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Un país de propietarios

Nuestra sociedad lleva décadas sometida a una pedagogía perversa, pero exitosa. Atendamos a lo que décadas de violencia inmobiliaria han hecho de nuestro tejido civil, nuestras demandas de igualdad y nuestra movilización política

Tribuna Nuria Sánchez 05/10/21
CINTA ARRIBAS
Nuria Sánchez Madrid

Es un tópico que el verano anima a hacer balance y apostar por cambios sugestivos de cara al futuro. Sin embargo, en lo que respecta al modelo económico de nuestro país escasean las sorpresas en un guion que lleva escribiéndose desde hace décadas sin apenas contratiempos. Prueba de ello es que el estío ha deparado un incremento notable de las operaciones inmobiliarias, que los analistas califican como principal objeto de deseo tanto para grandes inversores como para pequeños ahorradores. Aunque nunca serán lo mismo, ambos extremos del espectro colectivo parecen responder al mismo señuelo, generando una homogeneidad engañosa que pretende hacer de la especulación un vínculo comunitario. En los últimos meses no han faltado valoraciones del descalabro de las políticas de vivienda pública en nuestro entorno. Algunas de ellas animan a acusar inquisitorialmente a individuos posmodernos, desprovistos de referentes y valores sólidos, pusilánimes frente a un mercado que se presupone resultado de fuerzas básicamente inerciales y cíclicas. El revuelo suscitado en torno a la cuestión confirma que la indignación social se asienta siempre en una fuerte ambigüedad emocional, en la que con todo es preciso orientarse.

Esta ambivalencia permitió precisamente a la talentosa escritora Cristina Morales introducir sin ocasionar extrañeza extractos de un discurso pronunciado por el cofundador de las JONS, Ramiro Ledesma Ramos, en unas páginas memorables de su novela Los combatientes, extraviando con ello a algunas autoridades políticas, que no tardaron en encontrar en ellas una insuperable semblanza del espíritu del 15-M. Ledesma Ramos abominaba en aquel escrito del lastre que representaba para los jóvenes el “paro forzoso”, causado a su vez por un modelo “supercapitalista” que supedita el cuerpo social al aumento de la ganancia de unos pocos. Ahora bien, esta grandilocuencia simplificadora contrasta, por ejemplo, con la cuidadosa observación que la escritora Luisa Carnés dedicó en novelas como Tea Rooms a la adaptación de los sujetos a la precariedad laboral y al sufrimiento que esta comporta, sin perder de vista las resistencias existenciales a la penuria, especialmente en las mujeres obreras, el grupo más vulnerable de la cadena productiva en la Segunda República española.

A nadie se le escapa que la disputa en torno a las causas de la miseria, el paro y el malestar de la década de los treinta del siglo XX encendió la mecha de la Guerra Civil. En efecto, la pervivencia del contraste entre los enfoques de Ledesma Ramos y Carnés trae consigo esquirlas de un pasado mal cerrado, necesariamente insidioso. No parece que anhelar la supuesta aurea mediocritas del pasado, como algunos parecen recomendar, vaya a poner remedio a ninguna de las causas del daño contemporáneo. Por otro lado, la reclamación de iniciativas gubernamentales llamadas a proceder a una regulación ambiciosa en materia inmobiliaria debería ir acompañada de una exploración rigurosa de las causas y efectos de lo que la radiografía estadística destaca como aspiraciones crematísticas dominantes de la población española. Las disquisiciones teóricas sobre conductas comunitarias deben cooperar con las ciencias sociales para no elucubrar sin fundamento.

Emprender esta tarea revelaría que nuestra sociedad lleva décadas sometida a una pedagogía perversa, pero exitosa, como es la que despliegan los productos hipotecarios que constituyen la única vía de acceso a un derecho básico para la mayor parte de la ciudadanía. En muchos casos, el sujeto se endeuda y compra una segunda residencia que ni siquiera adquiere para uso propio, sino para alquilarla a su vez con ayuda o no de plataformas turísticas, y garantizar así su sustento vital, a falta de otra fuente más fiable de liquidez. Hay quienes especulan también con este modelo de negocio. En todo caso, un mantra que hace del ahorro el correlato de un débito insoslayable ha colonizado nuestro marco mental. Asimismo, la agenda estatal lleva décadas incentivando la participación popular en las burbujas de la construcción, sin despachar con ello ese momento de la historia en que el propietario o arrendador era siempre otro, que hoy aguarda en el sistema bancario. Como señaló José Luis Arrese, ministro de Vivienda en 1957: “Queremos un país de propietarios y no de proletarios”. El trampantojo que el régimen anhelaba lo terminó de perpetrar paradójicamente la democracia española, con consecuencias que confirman la cara oscura del “individualismo posesivo” acuñado por C. B. Macpherson.

En lugar de pontificar sobre los perjuicios colectivos de una mutación neoliberal anclada en lo antropológico, conducente a una generación presuntamente más perezosa y pasiva que las precedentes, o de apuntar que nuestros males vienen de lejos, toda vez que Juvenal y Marcial ya se lamentaban por la indigencia habitacional romana, atendamos en la estela de Carnés al terreno híbrido que entretejen la economía financiera y los hábitos sociales sobre el que adquirimos rostro los sujetos. Atendamos a lo que décadas de violencia inmobiliaria han hecho de nuestro tejido civil, nuestras demandas de igualdad y nuestra movilización política. Lean a investigadores como Jaime Palomera. Habla de todos nosotros. Quizás hasta despertemos.

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