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TRIBUNA
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Investidura y democracia

La mejor expresión de la política para resolver los conflictos más arduos es intentar sin descanso el diálogo y la negociación. Los acuerdos entre posiciones difícilmente reconciliables son los que más valor añaden

Investidura y democracia. José Luis Rodríguez Zapatero
SR. GARCÍA

Hasta en nueve ocasiones aparece en nuestra Constitución la referencia a la “confianza” parlamentaria, el vínculo jurídico-político que une a los representantes de los ciudadanos en el Congreso de los Diputados con el Gobierno. Como es sabido, no en todos los países que poseen una forma de gobierno como la nuestra se requiere esta expresa, solemne, manifestación de apoyo a quien comparece en la Cámara para solicitarlo, en su caso obtenerlo, y liderar el Ejecutivo. Y, por exigencia del Reglamento del Congreso, desde 1982, tras un debate completo, exigente para el candidato y en el que todos los grupos tienen la posibilidad de explicar y de contrastar su posición.

Una investidura que la Constitución propicia, desde la propuesta del candidato por el jefe del Estado, por el Rey, hasta la previsión de las dos posibles votaciones sucesivas, siendo suficiente en la segunda la mayoría relativa para designar al presidente. La Constitución quiere la investidura, no la repetición electoral, aunque tenga que dejar a salvo esta última por si los actores políticos fracasan en su cometido.

Y este salvoconducto democrático es tan poderoso en su escenificación, tan real, tan de verdad, que ahuyenta ante los ojos de todos cualquier duda sobre el significado de la legitimidad en un Estado constitucional. Lo acabamos de comprobar de nuevo, tal vez por ello resulte pertinente subrayarlo, en un contexto de circunstancias no habituales, como los que ya no son infrecuentes en las democracias. Pero la nuestra ha exhibido su consistencia, tanto para amparar la más amplia libertad de crítica y de manifestación como para haber desplegado con plena normalidad institucional el propio procedimiento de la investidura.

La discrepancia política tiene pleno sentido ante la formación de un nuevo Gobierno, en particular si es de composición y apoyos plurales, y ante la adopción de decisiones controvertidas. Pero quizá no lo tenga tanto la tentación, que ha estado muy presente estos días, de resolver esa discrepancia por la expeditiva vía de declarar como contrarias a la Constitución las opiniones de quienes confrontan con las propias. Porque recordemos que la Constitución reconoce y ampara el pluralismo, la legitimidad de las opciones y desarrollos diversos, y ello es poco compatible con la pretensión de convertir toda discrepancia política en una discrepancia o censura constitucional, para tratar de zanjar ventajosamente la primera en favor de quien esgrime la segunda.

Menos sentido tiene aún, desde mi punto de vista, y dejando de lado otras imprecaciones que no merecen comentario, anunciar una suerte de inconstitucionalidad sistémica futura, invocando insidiosas mutaciones constitucionales o apelando a expresiones, bastante banales por cierto, como la de “cambiar la Constitución por la puerta de atrás”, que son de tal gran gravedad que debieran corresponderse, en la palabra o en la pluma de quienes las blanden, con una argumentación mínimamente rigurosa que las hiciera verosímiles. Se trata más bien, creo, de meros vaticinios, tan apocalípticos como apodícticos, y que conozco bien, permítaseme añadir, porque los padecí en mi etapa de gobierno.

Por el contrario, pienso que hay motivos de sobra para confiar en nuestras instituciones de control, y en quienes las sirven, empezando por los jueces y tribunales ordinarios y el Tribunal Constitucional, porque han sido formados en la cultura de la democracia y del Estado de derecho y se hacen responsables de las resoluciones que adoptan y de la motivación de las mismas. No hay puertas de atrás en nuestro Estado constitucional.

En estos días, me han vuelto a venir a la memoria las dos investiduras en que tomé parte como candidato a la presidencia del Gobierno. Las recuerdo como vivencias de especial intensidad, entre las más destacadas de toda mi etapa política, preparando con mucha concentración el discurso inicial y la articulación del programa de gobierno, así como la interlocución con los grupos en el debate posterior, las réplicas al líder de la oposición, y el diálogo de aproximación con los partidos que, además del tuyo, te podían apoyar o concederte una abstención…

Inevitablemente, junto al asalto de la memoria, emerge la comparación de aquellas investiduras con esta última del presidente Sánchez, porque en el pasado las cosas eran más fáciles, claro. En la época del bipartidismo, para entendernos, empezaba siendo más fácil que ahora para el propio Rey ejercer su cometido constitucional de formular la propuesta del candidato: entonces, el líder de la fuerza más votada era el único (salvo, tal vez, en 1996) que podía resultar investido. Y luego había que entablar una negociación o un diálogo con otros grupos, pero ceñidos ambos a la mayor o menor oportunidad política de obtener el respaldo parlamentario en la primera votación, con mayoría absoluta, o en la segunda, con mayoría relativa. Curiosamente, nosotros logramos lo primero, en 2004, con 164 escaños de partida, y, sin embargo, dimos de alguna manera por bueno, en 2008, con 169, que mi candidatura prosperara en segunda vuelta.

Como todo el mundo recuerda, a partir de las elecciones de diciembre de 2015 se produce un reajuste en la representación política que debilita a las fuerzas mayoritarias y dificulta las investiduras. Y ahora la negociación y los acuerdos entre los grupos, y no solo entre los afines, devienen esenciales, imprescindibles. Seguramente, los padres de la Constitución no podían ignorar que con un sistema electoral proporcional, aunque corregido, este escenario fuera posible y hasta probable, y que en un periodo en el que se creía, con razón, en la fertilidad de los consensos, se anticipara de buen grado que estos fueran necesarios para designar al presidente del Gobierno como figura central de nuestro sistema político.

