Cómo leer ahora a Alice Munro
La confesión de la hija de la escritora, que sufrió abusos sexuales por parte de su padrastro, ha dejado en ‘shock’ a su comunidad lectora. Algo íntimo se ha roto
Cuando leí Growing Up with Alice Munro de Sheila Munro, la mayor de las hijas de la escritora, me sorprendió lo poco que aparecía en el relato su hermana pequeña, Andrea. Tratándose de un libro familiar auspiciado por la madre, me pareció extraño que en el relato de la maternidad una de ellas apenas apareciera nombrada. Ahora entiendo la razón. Mi instinto, entrenado en rastrear los motivos por los que algo se omite en una historia, no me había engañado. El libro se publicó en 2001. Por aquel tiempo, ahora lo sabemos, Andrea Robin Skinner se había apartado voluntariamente de su familia al percibir que el haber sido víctima de abuso por parte del padrastro, Gerald Fremlin, perjudicaba al sagrado equilibrio familiar. Fue algo después, al leer una entrevista en The New York Times en la que su madre hablaba elogiosamente de este individuo, cuando no pudo más y lo denunció. Por fortuna, las cartas que Fremlin había escrito a la familia para defenderse sirvieron para inculparlo. En ellas aseguraba que aquella niña que fue Andrea, una rompehogares, se le había metido en la cama: “Suena aberrante, pero era como Lolita para Humbert Humbert”. A Fremlin se le permitió llegar a un acuerdo y cumplió tan solo dos años de libertad vigilada.
Imposible conocer las razones que esgrimiría hoy en su defensa el padre, Jim Munro, condecorado con la Orden de Canadá por méritos culturales, que conocedor del abuso se lo ocultó a la madre; posible, en cambio, saber a través del testimonio de Andrea cuáles fueron las palabras con las que esa madre reaccionó ante la confesión de la hija. Los padres impusieron un relato familiar censurado: dejaron a la víctima sola y obligaron a las hermanas a vivir en una farsa.
La confesión de Andrea ha dejado en shock a la comunidad lectora de Munro. Hay algo íntimo que se ha roto. Los lazos que se establecen con una obra literaria no se basan solo en la excelencia en la escritura, como se quiere hacer creer; sería pobre y falso reducirlo a eso. Hay muchas mujeres que se sintieron narradas a través de sus escritos. Hay hombres que comprendieron mejor el alma femenina. Por esa razón me pareció simplista que de inmediato se hiciera oír la cantinela de los que nos enseñan a distinguir entre el autor y su obra (¡eh, amigos, gracias de nuevo!), esos vigilantes que nos previenen contra la cultura de la cancelación. No es eso. Munro no está cancelada, pero sus lectores, sus muchas lectoras, al menos en estos primeros momentos, tal vez tomen cierta distancia, o puede que vuelvan a leerla, como ya se está haciendo desde algunas tribunas canadienses, añadiendo ese factor a la interpretación de sus extraordinarios cuentos.
Lo impactante, y así debería contemplarse, es la lección de generosidad que han dado las hermanas Munro: arriesgándose a que los libros de su madre se vendan menos han decidido romper ese pacto de silencio en el que también participó cierta élite que temía arruinar el prestigio de una gloria nacional. Las biografías de la autora, nunca exclusivamente literarias, por Dios, han quedado ahora mismo invalidadas, pero la narración de Andrea nos desvela esas palabras de hielo pronunciadas por una madre que niega el auxilio debido y que casi nunca llegamos a escuchar: la sorprendente apropiación del dolor, los celos, la dureza de corazón. Todo ese silencio no fue tanto la herencia de un Canadá rural, como algunos aventuran, sino la constatación de algo que nos cuesta comprender, que alguien que penetre tan a fondo en el alma humana en la ficción sea incapaz de proteger a su criatura más débil.
Y bien podemos decir que ese tipejo llamado Fremlin no había leído hasta el final la obra de Nabokov, porque en las últimas páginas Humbert Humbert confiesa: “Nada podrá hacer que mi Lolita olvide la sucia lujuria que le infligí… Una niña americana llamada Dolores Haze fue privada de su infancia por un maniaco”.
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