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TRIBUNA
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Kant entre dos frentes

Honrar el legado del filósofo en su tricentenario ayuda a iluminar los valores de la modernidad, hoy en peligro en todo el mundo

'Immanuel Kant' (1768), por Johann Gottlieb Becker.
'Immanuel Kant' (1768), por Johann Gottlieb Becker.

Dos circunstancias llenan el ánimo de temor y preocupación crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: la amenaza militar de las dictaduras del Este y el tribalismo político identitario en nuestras propias filas. Hoy, ambas ponen en riesgo con inquietante simultaneidad la pervivencia de las democracias liberales en Europa y en todo el mundo. Por ello, una vez más debemos tener el valor de pensar y actuar por nosotros mismos. Pero, sobre todo, este coraje no debe entenderse solo en el sentido de reforzar la autonomía militar y económica, como si las guerras más cruentas se libraran principalmente por los recursos materiales y no por ideales e identidades; como si las debilidades críticas se manifestaran en primer lugar en el producto nacional bruto y la reducción del presupuesto de defensa, y no en el ámbito de las convicciones dominantes y los dogmas compartidos.

Un primer paso decisivo para clarificar y así reforzar la posición de uno consistiría en reconocer que estas circunstancias presentes —el nacionalismo dictatorial regresivo al estilo de Putin y la política de identidad supuestamente progresista y emancipatoria de los ambientes académicos de izquierdas—, con su amenaza existencial política, comparten la misma imagen del enemigo: los ideales morales y jurídicos de la Ilustración europea, particularmente en forma de compromiso incondicional con la universalidad de la dignidad humana, la autodeterminación en la acción y el derecho al desarrollo individual, entendido también en sentido económico.

No ha existido mente que haya formulado la validez de estos ideales con mayor lucidez ni la haya cimentado más profundamente que Immanuel Kant. Este lunes 22 de abril se celebra con gran pompa el tricentenario del nacimiento del más grande de los pensadores de la Ilustración. Honrar el legado de Kant en nuestros días solo puede significar esclarecer una vez más el modo de vida liberal de la modernidad europea a partir de sus propios fundamentos, hoy en peligro crítico.

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Una de las ironías más amargas de esta época de ensimismamiento filosófico consiste en que los enemigos declarados de los modos de vida liberales reconocen el valor fundamental del pensamiento de Kant con mucha más claridad que sus defensores. Justo en la primavera del jubileo, Antón Alijánov, gobernador del enclave ruso de Kaliningrado (antes Königsberg), acusaba al hijo celebérrimo de la ciudad de ser el “creador intelectual del Occidente moderno”, para precisar acto seguido que sus obras Crítica de la razón pura y Fundamentación de la metafísica de las costumbres “sentaron las bases éticas y de valores del conflicto actual”. El loro de Putin estaba pensando en la guerra defensiva de Ucrania.

Aunque, ciertamente, el veredicto de Alijánov no estaba cargado con un conocimiento profundo de los textos, en este caso la boca del idiota dijo la verdad. En efecto, la Ilustración de Kant es lo opuesto a los nefastos regímenes violentos como el de Putin, que utilizan una confusa mezcla de racismo, fantasías de pureza étnica y doctrinas ortodoxas para forjar armas de guerra incondicional contra otros demonizados, en este caso, “Occidente”. Es una verdad absoluta que quien piensa y actúa de este modo tiene en Kant un enemigo declarado, y lo tendrá por los siglos de los siglos.

El hecho de que para el bando de la política de identidad que se tiene a sí mismo por progresista Kant también represente la imagen del verdadero enemigo de su propio activismo no constituye de ningún modo una casualidad cultural. En nombre del anticolonialismo, el antieurocentrismo, el antifalocentrismo y, por supuesto, el anticapitalismo, la existencia y la obra del viejo hombre blanco de Königsberg se consideran símbolo de todo lo que hay que superar y hacer caer del pedestal, por la fuerza si es necesario.

