadas e insatisfechas. Se encontraban en la calle, se miraban, negaban con la cabeza y se alejaban en silencio. Las mujeres estaban hartas. Organizaron una manifestación gigantesca del hartazgo. Empezaron a comunicarse por Facebook y Twitter, a hacer largas marchas indignadas, a dar dinero a organizaciones de derechos civiles, a preguntarse por qué sus parejas y sus hijos no fregaban más los platos. Empezaron a darse cuenta de que el paradigma de los platos era odioso. Empezaron a radicalizarse, pese a que no tenían tiempo de ser radicales. Arlie Hochschild publicó The Second Shift (La doble jornada) en 1989, y en 2017 las mujeres empezaron a descubrir que esa mierda era más verdad que nunca. Un par de meses después surgieron las acusaciones contra Harvey Weinstein y, con ellas, el desbordamiento de la campaña de #MeToo.

Como escribí cuando era adolescente en mi diario: “En estos momentos no tengo una gran opinión de los hombres”. En el verano de 2017 seguía sin tenerla, y otras muchas mujeres tampoco la tenían. Muchos hombres tampoco se sentían muy bien sobre otros hombres. Incluso los patriarcas estaban hartos del patriarcado.

A pesar de toda esta bola masticada de opiniones, sentimientos y rabia, tenía la determinación de al menos intentar acercarme a Manhattan con la mente abierta. Después de todo, mucha gente piensa que es la obra maestra de Allen, y yo estaba dispuesta a dejarme conquistar. Y me conquistó con los títulos de crédito, en blanco y negro; con los saltos temporales editados a la perfección, casi cómicamente, para coincidir con los acordes triunfales de Rhapsody in Blue. Momentos después, cortamos a un plano de Isaac (el personaje de Allen), de cena con sus amigos Yale (¿Yale? ¿De verdad? ¿Estás de coña?) y su mujer, Emily. Está también la acompañante de Allen, una estudiante de 17 años llamada Tracy, a la que interpreta Mariel Hemingway.

Lo asombroso de esta escena es su despreocupación. Claro, él sabe que la relación no va a durar, pero las implicaciones morales que esto tiene parece que solo le perturban ligeramente. A Allen le fascinan la sombras morales, salvo en este tema concreto, el de los hombres de mediana edad que se acuestan con adolescentes. Frente a este asunto en particular, uno de los grandes observadores de la ética contemporánea -alguien cuyas obras de madurez son casi dignas de Flaubert- se vuelve de repente idiota.

“En el instituto, hasta las chicas más feas son guapas”. Esta frase me la dijo una vez un profesor.

El rostro de Tracy, que es el de Mariel, está hecho de planos abiertos que recuerdan a los pioneros, los campos de trigo y el sol (es una chica de Idaho, al fin y al cabo). Para Allen, Tracy tiene una bondad y una pureza que las mujeres adultas de la película no pueden tener jamás. Tracy es sabia, tal como la ha escrito Allen, pero, a diferencia de los adultos, está milagrosamente libre de cualquier neurosis.

Heidegger utilizaba los conceptos de Dasein y Vorhandensein. Dasein significa la presencia consciente, una entidad consciente de su mortalidad; por ejemplo, los personajes de todas las películas de Woody Allen salvo Tracy. Vorhandensein , por el contrario, es un ser que existe en sí mismo, simplemente es, como un objeto o un animal. O Tracy. La joven es gloriosa sin necesidad de hacer nada: inerte, como un objeto, Vorhandensein . Como las grandes estrellas del cine clásico, es un rostro, e Isaac lo deja claro en su letanía de motivos para vivir: “Groucho Marx y Willie Mays, las increíbles peras y manzanas de Cézanne, los cangrejos de Sam Wo’s y, ah, sí, el rostro de Tracy”. (Al ver la película por primera vez desde hacía décadas, me sorprendió lo mucho que la lista de Isaac se parece a una nota de Facebook).

Allen/Isaac puede acercarse más a ese mundo ideal, un mundo que ha olvidado su conocimiento de la muerte, acostándose con Tracy. Como es Woody Allen —un gran cineasta—, deja hablar a Tracy, y ella no es ninguna tonta. “Tus preocupaciones son mis preocupaciones”, dice. “Tenemos un sexo estupendo”. A Isaac le resulta muy conveniente: consigue absorber su sencillez encerrada en un cuerpo tan hermoso y queda absuelto de culpa. Las mujeres de la película no tienen esa suerte.

Las mujeres adultas de Manhattan son frágiles y demasiado conscientes de la muerte; lo saben todo. Una mujer que piensa está atrapada, alejada del cuerpo, de la belleza, de la propia vida.

