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TRIBUNA
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Desmontar los dobles raseros

El sentimiento de agravio comparativo recorre a una parte importante de la ciudadanía global

Desmontar los dobles raseros. Olivia Muñoz-Rojas
Cinta Arribas
Olivia Muñoz-Rojas

A juzgar por su ubicuidad, la expresión doble rasero, del inglés double standard, está entre los vocablos que mejor condensan el sentir político de la época actual. Similar a la expresión doble moral, se usó por primera vez en los años cincuenta, según el diccionario de inglés de Oxford que la define como “un conjunto de principios que se aplica de manera diferente y, por lo general, más rigurosa a un grupo de personas o circunstancias que a otro, especialmente: un código moral que impone estándares más severos de comportamiento sexual a las mujeres que a los hombres”. Su uso se ha generalizado en numerosos idiomas para señalar, además del género, otras discriminaciones que operan tanto en el interior de las sociedades como en las relaciones entre países. Como explica Coline de Senarclens, este trato diferente está legalmente sancionado en casos como el derecho al voto, que suele excluir a los menores y los extranjeros, pero “la mayoría de los dobles raseros son tácitos e informales, basados en convenciones sociales y en lo que es comúnmente compartido”.

Estas convenciones se manifiestan en cómo, consciente o inconscientemente, los reclutadores valoran un mismo currículo profesional según si el nombre es femenino o masculino. O en el modo en que las sociedades reaccionan ante expresiones de odio hacia un determinado colectivo respecto de cómo lo hacen cuando es otro colectivo el agredido. O en cómo, según el origen étnico y religioso de los perpetradores, los gobiernos etiquetan determinados actos violentos como terrorismo y otros como delitos de odio (por ejemplo, los atentados yihadistas respecto de los crímenes supremacistas blancos). O en la firmeza con que los gobiernos responden a las acciones militares de algunos países (como las de Rusia en Ucrania) y la tibieza que emplean con otros (como Israel en Gaza o Arabia Saudí en Yemen).

El sentimiento de agravio comparativo recorre a una parte importante de la ciudadanía global que considera que, pese a las convenciones jurídicas internacionales que reconocen derechos iguales para todos, las convenciones sociales imperantes siguen siendo las de un mundo estructurado conforme a una lógica de poder predominantemente patriarcal y, a menudo, colonial occidental. Al mismo tiempo, existe otra parte significativa de esta ciudadanía que se siente agraviada por las razones opuestas. Tanto en el Norte como el Sur y el Este Global, esta parte considera que la lucha contra el patriarcado y a favor de las minorías ha ido demasiado lejos. En el Norte Global, muchos consideran, además, que el cuestionamiento de los valores occidentales se ha extralimitado. En todas partes, habrían surgido nuevos dobles raseros que discriminan a los individuos y colectivos étnicos y culturales históricamente privilegiados, desde los varones blancos en Europa y América hasta los hindúes en la India o los malayos en Malasia.

Este choque de percepciones de la ciudadanía se refleja en una serie de posicionamientos intelectuales cruzados que refuerzan esas percepciones del público. Por una parte, estarían los pensadores de tradición progresista crítica que celebran una nueva ola emancipadora llamada a erradicar las diferentes formas que sigue tomando la injusticia en nuestras sociedades. Lo hacen además en el entendido de que el sexismo, el racismo y el clasismo se refuerzan mutuamente (lo que bell hooks definió como interseccionalidad) y que no se puede combatir un tipo de discriminación, por ejemplo la económica, sin combatir las demás. Piensan que la inclusión en pie de igualdad de una diversidad de apariencias, pertenencias y voces antaño silenciadas beneficia al conjunto de la sociedad humana, tanto al interior de los países como globalmente, haciéndola más libre y próspera.