No se detienen ni siquiera ante las conclusiones extemporáneas más grotescas. Partiendo de la observación (acertada) de que Kant, como mente de su época, también sucumbió a determinados prejuicios racistas y se refirió a ellos en sus conferencias antropológicas, toda su filosofía práctica y teórica se presenta como la fatal ideología que dio origen al colonialismo, al racismo y a la esclavitud. De hecho, incluso los esfuerzos de Kant por elaborar una crítica de la razón “pura” son señalados como algo más que un mero precursor lingüístico de los “programas de limpieza” étnica.

En nombre de la política de identidad actual, donde antes había universalismo y liberalismo kantianos, en adelante deben reinar la relatividad de los valores y el colectivismo; donde el hombre, como ser autodeterminado, debía buscar el camino hacia su propia voz y su felicidad, a partir de ahora la víctima marginada, en su condición de parte de un colectivo de víctimas con una sola voz, será la destinataria principal de la descripción de sí misma y de la evolución del grupo.

Esta ideología identitaria no solo caracteriza a amplios sectores del periodismo digital de agitación, sino que también marca la acción y la orientación de las principales universidades de Estados Unidos y Europa. A esto hay que añadir algo revelador: el único -ismo occidental al que estos círculos cada vez más cerrados ideológicamente no están siempre dispuestos a resistirse es el antisemitismo.

Sin embargo, la alianza solo en apariencia contradictoria entre los mencionados enemigos de la Ilustración difícilmente podría haber cobrado tanta fuerza en la última década si el bando liberal no hubiera abandonado también el universalismo radical de Kant (por utilizar un término acuñado por el filósofo Omri Boehm), y con ello el fundamento mismo de una actitud liberal coherente. A raíz de las consecuencias que el colapso de 1989 tuvo para el espíritu de la época, llegó a creerse —en teoría y en la práctica— también en Occidente que era posible renunciar a cualquier forma de reflexión más profunda sobre sí. ¿Acaso la llamada realidad no hablaba por sí misma? ¿No había demostrado el modelo occidental de democracias liberales su superioridad funcional, tanto en lo que al entorno vital como a la economía, la cultura, y hasta la ecología se refería?

En la filosofía, la pereza de pensar quedó patente en el auge del pragmatismo como auténtica filosofía liberal rectora de la era posterior a 1989. El imperativo categórico de Kant se relativizó como una regla más; la diferencia, determinante desde el punto de vista filosófico, entre persuadir y convencer se difuminó con la misma laxitud, y, en una nueva forma de pensamiento mágico, se esperaba que el comercio con activos de valor universal produciría por sí mismo el cambio hacia juicios de valor igualmente universales. En esta línea, “la humanidad” llegó a reducirse a una categoría puramente biológica, en vez de entenderla, como hiciera Kant, como un ideal de desarrollo cultural aún por realizar. El pragmatismo sustituyó a la metafísica, y el oportunismo de la resistencia mínima a la idea de una paz entre los pueblos y los continentes verdaderamente capaz de defenderse y, por lo tanto, duradera. Se acabó.

A más tardar, el año 2014 y la anexión de Crimea deberían haber puesto de manifiesto las consecuencias de esta complacencia, también para la propia Europa. ¿Hay alguien que siga creyendo hoy que puede maniobrar entre los estrechos existenciales de las constelaciones actuales con la sola ayuda de un pragmatismo benévolo y, a ser posible, subvencionado, ya sea en el Donbás, en el mar de China, en las playas de Gaza o en el golfo de Adén? Todas ellas son zonas de máximo riesgo de violencia y revancha en las que solo el compromiso incondicional, es decir, kantiano, con el valor de cada vida humana y una defensa sólida del derecho internacional humanitario pueden servir de brújula liberal.

Kant también nos ilustró con insuperable lucidez sobre cómo cada uno de nosotros puede descubrir y activar esta brújula, especialmente en la más profunda oscuridad. Y no es sino mediante el ejercicio de la calma en las horas de miedo al acecho y pérdida de sí que sigue adornando la lápida del pensador en Königsberg: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto crecientes a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.

Les invito a que se atrevan a experimentar alguna vez esa visión filosófica. Aún hoy sigue obrando verdaderas maravillas en todo ser racional libre.

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