En mi opinión, el momento más significativo de la película es una frase que dice una mujer muy elegante en tono quejumbroso durante un cóctel: “Por fin he tenido un orgasmo y mi médico me ha dicho que era de los malos”. La (divertida) respuesta de Isaac: “¿Que era de los malos? Nunca he tenido uno de los malos, jamás. El peor mío dio en la diana”.

Todas las mujeres que ven la película saben que el estúpido es el médico, no la mujer. Pero Woody/Isaac no lo ve así.

Si una mujer es capaz de pensar, no puede tener un orgasmo; si puede tener un orgasmo, no es capaz de pensar.

Igual que Manhattan no examina nunca de verdad o por completo las complejidades de que un vejestorio se acueste con una adolescente, el propio Allen —un individuo extremadamente elocuente— se vuelve extrañamente incoherente cuando habla de Soon-Yi. En una entrevista que le hizo en 1992 Walter Isaacson, para la revista Time, Allen soltó una frase que se hizo famosa por el fatuo desprecio de sus fallos morales: “El corazón quiere lo que quiere”.

Fue una de esas respuestas que nunca olvidas una vez que la has oído. Todos la memorizamos de inmediato, nos gustase o no. Su atroz desdén por todo lo que no sea él mismo, su orgullosa irracionalidad. Y Allen continuaba: “Estas cosas no siguen ninguna lógica. Conoces a alguien, te enamoras y a está”.

Rumié aquello como una perra.

Me costó terminar de ver Manhattan -tardé un par de sesiones-. Mencioné en las redes sociales esa dificultad para ver Manhattan en ese momento Trump (confiaba fervientemente en que fuera un momento). “¡Manhattan es una obra maestra! ¡He terminado contigo, Claire!”, respondió un escritor a quien no conozco personalmente. Este escritor había soportado varios pronunciamientos míos de lo más escandalosos, incluidos algunos sobre mi deseo de ejecutar y trocear a la mitad masculina de la humanidad, al estilo de Valerie Solanas. Sin embargo, cuando confesé que me sentía incómoda viendo Manhattan —creo que dije que la película me había dado “un poco de náuseas”—, salió furioso a decirme que me borraba y no pensaba dialogar conmigo nunca más.

Había fallado en lo que él consideraba que era mi deber: en la capacidad de superar mi moralina y mis tonterías -mis emociones - y hacer el trabajo de apreciación del genio. ¿Pero quién se mostró más emocional en esta situación? Fue él quien salió furioso de la habitación virtual. En los meses sucesivos repetí esta conversación con muchos hombres, listos y tontos: “¡Tienes que juzgar Manhattan por su estética!”, decían todos.

Otro escritor y yo lo discutimos una noche mientras cenábamos. Fue como una obra de teatro:

Escritora: “Mmm, no se sostiene”.

Escritor, con brusquedad: “¿A qué te refieres?”

Ella: “Bueno, parece todo un poco displicente. A Isaac no le preocupa que ella esté en el instituto”.

Él: “No, no, no, le preocupa muchísimo”.

Ella: “Hace bromas al respecto, pero no le preocupa tanto”.

Él: “Estás pensando en Soon-Yi estás dejando que eso te influya a la hora de ver la película. Creía que eras más seria”.

Ella: “Me parece siniestra por méritos propios, aunque no supiera nada de Soon-Yi”.

Él: Tienes que olvidarte. Tienes que juzgarla solo por sus valores estéticos”.

Ella: “¿Y qué le da esa calidad estética, objetivamente?”

El escritor dice algo sobre “equilibrio y elegancia” que suena muy inteligente.

Me gustaría que la escritora hubiera sido capaz de dar la puntilla, pero no fue así. No estaba segura de sí misma.

¿Quién es más clarividente? ¿Aquel que tiene la capacidad —algunos dirían el privilegio— de que no le preocuparan las actitudes del cineasta respecto a las mujeres ni sus antecedentes con jovencitas? ¿Aquel que puede contemplar el arte caer en las falacias biográficas? ¿O quien no puede evitar ver las antipatías y los impulsos que parecen dar vida al proyecto? Lo pregunto sinceramente.

¿Estaban siendo esos espectadores orgullosos de su objetividad tan objetivos como piensan?La genialidad habitual de Woody Allen es su capacidad para autoinculparse, y aquí está una película en la que esa capacidad falla y en la que también se acuesta con una adolescente; ¿y esa es la película que es calificada de obra maestra? ¿Qué es exactamente lo que defienden estos tipos? ¿Es la película? ¿O es otra cosa?

