Esta sí que es Argentina
En el país de mi infancia hay una enorme generosidad en el diálogo. Hay orgullo nacional hasta en sus fracasos. Venga lo que venga tras las elecciones, ahí está la cultura para hacerle frente
Cuando era pequeña memoricé parte de un poema de Julio Cortázar que rondaba por el escritorio de mi familia. Estaba escrito a máquina, en unas cuartillas finas, con las letras muy marcadas y la tinta bien negra. Creo que lo había copiado mi padre de algún libro que ya estaba descatalogado, y a veces lo recitábamos juntos. En mi memoria aún puedo escucharle declamarlo con voz grave y pausada. Se llamaba La Patria.
El poema es un intento de homenajear a Argentina, con todas sus contradicciones, odios y errores. Se confiesa un amor irredento “Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba, /pobre sombra de país, lleno de vientos,/ de monumentos y espamentos”, y casi tanguero “ser argentino es estar triste /ser argentino es estar lejos”. El poema acaba en alto, más allá de rencores, espantos y paradojas, el escritor se rinde a la bilis de querer “de lejos, amargado y de noche”.
Me sigue gustando ese poema. Quizás porque más que una oda resulta en un autorretrato: el autor ama de manera avergonzada, cuando él mismo sabe que amar a una nación o una bandera es una gran trampa. Con mucha suerte, lo único que hace es decepcionarte. Como dijeron no uno sino varios poetas, quizás la solución más benévola sea dejarse de grandilocuencias y aceptar que la patria son la infancia y los amigos. Podríamos añadir también un paisaje común, una lengua, el aroma de lo que se cocina en los patios interiores en verano. Quién sabe. O quizás lo mejor sea no irle haciendo odas a los países. Siempre albergarán más contradicciones y más muertos que la literatura.
Muchos crecimos haciéndonos la pregunta de qué te une a una tierra más allá de la casualidad. Si Cortázar definía Argentina como un pez panza arriba, como cuento en un libro para mí fue durante buena parte de mi infancia un espacio situado en el cielo. Ya que mi familia y yo viajábamos en avión cada varios años para visitar a parientes y amigos y yo me dormía cuando ascendíamos al celeste y el blanco de las nubes y el cielo en el viaje, confundí durante años el color de la bandera con el despegue de mi avión. Para mí, Argentina estaba en ese cielo.
Recientemente viajé de nuevo, invitada para hablar en un festival literario. Emprendí ese viaje con un miedo inmenso: ¿cómo recibirían un libro que habla de un país, siendo yo en gran parte extranjera? Olvidé que Argentina es un país tan obsesionado consigo mismo, que no hay nada que le guste más a un argentino que saber que hablan de uno. Hay un orgullo extraño en su pregunta constante: ¿cómo nos ven desde allá? Y aún así, una enorme generosidad en el diálogo. Hay orgullo nacional hasta en sus fracasos.
Son tiempos convulsos para un país con un 138% de inflación, y en el que 4 de cada 10 argentinos es pobre. Hay un candidato con muchas posibilidades de ser presidente que habla con los espectros de sus perros y propone que los ciudadanos sin recursos vendan sus órganos. Y pese a que se ha instalado la noción de desamparo, la ciudadanía llena cines, teatros y las editoriales independientes se multiplican. La vitalidad cultural no cesa en una situación extremadamente precaria que haría desfallecer a cualquiera.
Esa energía desborda hasta los espacios más insólitos. Me encontré hace unas semanas en una charla sobre el exilio en la literatura junto con el poeta Santiago Sylvester y la artista Monica Zwaig. Preveía, por el contexto político del momento, cierta gravedad al acto. Al fin y al cabo, la número dos por el partido La Libertad Avanza, Victoria Villarruel, es una negacionista del terrorismo de Estado en Argentina. Los tres ponentes estábamos, de una manera u otra, atravesados directamente por la dictadura militar. Por el contrario, fue una charla llena de risas y anécdotas. La sala se llenó de luz y algarabía al poder narrar con cierto humor la sensación de desplazamiento, de extrañamiento e incluso del propio sentido del ridículo que proporciona ser más o menos extranjero, más o menos europeo, más o menos argentino en un lugar u otro. Leí a contemporáneos que hablaban con humor de cosas impensables. Descubrí también otras maneras de narrar. Ese día acabamos brindando con cerveza y pizza arrebujados en abrigos mientras caía la tarde en la avenida Corrientes. Como para Cortázar, con el paisaje de Tilcara de tarde, de Paraná fragante no pude evitar empezar a echar de menos, cuyo sinónimo allí es “extrañar”, ya en ese momento, ese diálogo, esa apertura, esa energía.
Y ahí apareció la música de mi adolescencia. Luca Prodan, Sumo, su canción La rubia tarada, en la que se retrata la hipocresía y la superficialidad, y el verso final “esta sí que es Argentina”. Venga lo que venga en el futuro, siento que ahí estará la cultura para hacerle frente.
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