Por su parte, los intelectuales de tradición conservadora e ilustrada denuncian el auge de una cultura de la victimización que jerarquiza a los individuos y los colectivos en función de cuán discriminados han estado en el pasado, confiriendo mayor estatus y privilegios a los más marginados dentro de los marginados (los últimos serán los primeros). Esta lógica generaría una competición nociva entre colectivos victimizados, reforzando estereotipos de debilidad y desvalimiento que restan agencia a los individuos que los conforman. Es más, sostienen pensadores como Christina Hoff Sommers, el énfasis en mejorar las oportunidades de las niñas estaría llevando a muchas sociedades a descuidar a los niños, no solo desplazándolos, sino imbuyéndolos de un sentimiento de culpa estructural. Del mismo modo, las políticas de cuotas y la discriminación positiva estarían minando la meritocracia, aupando a individuos exclusivamente por razón de su género, sexualidad y/o etnicidad en lugar de sus capacidades.

El principio mismo de igualdad de oportunidades estaría peligrando al discriminarse tácitamente contra los varones y los colectivos étnicos y sexuales mayoritarios. Alertan estos intelectuales contra un nuevo totalitarismo arcoíris que estaría poniendo en jaque la libertad de expresión, especialmente, en el ámbito cultural y educativo. Denuncian a los fascistas de la compasión, que juzgan duramente cualquier expresión presuntamente sexista, homófoba o racista, pero miran para otro lado cuando una mujer acosa a un hombre o un miembro de una minoría, por ejemplo, un inmigrante, ataca a la mayoría étnica y cultural de su entorno.

Pese a que la realidad, globalmente, demuestre lo contrario —esto es, que el poder sigue, mayoritariamente, en manos de varones y que la pertenencia a una mayoría étnica y/o sexual implica a priori más facilidades—, no se pueden obviar las percepciones y las experiencias, por escasamente representativas que sean, de quienes se sienten víctimas de nuevos dobles raseros. Muchos ciudadanos experimentan desconcierto, rabia y miedo ante la incipiente y profunda reconfiguración de “lo comúnmente compartido” que estamos viviendo y temen por su futuro y el de su herencia cultural, incluidos sus privilegios. Si bien resulta imprescindible no plegarse ante los contraataques de estos sectores, es importante recordar que los humanos tenemos una necesidad intrínseca de visibilidad, reconocimiento y respeto para prosperar como individuos y colectivos. Es necesario tener presente que el objetivo último de las luchas actuales no es desposeer a otros individuos y colectivos de ellos. La meta es lograr que nuestras convenciones sociales sean genuinamente ciegas a nuestras diversas características individuales y grupales a la hora de valorarnos unos a otros y permitirnos ocupar espacios de poder.

Habrá quien diga que los dobles raseros son consustanciales a nuestra naturaleza, que no hubo jamás civilización humana cuyas convenciones no estuvieran expresa o tácitamente basadas en el poder y la dominación de unos sobre otros. Mas, desde una perspectiva humanista crítica, no podemos abandonar la idea de que nuestras mentalidades y pactos de convivencia deben y pueden ser más justos y respetuosos con todos, exentos de dobles raseros. Esto exige seguir investigando sobre el modo en que concebimos y ejercemos el poder en todas sus escalas, desde la personal a la política y geopolítica.

Cada vez está más claro que los comportamientos abusivos que dañan la convivencia obedecen a patrones psicológicos y sociales que se repiten en todas estas escalas. No son patrimonio genético de ningún grupo y florecen en contextos de crisis acumuladas e incertidumbre material como el actual. A escala interpersonal, se puede contribuir a su desactivación con distintas técnicas, desde la comunicación expresa de límites hasta la escucha activa y la autorreflexión. A escala política y geopolítica, desactivarlos exige un mayor esfuerzo, pero el principio sería el mismo: firmeza desde el respeto y la empatía. Para salir del presente círculo vicioso de enfrentamiento y guerra e iniciar otro virtuoso más favorable al entendimiento, solo cabe perseverar en este esfuerzo de desescalada, individual y colectivamente.


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