No puede sorprender, por ello, que la Ley Fundamental anude la confianza que se solicita del Congreso al deber del candidato de exponer el “programa político del Gobierno que pretenda formar”, un programa con un significado propio, en relación con los programas electorales con los que comparecieron los grupos que ahora se conciertan, para forjar, en este caso, un Gobierno de coalición que precisa, además, de apoyos externos. El programa, pues, del Gobierno posible, de acuerdo con el mapa de la representación de la ciudadanía deparado por el resultado de las elecciones generales, un programa de programas, por más que pivote en torno al de la fuerza mayoritaria, expuesto y suficientemente debatido antes de la votación.

Podría decirse, así, que cuando las ciudadanas y los ciudadanos eligen a sus representantes para que estos depositen la confianza en un candidato a la presidencia del Gobierno están confiriendo, a su vez, a los miembros del Congreso un margen de confianza para cumplir con esta decisiva prerrogativa. Porque elegimos, y lo sabemos, a quienes van a elegir con otros y frente a otros. Ello permite entender, por ejemplo, que el programa de gobierno que defendió José María Aznar a raíz de las elecciones de 1996 incluyera relevantes medidas no previstas en el programa electoral con el que su partido había comparecido en aquellas. O que, por referirme a mi propio partido, el PSOE, después de los comicios de junio de 2016, que se celebraron tras haberse producido la disolución automática de las Cámaras elegidas en diciembre del año anterior, porque estas no habían sido capaces de alumbrar la investidura, tomara la difícil decisión de consentir con su abstención que prosperara la candidatura del entonces presidente en funciones, Mariano Rajoy, para evitar una nueva, y muy anómala, repetición electoral. Obviamente, tal posibilidad no se había contemplado en la campaña electoral previa.

Confianza, pues, para la confianza, para que las diputadas y diputados la otorguen, como en la investidura que se acaba de celebrar. Confianza para la confianza, para el programa político que defendió el candidato con el fin de obtenerla. Un programa sobre el que me gustaría hacer solo dos referencias.

En primer lugar, el compromiso que incluye, tras haberse negociado entre diversos grupos de la Cámara, de facilitar la aprobación de una ley de amnistía. He indicado más arriba la pertinencia de diferenciar bien, con esta ley como con cualquier otra, los planos de la constitucionalidad y de la conveniencia política. Hace ya algunos días que anticipé con cierta rotundidad mi conformidad con ambas.

Por expresarlo en pocas palabras, la ley de amnistía goza, como todas las demás, y por mor del principio democrático, de la presunción de su constitucionalidad, otro de los recordatorios que parece necesario hacer en estos tiempos, y no hay en este caso argumentos suficientemente sólidos para quebrar esa presunción, aun siendo bien conscientes de que el legislador ha de justificar su excepcionalidad, que lo hace, en mi opinión, profusa y convincentemente.

En cuanto a su conveniencia, estoy convencido de que la mejor expresión de la política en democracia para resolver los conflictos más arduos, los que concitan posturas más distantes, es intentar el diálogo y la negociación, intentarlo sin descanso. Porque también los acuerdos entre posiciones difícilmente reconciliables son los que más valor añaden. Y, antes o después, sin amnistía ese camino sería imposible de recorrer.

Por eso, creo que la decisión tomada merece respeto y abre una expectativa alentadora. Y que un acuerdo de esta naturaleza sea asumido por el candidato a presidente de Gobierno en el momento de la investidura y de forma por completo transparente, pues el texto de la proposición de ley era ya conocido, pone de manifiesto la determinación y el ejercicio de liderazgo de Pedro Sánchez. Por la responsabilidad que comporta, por la responsabilidad que asume. Y también creo saber por experiencia que solo con ambas, con esa determinación y esa responsabilidad, se puede aspirar a alcanzar los logros que parezcan más inasequibles, pero que se inspiran en el designio de una convivencia justa y pacífica que alienta en una democracia avanzada como lo es la española.

Con todo, el núcleo del programa de gobierno con el que ha obtenido la investidura el presidente, el que conecta mejor y más ampliamente con el programa electoral que esgrimió el partido socialista y con la trayectoria del Gobierno de coalición de la anterior legislatura, es el conjunto de medidas de avance y modernización social anunciadas. Creo que el balance de lo conseguido estos últimos años avala la confianza de partida en el cumplimiento de estos nuevos compromisos y en su hilo conductor: la procura indeclinable de la igualdad efectiva entre mujeres y hombres y la reducción de las desigualdades sociales, porque una y otras son, por cierto, lo que más compromete las opciones de vida de las ciudadanas y ciudadanos que compartimos la comunidad cívica.

Para concluir estas líneas, deseo referirme a lo que podríamos llamar la investidura de la oposición, pues ello está también en juego en el debate fundacional de la legislatura. Siempre he pensado que el tono general de un país no depende solo de su Gobierno, sino también de la oposición. E igualmente, por ello esta ha de hacerse, como tal, acreedora de la confianza, así como estar los demás dispuestos a otorgársela.

En este sentido, es verdad que Alberto Núñez Feijóo desaprovechó la oportunidad de censurar con energía el acoso sostenido a las sedes del PSOE, una cuestión en verdad delicada, pues todos los partidos merecen la especial protección que se infiere de su enfática caracterización constitucional como “instrumentos fundamentales para la participación política”, pero él también reconoció expresamente, de una manera muy clara, para que constara, la legitimidad de la nueva mayoría de gobierno. Me quedo con esto último. Y, por todo ello, con la fortaleza mostrada estos días por la democracia española.




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