Creo que Manhattan , y su historia pro-chica anti-mujer, sería inquietante incluso aunque nunca hubiera aterrizado el huracán Soon-Yi, pero no lo podemos saber, y ahí está la clave del asunto. La película de Louis C. K. I Love You, Daddy -el relato de un padre que trata de evitar que su hija adolescente se líe con un hombre mayor- va a tener una suerte similar. Será imposible verla como algo ajeno al mal comportamiento sexual de Louis C. K., si es que alguna vez llega a verse. Por el momento, se ha parado la distribución y no se va a estrenar.

Una gran obra de arte nos provoca sentimientos. Y, sin embargo, cuando digo que Manhattan me provoca náuseas, un hombre me responde: “No, ese sentimiento no. Estás teniendo el sentimiento equivocado”. Y habla con autoridad: “Manhattan es una obra maestra”. ¿Pero quién lo dice? La voz autorizada dice que la obra no debe verse afectada por la vida. Que la biografía es una falacia. Que la obra existe en un mundo ideal (ahistórico, alpino, nevado, puro). La voz autorizada desprecia el sentimiento natural que provoca conocer la biografía de un sujeto. Reacciona con brusquedad ante cosas así. Dice que es capaz de apreciar la obra sin tener en cuenta la biografía ni la historia. La voz autorizada se coloca del lado del creador (masculino) y en contra del público.

Yo no soy ahistórica, ni inmune a la biografía. Eso queda para los vencedores de la historia (los hombres) (hasta ahora).

La cosa es que no digo que yo tenga razón. Pero soy el público. Y lo único que hago es ser consciente de la realidad de esta situación: la película Manhattan se ve de otra manera por lo que sabemos sobre Soon-Yi, pero además es ligeramente repugnante por sí misma y, al mismo tiempo, tiene un montón de cosas que son maravillosas. Y todo eso puede ser verdad al mismo tiempo. Que los hombres te digan simplemente que la historia de Allen no cuenta no logra el objetivo de que deje de importar.

¿Y qué hago con el monstruo? ¿Tengo alguna responsabilidad? ¿Debo apartarme, o superar mi desagrado biográfico y en su lugar ver, leer, escuchar?

¿Y por qué nos pone tan furiosos - me pone tan furiosa- el monstruo?

El público quiere algo que ver, leer o escuchar. Eso es lo que lo convierte en público. En este momento histórico concreto en el que estamos abrumados por las amargas revelaciones, el público se indigna de nuevo con la aparición de nuevos monstruos cada día, una y otra vez. El público palpita con el drama de las denuncias contra los monstruos. Se da media vuelta y jura que nunca más verá una película de Kevin Spacey.

Quizá los sentimientos del público son puros, justos y sinceros. Pero también puede estar pasando otra cosa.

Cuando tienes un sentimiento moral, estás satisfecho contigo mismo. Colocas tus emociones en un lecho de lenguaje ético y te admiras por hacerlo. Nos regimos por las emociones, unas emociones que rodeamos de lenguaje. La transmisión de nuestros sentimientos virtuosos nos parece muy importante y extrañamente apasionante.

Recordatorio: no hay que decir “tú”, ni “nosotros”, no hay que hablar de “alguien”, soy “yo” Hay que reconocer las cosas. Yo soy el público. Y me doy cuenta de que dentro de mí acecha algo completamente inaceptable. Incluso en medio de mis arrebatos de justa indignación por Woody y Soon-Yi, sé que, en cierto sentido, yo no soy una ciudadana completamente noble. Me llevo bien con mis hijos y cuido a mis amigos; tengo una casa acogedora, escucho a mi marido y soy razonablemente buena con mis padres. En lo que hago y pienso a diario, soy un ser humano más o menos decente. Pero también soy algo más, algo que se parece vagamente a un monstruo. Los victorianos comprendían ese sentimiento; por eso nos dieron las tremendas dicotomías de Dorian Gray, de Jekyll y Hyde. Supongo que esa es la condición humana, esa leve sospecha de nuestra propia maldad. Es lo que subyace en nuestra fascinación con las personas que hacen cosas terribles. Algo en nosotros -en mí- vibra con ese horror, lo reconoce, se espanta al reconocerlo y luego se entusiasma con el espectáculo de denunciar públicamente al monstruo en cuestión.

El teatro psicológico de la condena pública de los monstruos puede considerarse una especie de complejo engaño: No me miren a mí, no hay nada que ver. Yo no soy ningún monstruo. En cambio, fíjense en ese tipo de ahí fuera.

