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Las otras vidas
Tribuna
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Donde no llega la ficción

Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo. Por ello, hay cosas que las palabras no pueden hacer, no saben decir

Donde no llega la ficción. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

Hay secretos que se resisten a ser revelados, dice Poe. Yo creo que hay historias que se resisten a ser convertidas en ficción. Me refiero sobre todo a las ficciones visuales, no a las literarias, porque la literatura trabaja con palabras, que son siempre más abstractas que las imágenes, y corren menos peligro de ser confundidas con la realidad. Hay historias que por su propia naturaleza demasiado íntima o demasiado atroz parece que están en el límite mismo del silencio, de lo que no puede ser contado sin profanación o deslealtad, o riesgo de mentira. Incluso hay cosas, momentos de la vida, entre amantes, entre padres e hijos, entre amigos, que nos parece que no tienen un nombre que esté a la altura de su intensidad y de su belleza, y es mejor que queden en silencio, secretos que es mejor que no sean revelados. Hay una escena en Los muertos, de James Joyce, que no puedo leer sin estremecerme. Gabriel Conroy, hombre inseguro y sentimental, mira a su esposa, Gretta, a la que ama con locura, casi con miedo de no ser correspondido, y dice Joyce: “Momentos de su secreta vida juntos estallaban como estrellas sobre su memoria”. Hay cosas supremas que no pueden ser contadas, que no deben ser contadas. Quizás a algo de eso alude Cervantes en Don Quijote, a través su fiel narrador fantasma Cide Hamete Benengeli: “Y pide que se le alabe no por lo que dijo sino por lo que dejó de decir”.

Claude Lanzmann sostenía que no son lícitas las ficciones sobre la Shoah en el cine, y ni siquiera las imágenes documentales, porque también estas tergiversan lo que está más allá de toda reconstrucción. En las más de 12 horas del documental solo hay testigos que hablan delante de una cámara, o imágenes tomadas al cabo de muchos años de los lugares en los que sucedió el exterminio. A Primo Levi lo atormentó siempre la necesidad de contar lo vivido en Auschwitz y la conciencia de que era imposible conocerlo o imaginarlo para quien no hubiera estado allí. Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo. Quien se dedica al oficio de contar siente ese límite como una capitulación; también como una saludable invitación a la humildad: hay cosas que las palabras no pueden hacer, no saben decir. Hay historias que se han perdido sin rastro, muertos para lo que nunca habrá ni una tumba ni un nombre, crímenes que no se pagarán, víctimas que no serán honradas nunca. Hay ficciones consoladoras o embusteras que quieren suplantar un conocimiento imposible, que seducen y mienten ofreciendo un simulacro de realidad.

No niego que también puede haber limitaciones personales. A mí me resulta imposible ver películas o series de ficción sobre el terrorismo etarra, porque cualquier complacencia estética se me hace intolerable, cualquier sospecha de esa épica inevitable con la que el cine tiende a representar la violencia y el crimen. Conocí hace muchos años a un corresponsal en Italia que había informado regularmente sobre los crímenes de las mafias del sur del país y que se indignaba por el romanticismo con que el cine representaba a aquella gente zafia y cruel, enfangada en sangre, en brutalidad y en codicia. Y también conozco a colombianos decentes a los que saca de quicio el cínico embellecimiento de un personaje tan inmundo como Pablo Escobar en las películas y en las series que no paran de prodigarse sobre su figura.

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Igual que hay cosas que las palabras no pueden transmitir —y ahí se encuentran en la frontera donde empieza la música, o la pintura—, también hay otras que las ficciones visuales no pueden recrear, por mucha tecnología de efectos virtuales que pongan en juego. La pobreza, la miseria, el cine no sabe representarlas de verdad. Es mucho más fácil fingir la riqueza. Cuando los lectores de Frank McCourt veíamos la película meritoria de Alan Parker sobre Las cenizas de Angela, lo primero que saltaba a la vista era que aquellos niños actores, por muy bien maquillados que estuvieran, también estaban muy bien alimentados. Los efectos verdaderos del hambre no pueden simularse: ni siquiera es decente intentarlo. Es una barrera que me vuelve inverosímil cualquier película de ficción sobre el Holocausto.

Puede que no solo sea inverosímil, o irrespetuoso. Peor aún, puede que sea superfluo. Vi Argentina, 1985, la película dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Darín sobre el proceso a las juntas militares que devastaron el país entre 1976 y 1983, y a continuación vi un documental mucho menos publicitado, El juicio, de Ulises de la Orden. Argentina, 1985 tiene todos los méritos y todas las convenciones de una película de juicios, de una película en la que un equipo de gente joven, inexperta, entusiasta, alcanza un triunfo inesperado gracias a la inspiración de un líder que además resulta ser Ricardo Darín. No hay lugar común que no nos sea familiar gracias a décadas de cine: las oficinas llenas de gente fervorosa y caótica, el fiscal resuelto a cumplir su deber a pesar de todos los pesares, el que regresa muy tarde a casa y apenas puede prestar una atención fatigada a la esposa y a los hijos, la tensión de la espera, el triunfo final, el plano fraternal del equipo caminando enérgicamente por un corredor del palacio de Justicia, la fotografía brumosa de esos lugares llenos de humo de tabaco de los años setenta y ochenta. Los militares malvados tienen las adecuadas caras, el pelo engominado, la sonrisa jactanciosa de los culpables.

En el documental sobre ese mismo asunto, El juicio, no hay ninguna distracción. El fiscal no es Ricardo Darín esforzándose por parecer el fiscal Julio César Strassera en una interpretación convincente. El fiscal, el representante digno y extenuado de la legalidad democrática, es, sin maquillaje ni caracterización alguna, Julio César Strassera, con sus ojeras terminales, su palidez insalubre de fumador, su pelo negro pegado, su coraje de hombre frágil, señalando con palabras firmes y sobrias a una hilera de individuos uniformados que no necesitan hacer ningún esfuerzo para representar lo que son, verdugos y asesinos sin remordimiento, hinchados de solemne brutalidad masculina. No hay primores estéticos, movimientos creativos de cámara: son imágenes crudas de televisión, con el color confuso de aquellos años, con el barullo de una sala demasiado estrecha en la que todo el mundo está muy cerca, los jueces y los acusados, los criminales y las víctimas. A ese grado de verdad no puede llegar la ficción.

Y tampoco hace falta. Hemos visto en los mismos días una película lujosamente producida y sin duda muy bien imaginada y dirigida por Juan Antonio Bayona, La sociedad de la nieve, y un documental de Randy Martin que trata del mismo asunto, la aventura sobrecogedora de los supervivientes de aquel avión estrellado en los Andes, en octubre de 1972. La película de Bayona es eficiente y meticulosa, y provoca una reacción primaria de vértigo y de terror cuando se ve en una sala de cine. En el documental está la austera realidad de las cosas y de las voces que recuerdan, las caras todavía hechizadas medio siglo después. En el margen de una foto imperfecta se distingue un costillar humano pelado. Un hombre tranquilo de setenta y tantos años, Fernando Parrado, habla sin énfasis, en calma, la mirada perdida, de la facilidad con la que el ser humano se acostumbra al horror. No hay mucho más que podamos saber. Lo que ven todavía los ojos de ese hombre, lo que está guardado en su memoria, nadie más que él puede verlo.

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