El Kant nuestro de cada día
Sin la obra filosófica de Kant, algunas palabras cotidianas no serían lo que son
Sin el legado de Platón, Descartes o Maquiavelo, expresiones como “amor platónico”, “mente cartesiana” o “plan maquiavélico” no existirían. Sin la filosofía de Immanuel Kant, tampoco algunas palabras serían lo que son.
El de Kant es uno de los nombres que más respeto infunden cuando se estudia filosofía. Su lenguaje no lo pone fácil. Pero me aventuraría a decir que sin su obra palabras como a priori, imperativo o sublime no serían tan habituales en nuestro vocabulario.
Recuerdo que en un examen de filosofía de COU (hoy bachillerato) nos pidieron explicar la teoría de los juicios de la Crítica de la razón pura. Al salir, alguien me preguntó qué tal había ido, a lo que respondí que a priori bien. En realidad no había salido tan airoso del envite. Había aludido a la diferencia entre juicios analíticos y sintéticos, pero no a su modalidad a priori y a posteriori. Era paradójico: estaba claro que no dominaba bien la teoría kantiana de los juicios, pero al mismo tiempo sabía perfectamente qué implicaba que algo fuera a priori.
Para el filósofo de Königsberg a priori significa independiente de la experiencia, por eso yo creía que el examen me había ido bien. En ese momento todavía no había cotejado los apuntes y comprobado que no había respondido todo lo que debía. Finalmente aprobé ese examen, pero ese día comprendí que si quería hacer bien las cosas tenía que aplicarme más.
Y así lo hice. Para el siguiente examen me conciencié de que tenía que estudiar con más tesón, ya que por entonces la filosofía se me atragantaba. Lo que no sabía es que tomar conciencia de una obligación o de un imperativo es precisamente el eje de la ética que se defiende en la Crítica de la razón práctica. Un imperativo es un tiempo verbal que no admite discusión, igual que el imperativo categórico kantiano, que llama a la acción de una forma muy particular. Su mandato exige hacer las cosas conforme a la ley moral universal y, además, saber por qué se deben hacer así. En adelante mis exámenes de filosofía mejoraron ostensiblemente, aunque no llegaron a rozar lo sublime.
Sublime es, de estas tres, la palabra que menos utilizamos en un sentido propiamente kantiano, aunque el hecho de que la analizase tan detalladamente en su Crítica del juicio seguramente haya ayudado a difundir su uso. Cuando describimos un paisaje, una pieza musical o una obra de arte como “sublimes”, estamos indicando que se trata de una experiencia estética excepcional. Pero Kant profundiza en una ambigüedad que ya se había formulado con anterioridad. En una experiencia sublime, puntualiza, uno se las tiene con una desbordante sensación en la que atracción y miedo se (con)funden. Lo sublime es una exposición a lo limítrofe que genera una gran conmoción, por eso no sabemos si quedarnos ahí o huir pavorosamente.
“Sublime” no es, ciertamente, una palabra filosóficamente diáfana, y a Kant se lo relaciona con la meticulosidad analítica y conceptual. Pero es que en el fondo ninguna palabra lo es. Por eso la filosofía se detiene tanto en sus recovecos. Las palabras buscan nombrar la vida, y si la vida es dinámica, ¿por qué no deberían serlo también nuestras palabras?
La vida es sutil, se muestra a la vez que se esconde, de ahí que nuestro lenguaje tenga que moverse principalmente en un mundo de metáforas y evocaciones. Solo cuando las palabras son capaces de combinar la audacia de querer decir con la humildad de aprender a callar, son palabras de vida. Así que las palabras de la filosofía son vulnerables; esa es también su condición. Si la razón filosófica siempre está confrontada con sus propios límites, como apuntó Kant, es porque hacer filosofía significa, en esencia, explorar las dimensiones de esa finitud.
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