¿Soy un monstruo? Nunca he matado a nadie. ¿Soy un monstruo? Nunca he preconizado el fascismo. ¿Soy un monstruo? Yo no he cometido abusos sexuales contra un niño. ¿Soy un monstruo? A mí no me han acusado docenas de mujeres de drogarlas y violarlas. ¿Soy un monstruo? No pego a mis hijos (todavía). ¿Soy un monstruo? No soy antisemita. ¿Soy un monstruo? Nunca he presidido una secta sexual que capture a mujeres jóvenes en una mansión dorada de Atlanta. ¿Soy un monstruo? Yo no he violado analmente a un chico de 13 años.

Con todas las cosas horribles que no he hecho, a lo mejor no soy un monstruo.

Pero hay una cosa que sí he hecho: escribir un libro. Y escribir otro libro más. Ensayos, artículos y reseñas. O quizá eso me convierte en monstruo, pero en un sentido muy específico.

El crítico Walter Benjamin hablaba de “la barbarie que está en la base de toda gran obra de arte”. Mis obras no son precisamente grandes, pero me pregunto: ¿quizá en la base de toda pequeña obra de arte hay un poco de barbarie? ¿Una pizca?

Para ser escritor o artista, una persona debe poseer muchas cualidades. Talento, inteligencia, tenacidad. No viene mal contar con padres ricos. Es decididamente conveniente. Pero el ingrediente más necesario es el egoísmo. Un libro está hecho de pequeños egoísmos. El egoísmo de cerrar la puerta a la familia. El egoísmo de ignorar el cochecito que aguarda en el pasillo. El egoísmo de olvidarse del mundo real para crear otro distinto. El egoísmo de robar historias a personas de carne y hueso. El egoísmo de reservar lo mejor de uno mismo para ese amante anónimo y sin rostro, el lector. El egoísmo de decir lo que uno tiene que decir.

Me pregunto si soy suficientemente monstruosa. Soy consciente de mis fallos como escritora —conozco la lista al detalle, y lo peor son los fallos que sé que no conozco—, pero una pequeña parte de mí tiene que preguntar: si fuera más egoísta, ¿sería mejor mi trabajo? ¿Debería aspirar a ser más egoísta?

Todas las escritoras y madres a las que conozco se han hecho esta pregunta. Ninguna lo dice en voz alta, pero puedo oír cómo lo piensan; es casi ensordecedor. ¿Acaso una identidad corta fatalmente la otra? ¿Mi trabajo me hace ser una madre peor? ¿Eso es lo que te preguntas todo el tiempo. Pero también me pregunto: ¿La maternidad me hace ser peor escritora? Esta pregunta es un poco más incómoda.

Jenny Offill aborda esta idea en un fragmento de su novela Dept. of Speculation, un pasaje muy comentado por las escritoras y artistas que conozco: “Mi plan era no casarme jamás. En lugar de ello, iba a ser un monstruo del arte. Las mujeres no llegan casi nunca a ser monstruos del arte, porque los monstruos del arte solo se ocupan de ese arte, nunca de las cosas cotidianas. Nabokov ni siquiera cerraba su paraguas. Y Vera le humedecía los sellos”.

Aborrezco chupar los sellos con la lengua. Un monstruo del arte, pensé cuando leí este fragmento. Eso es lo que quiero ser. Mis amigas pensaron lo mismo. Victoria, que es pintora, se dedicó a ir por ahí gritando “monstruo del arte” durante varios días.

Las escritoras que conozco sueñan con ser más monstruosas. Lo dicen medio en broma: "Ojalá tuviera una esposa”. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que sueñan con abandonar los cuidados cotidianos para practicar los sacramentos egoístas que exige el arte.

¿Y si no soy suficientemente monstruosa?

En cierto modo, llevo años preguntándoselo a un par de amigos escritores a los que considero magníficos. Les envío correos llenos de simpatía pero en los que, en realidad, siempre estoy intentando saber: ¿cuánto tienes de egoísta? O, para decirlo de otro modo: ¿Cómo de egoísta debo ser para ser tan buena artista como tú?

Muy egoísta, según he descubierto observando a esos hombres desde lejos. Egoísta de cerrar la puerta y no hacer caso a tu hijo cuando trabajas. Egoísta de trabajar todos los días, incluidas las fiestas, incluido Navidad. Egoísta para irte semanas seguidas de gira para promocionar un libro. Egoísta como para acostarte con otras mujeres en congresos. Tan egoísta para hacer lo que haga falta.

Una noche reciente, me encontraba en el caótico salón lleno de libros de una joven escritora y su marido, también escritor. Sus hijos estaban ya en la cama, en el piso de arriba; de vez en cuando se oía algún llanto.

