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Tribuna
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La pasión alegre de lo común

La construcción del Estado de bienestar procede de una larga historia de reivindicaciones ciudadanas

Nuria Sánchez Madrid
Fotograma del segundo capítulo de la serie francesa 'El colapso' (L’effondrement).
Fotograma del segundo capítulo de la serie francesa 'El colapso' (L’effondrement).

Una causa indeterminada dinamita el entero mapa simbólico y cognitivo de una consternada población francesa. Este acontecimiento tan improbable como temido por la barroca conciencia contemporánea constituye la espita de la tragedia apocalíptica L’effondrement, creada en 2019 por el colectivo Les parasites con la vocación de remover la naturalidad con que a menudo los cuerpos sociales abrazan el abismo como si se tratara de su salvación. Con el impacto en la retina de los implacables planos secuencia de esta miniserie, la tendencia en sede nacional y autonómica a emplear los estragos generados por la covid-19 como combustible para azuzar el agonismo social confirma la triste actualidad de unas sabias palabras que el periodista Manuel Chaves Nogales escribiera allá por 1937. Conviene no perderlas de vista cuando se enfoca la maltrecha cultura política española, pues radiografían sin tapujos algunos de sus vetustos defectos. El escepticismo con que Chaves Nogales contempló la contienda entre izquierdas y derechas que asoló el país durante la Guerra Civil le permitió vaticinar que quien lograra alzarse con el dudoso trofeo de la victoria llegaría “más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en que sea posible la humana convivencia entre ciudadanos de diversas ideas”.

Hoy sabemos que a esa conclusión no acabó llegando ningún líder, sino todo un pueblo, en aquel periodo conocido como la Transición. Ese primer ensayo serio para articular una transversalidad política virtuosa en la España contemporánea. Un conjunto de percepciones y demandas ampliamente extendidas socialmente comenzaron entonces a reclamar de la política garantías que establecieran la igualdad de todos ante la ley y promovieran el bienestar como un derecho. Esta “guerra del pueblo”, una expresión de la historiadora Selina Todd que Germán Cano ha recuperado con perspicacia para pensar los retos de nuestro presente inmunitario, consolidó el giro democrático en España, desenmascarando la vana obsesión por las élites que figuras como Ramiro de Maeztu y José Ortega y Gasset padecieron a comienzos del siglo XX. Aquello funcionó porque un irrefrenable deseo de igualdad penetró los intersticios de un poder público incapaz de seguir produciendo adhesión popular.

La construcción del Estado de bienestar es inseparable de una dilatada secuencia histórica de reivindicaciones ciudadanas. La ampliación del derecho a la participación política y la exigencia de legibilidad pública trajeron un profundo cambio cultural en el último tercio del siglo XX. La legitimidad formulada como obediencia debida quedó eclipsada por el horizonte de una negociación constante entre los cuerpos y el derecho, donde los primeros se sienten dignos del máximo reconocimiento civil y recelan de mitos sacrificiales. Todo ello conforma un tejido valorativo que no prioriza la competitividad, la autenticidad o el repliegue nacional, sino la interdependencia, la solidaridad y la protección social. En este suelo preideológico arraigan las condiciones materiales que vuelven la vida sostenible y rebajan el sufrimiento social derivado de la exposición a la precariedad.

No deberíamos olvidar que buena parte de las mudanzas institucionales que la vida política ha experimentado desde la segunda mitad del siglo XX proceden de grupos sociales que se rebelaron ante su destino. En efecto, conceder visibilidad institucional a los callados quehaceres domésticos genera progreso social y político. Para conseguirlo, es menester declarar responsabilidad común aquello que la tradición había impuesto como lastre individual. Al dar este paso se rompe también con la idolatría de la distinción secular entre actividades productivas —las propias del negocio, a cargo de la parte masculina de la población— e improductivas —intensamente feminizadas—, con el fin de plantearnos una pregunta sencilla de responder: ¿puede devolvernos la promesa de beneficio económico la vida que nos arrebata? El fomento de relaciones sociales que multipliquen las oportunidades para el desarrollo humano frente al aumento de la impotencia, del dolor y de la muerte constituye el único programa político a la altura de las circunstancias.

No dejemos que trincheras infantiles nos escamoteen la pasión alegre de lo común a fin de obtener cantos de sirena frentistas. La vida no se divide en cuerpos que importan y otros que no. Su ley la dicta el ritmo del reconocimiento intergeneracional que los que marchan sienten hacia los que aún no nacieron y que los recién llegados deben a quienes están en trance de abandonarnos. Nacer, envejecer y morir dignamente suministran las dimensiones del teatro político. Desmontarlas reduce la existencia a mero capital humano que solo cabe explotar y abandonar una vez que haya quedado exangüe. En el siglo XVI algunos llamaban a esto “servidumbre voluntaria”. Hay quienes siguen sosteniendo en el siglo XXI que la tribulación precaria nos abrirá algún día el reino de los cielos. Y quienes siguen abogando por dejar la agenda política en sus manos. Por lanzarnos al colapso.

Nuria Sánchez Madrid es profesora titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

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