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tribuna
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Vivir para ver esto

La insensibilidad hacia el sufrimiento social ha configurado un rasgo específico de la vida española, pese a que autorizadas voces se han pronunciado contra lo que identificaban como una herida abierta

Luis Medina
Luis Medina a su llegada a los juzgados de Plaza de Castilla para declarar ante el Juez Carretero por las comisiones de las mascarillas, el 25 de abril.Víctor Sainz
Nuria Sánchez Madrid

“La nobleza plebeya, el populacho noble,/ La pueblan; dando terratenientes y toreros,/ Curas y caballistas, vagos y visionarios,/ Guapos y guerrilleros. Tú compatriota,/ Bien que ello te repugne, de su fauna”. Así enumeraba Luis Cernuda desde el exilio, allá por 1949, algunas de las notas del contubernio que había convertido a la sociedad española en un erial civil. El escándalo por las comisiones millonarias que personajes de rancio abolengo, protagonistas habituales del papel cuché, han extraído por mediar en la compraventa de material sanitario destinado al Ayuntamiento de Madrid trae a las mientes las grotescas alianzas que motivaron en el poeta sevillano la lúcida constatación de “Vivir para ver esto”. El abuso investigado actualmente por la Fiscalía Anticorrupción evoca también la desarticulación policial del fraude de la ruleta trucada instalada por los “empresarios” Daniel Strauss y Perl en el Casino de San Sebastián tras un alambique de sobornos a mediadores, destinados a ganar voluntades en el Partido Radical, alboroto que se llevaría por delante el Gobierno de Alejandro Lerroux en 1935. El doloso ingenio daría nombre posteriormente al comercio en el mercado negro de productos sometidos a racionamiento durante el franquismo, más conocido como estraperlo.

Todo parece indicar que la apelación a la urgencia y la excepcionalidad de la coyuntura pandémica aligerará no ya las responsabilidades directas, sino hasta la culpa in vigilando, de quienes permitieron que, mientras cientos de personas morían cada día en España, unos cuantos pícaros se llenaran los bolsillos con dinero público para seguir sufragando su dispendioso nivel de vida. Pero la insensibilidad hacia el sufrimiento social que el caso revela inquieta especialmente, pues, si bien el desdén de oligarcas y caciques hacia el pueblo ha configurado un rasgo específico de la vida española, autorizadas voces se han pronunciado asimismo en ella contra lo que identificaban como una herida abierta. Voces de las que hemos aprendido bien poco. Pensemos en tres mujeres gallegas, de extracción social heterogénea, abanderadas de una percepción común acerca de la justicia social y los límites de lo tolerable en política como base normativa de la convivencia.

En esta línea, Concepción Arenal aboga en su pensamiento social por la articulación entre la acción del Estado, las sociedades filantrópicas y la caridad individual para paliar el daño generado por la desigualdad económica, subrayando el peso que el respeto al otro posee para estabilizar los derechos sociales básicos que jalonan el progreso de un país. La sentencia que Antonio Machado asignara a la esencia de la sabiduría popular española, a saber, el “nadie es más que nadie”, antídoto natural frente a la barbarie del señorito, Arenal exhorta a traducirla en dinámica institucional, sin conseguir materializar ese giro mental en la nación. Décadas más tarde, una mujer patricia como Emilia Pardo Bazán se propondrá en nombre del naturalismo literario meterse en la piel de una mujer obrera en la antesala de la I República en La tribuna. Para ello, no dudará en visitar regularmente la Fábrica de tabacos de A Coruña, a veces acompañada por su hijo Jaime, de 7 años, donde se familiarizará con la cotidianidad, zozobras y esperanzas de quienes soportaban horarios laborales excesivos y condiciones de vida miserables.

En ambos casos se respira la convicción de que la sociedad y el poder público deben propiciar una sensibilidad común entre clases, géneros y sujetos, que ninguna polarización política haga saltar por los aires. En una reflexión afín, Rosalía de Castro denuncia en su poemario Follas Novas la hipocresía con que las clases altas gallegas acuden impasibles a misa, ciegas ante la miseria que les rodea, con una falta de piedad comparable a algunos comentarios proferidos recientemente por consejeros autonómicos ajenos a la pobreza en Madrid. Rosalía contrasta la figura vulnerable y amable de un niño que pide limosna en el pórtico de la iglesia con la indiferencia farisea de los pudientes: “sin que ó ver do inocente a orfandade/ se calme dos ricos a sede avarienta”.

Ya muy lejos de la España decimonónica, el otrora falangista Dionisio Ridruejo declaró en una entrevista concedida en 1971 haber comprendido en la década de los cincuenta, recién retornado de Italia, que la democracia era la civilización de nuestro tiempo en términos políticos y sociales, y no dejará de transmitirlo a la juventud universitaria española. Tales transportes epistémicos, que animaron a aristócratas y burguesas gallegas del XIX y a un exfalangista del XX a interesarse por ideologías ajenas, emergen como pecios de un naufragio en la España actual, en la que todo proyecto práctico se declina desde la hegemonía cultural de quienes poseen una densa identidad de clase como aditamento de su renta. Hace exactamente un siglo, en España invertebrada, José Ortega y Gasset encontró en esto último un “particularismo” que impedía construir país. No parece que nuestra educación política haya fomentado desde entonces hacer del otro la patria, pese a la sólida tradición oculta que lo solicita, cuya soledad sonora recuerda a las ocasiones perdidas y las enseñanzas descartadas.

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