Mi amiga estaba en su salsa: los tres hijos estaban en el colegio y su marido tenía un trabajo a tiempo completo mientras ella trataba de labrarse una carrera con colaboraciones y escribiendo libros. Una nube de intensa ambición literaria cubría la casa, como un microclima tormentoso. Era un día laborable; todos deberíamos habernos ido ya a la cama, pero allí estábamos, bebiendo vino y hablando de trabajo. El marido me pareció encantador, lo que quiere decir que se reía con todos mis chistes. Estaba muy tenso y alerta, quizá porque, como escritor, no estaba teniendo demasiado éxito. La mujer, en cambio, sí lo tenía, y mucho.

Ella mencionó un relato breve que acababa de escribir y publicar.

“Ah, ¿te refieres a la última excusa para abandonarnos a los niños y a mí?”, preguntó el inteligente y encantador marido.

La mujer se había convertido en un monstruo capaz de terminar su obra. El marido, no.

Esa es la monstruosidad femenina: abandonar a los hijos. Siempre. El monstruo femenino es Doris Lessing dejando a sus hijos para entregarse a una vida literaria a Londres. El monstruo femenino es Sylvia Plath, que, por si fuera poco su suicidio, antes se molestó en sellar la habitación de los niños. Y de dejarles pan y leche preparados, todo un poema en sí. Soñaba con devorar hombres como el aire, pero era monstruosa porque dejó a sus hijos sin madre.

Una mujer escritora no necesariamente se suicida ni abandona a sus hijos. Pero siempre abandona algo, una parte solícita de sí misma. Cuando acaba un libro, el suelo está lleno de pequeñas cosas rotas: citas canceladas, promesas incumplidas, compromisos deshechos. Y otros olvidos y fallos más importantes: los deberes de los hijos sin haber sido repasados, las llamadas no hechas a los padres, el sexo conyugal olvidado. Todas esas cosas tienen que romperse para que se escriba el libro.

Desde luego, poseo la monstruosidad corriente de una persona normal, las profundidades insondables, el Hyde reprimido. Pero también tengo otra monstruosidad más visible y cuantificable, la de la artista que termina su trabajo. Los artistas que terminan sus obras siempre son monstruos. Woody Allen no solo intenta rodar una película al año; intenta estrenar una película al año.

En mi caso, la monstruosidad de terminar mi trabajo siempre se ha parecido mucho a la soledad: apartarme de la familia, encerrarme en una cabaña prestada o en una habitación de motel. Si no puedo alejarme físicamente, me encierro en mi despacho helador, envuelta en bufandas y mitones, con un gorro de piel en la cabeza, aislada del mundo, intentando acabar.

Porque acabar es lo que hace al artista. El artista debe ser suficientemente monstruoso como para no solo empezar la obra sino terminarla. Y cometer todas las barbaridades que salpican el camino entre el principio y el final.

Mi amiga y yo no habíamos hecho nada más que contar con que alguien se ocuparía de nuestros hijos mientras terminábamos nuestra obra. No es algo tan malo como la violación ni como, por ejemplo, obligar a alguien a que mire mientras te masturbas junto a una planta. Puede dar la impresión de que estoy mezclando dos cosas —los hombres depredadores y las mujeres artistas— y que resulta preocupante. Es posible. Porque, cuando las mujeres hacemos lo que hay que hacer para escribir o crear arte, a veces, nos sentimos monstruosas. Y otros se apresuran a calificarnos como tales.

La pareja de Hemingway, la escritora Martha Gellhorn, no pensaba que el artista tuviera que ser un monstruo; pensaba que el monstruo necesitaba convertirse en artista. “Un hombre debe ser un genio inmenso para compensar el hecho de ser una persona tan abominable” (supongo que sabía de lo que hablaba). Lo que dice es que alguien que es verdaderamente horrible se siente arrastrado a ser un genio para compensar al mundo por todas las cosas espantosas que le va a hacer. En cierto modo, es una revisión feminista de toda la historia del arte; una historia que ella, con una sola frase ácida y brillante, convierte en un alegoría moral de compensación.

En cualquier caso, quedan preguntas por responder: ¿Qué hacemos con los monstruos? ¿Podemos y debemos amar sus obras? ¿Todos los artistas ambiciosos son monstruos? Y en voz muy baja: ¿Soy un monstruo?

Claire Dederer es la autora de las memorias Love and Trouble. Está escribiendo un libro sobre la relación entre el mal comportamiento y el arte de calidad. Este artículo fue publicado en inglés por The Paris Review Daily.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

 

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