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TRIBUNA
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Pobres e invisibles

Transformar derechos de todos, como la salud o la vivienda, en productos para los privilegiados es una forma de mantener a raya la indignación de quienes no tienen los medios básicos para sobrevivir

Pobres e invisibles. Nuria Sánchez Madrid
NICOLÁS AZNÁREZ
Nuria Sánchez Madrid

Esta España que, nunca satisfecha de malograr la flor de la cizaña, de una cosecha pasa a otra cosecha: esta España (Miguel Hernández, Jornaleros).

La percepción de la pobreza como suplicio merecido suele revelar cuán lejos o cerca se encuentran nuestras sociedades de la regresión moral y civil, quintaesenciada en el desprecio y la condena de ciertas vidas a una pérdida progresiva de agencia donde la dignidad humana se desvanece. Hace unas semanas, Tim Gurner, un promotor inmobiliario australiano, pretendía naturalizar su posición privilegiada en el espacio público global al condenar en unas jornadas organizadas por el periódico Australian Financial Review lo que tildaba de arrogancia de los trabajadores tras la crisis pandémica de la covid-19. El cénit de su intervención descansaba en esta aguerrida exhortación: “Tenemos que ver dolor en la economía. Tenemos que recordar a la gente que trabaja para el empresario, no al revés”. Por las mismas fechas, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, descartaba sin lugar a discusión imposiciones fiscales dirigidas a las grandes fortunas por considerar que provocarían la salida despavorida de quienes más tienen en este territorio, descapitalizándolo por consiguiente. Quienes atesoramos cierta experiencia vital y social no podemos sino relacionar estas declaraciones con una imagen del mundo que Margaret Thatcher y sus aliados ideológicos desplegaron a partir de 1979 sin apenas resistencia como una segunda piel en Occidente, a saber, la presunción de que la concentración de la riqueza activa como por arte de magia poderosos motores de promoción económica en la sociedad que incentiva tal monopolio.

La buena salud de que goza hoy en día la idolatría hacia el empresario o rentista triunfador —o ambas cosas a la vez— oculta, sin embargo, una cruda realidad, a saber, la tendencia del individuo acaudalado a aumentar la tasa de ganancia de sus propiedades e inversiones desde un marco ideológico que ha perdido desde hace mucho todo vínculo con las cuitas de la ciudadanía trabajadora. Pero lo peor es que la liturgia laica en aras del poderoso fomenta un sentimiento abismático de falta y culpa en quien padece los azotes de lo que la Fundación Funcas califica como “tasa de carencia material severa”, que determina la incapacidad para invertir las propias energías en nada —salud, ocio, bienestar— que no sea soñar con disminuir un endeudamiento feroz, con el daño psíquico y físico que semejante régimen vital comporta. Walter Benjamin, atento siempre a los rostros de la pobreza en la sociedad contemporánea, identificó tempranamente en su escrito Capitalismo como religión (1921) la tensión entre logro financiero y acumulación de culpa como eje cuasiteológico de una nueva religión, como el filósofo Pablo López Álvarez recordaba recientemente en el Goethe-Institut de Madrid, en conversación con el sociólogo Andreas Reckwitz. El único camino que queda abierto tras semejante revolución cultural es que todo sujeto se responsabilice de su éxito o fracaso material con arreglo al catecismo capitalista.

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Es bien sabido que la valoración de la pobreza es indisoluble de una dilatada y compleja historia cultural. Merecería la pena preguntarse en qué momento estamos de esa evolución para establecer si somos conscientes de la aceleración de los distintos procesos que llevan décadas convirtiendo a Escasez, Deuda, Pobreza e Inquietud en elementos que gobiernan a golpe de ruleta de la fortuna la vida de una población cada vez más inerme, sin poder escindir como el viejo Fausto el campo de la reflexión de la lucha contra la miseria. El acervo literario castellano, tan espléndido en descripciones de la picaresca ibérica, conserva restos de sabiduría petrarquista acerca del trato con el dinero, como cuando Sempronio se refiere en el auto XII de La Celestina a hábitos que poseen una innegable actualidad: “Adquiriendo, crece la cobdicia, y la pobreza cobdiciando, y ninguna cosa haze pobre al avariento sino la riqueza”. El protagonista del Lazarillo de Tormes da cuenta asimismo de las tretas del mancebo de su madre —el esclavo negro Zaide— para sacar adelante la unidad familiar como muestra de amor: “La mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas; y, cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico”. El erasmismo subyacente a esta obra contrapone la triste suerte del sirviente, castigado por sus hurtos, a la tolerancia que protegía a los clérigos y frailes de la época cuando robaban a sus parroquianos y conventos para mantener asimismo a sus correspondientes amancebadas y descendencia. Un doble rasero social se cebaba así con el infortunio de quienes menos tienen.

Nunca como ahora hemos contado con los instrumentos cognitivos capaces de explicar la genealogía gris de la indigencia, aunque nunca como ahora hemos dependido tanto de reducciones frívolas de la misma. La transformación neoliberal del derecho a la vivienda, a la educación, a la salud, a la alimentación y a la energía en productos comerciales restringidos a sectores poblacionales privilegiados anuncia políticas públicas punitivas, preocupadas por mantener a raya la indignación y la rabia de quienes es evidente que están desprovistos de los medios básicos para asegurar su supervivencia. Frente a la lucidez mostrada por teóricos como Hegel al contemplar como amenaza civilizatoria la extensión de la pérdida de confianza en la ley y la justicia en las capas pauperizadas de la población alemana de comienzos del siglo XIX, la apuesta de las administraciones por la utopía meritocrática tiende a reprochar al desheredado su estado, amonestándolo por pedigüeño y por resultar una carga para el resto de la sociedad. No se trata de la única pieza importada de la (in)cultura civil neocon norteamericana incorporada a nuestro maltrecho sentido común. La creencia en que el esfuerzo concede a cada cual lo que merece, como si se tratara de la única normatividad vigente sobre la tierra, ejerce por otra parte una manifiesta disciplina epistémica, que frustra todo intento de abrir la caja negra de la desigualdad económica.

Por ello es también urgente, como el estudioso de la imagen cinematográfica Antonio Rivera ha señalado en su iluminadora monografía La crueldad de las imágenes, explorar una estética que nos ayude a volver visible la pobreza sin victimizar a sus sujetos. En este sentido, Rivera declara con acierto que películas como las de Satyajit Ray y Pedro Costa “contienen una doble afirmación: la afirmación del conflicto emancipador que sirve para rechazar y denunciar la miseria y la injusticia social, y la afirmación de la riqueza sensible de todo el mundo, incluidos los pobres”. La dificultad de la empresa es mayúscula, pues se trata de hacer ver la injusticia que atraviesa al pobre sin empobrecerlo aún más al privarlo de toda capacidad para poner en el mundo realidades que lo dignifiquen. La tarea requiere por de pronto dejar hablar al pobre, no sepultarlo bajo indomeñables gestiones burocráticas que estigmatizan su menesterosidad, sino escucharlo y atender a sus empeños. El primer paso para ello pasa seguramente por comprender que nadie está a salvo del flagelo de los poderes ciegos que se limitan a adorar la efigie del opulento bajo el sortilegio del mero prestigio material, para los que las condiciones de la reproducción social hace mucho que dejaron de significar nada.


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