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Columna
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Unas sandalias negras

No estaba queriendo comprarme unos zapatos, sino una vida que no tenía. Que no tenía y que ni siquiera añoraba

Una mujer pasea por la calle tras hacer unas compras.
Una mujer pasea por la calle tras hacer unas compras.PATRICK T. FALLON (AFP)
Ana Iris Simón

Tres días a la semana cojo el cercanías desde Aranjuez, donde vivo, hasta Madrid, donde trabajo. El tren llega media hora antes de que empiece mi jornada laboral y al lado de la estación hay un Zara, así que los guardias de seguridad ya me deben de conocer.

La mayoría de veces me limito a mirar. Habitualmente miro incluso la misma prenda durante días, hasta que la encargada decide mandarla al almacén. Me pasó en julio con unas sandalias negras. Tenían el tacón muy alto y muy fino y las tiras de empeine y tobillo muy finas también, lo cual aseguraba dos cosas: sentirse Rania de Jordania con ellas puestas y dolor de pies a los pocos minutos de estrenarlas.

En la parte delantera, la del empeine, tenían tres rosas cosidas, y eso las hacía distintas al resto de sandalias negras de tiras —dos o tres— que ya tengo en el armario. O eso me decía a mí misma mientras me probaba la primera del par. Pero cuando me sentaba para calzarme la segunda, las miraba y me parecían demasiado recargadas, y a ver con qué combinaba yo esos floripondios, tendría que ser con algo sencillito, pensaba, y me ponía a listar los posibles conjuntos pero no me salían muchos.

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Así me pasé días. Salía de la Renfe, entraba al Zara, saludaba al de seguridad, que no levantaba la cabeza de su tablet, me encaminaba hacia las sandalias, cogía el 36 y empezaba con el monólogo interno: que si con esto me pegan y con esto otro no, que si cómo te vas a gastar 50 euros en unas sandalias casi iguales que otras que ya tienes, que si las otras encima apenas te las pones.

Frente al espejo, me imaginaba combinándolas con una falda de tubo y una camisa de satén, pero sobre todo me recreaba pensando que las luciría en un cóctel elegante, de esos que salen en Succession. Me ponía de lado, alzaba un pie y me veía con ellas y un vestido blanco ceñido a la cintura, pero realmente fantaseaba con llevarlas en una cena de esas que la gente cuelga en Instagram, con mesas bajo pérgolas llenas de flores y velas. Porque con unas sandalias así una no puede simplemente ir a la guardería a por los críos, bajar al bar de abajo a por un pincho de tortilla porque no le da tiempo a hacer la cena o irse a comprar al Mercadona.

Entonces, bajo la atenta mirada del segurata, que igual para entonces ya había levantado la vista de la tablet porque empezaba a resultarle extraño que hiciera siempre el mismo ritual, me daba cuenta de que no es que no fuera a cócteles llenos de ricos: es que ni me gustan los cócteles, ni me gustan los ricos. Reparaba en que mi vida no era la de María Pombo, en que a mí nadie me invita a Capri a cambio de publicaciones en redes y menos mal, porque serían un desastre. La realidad y la cordura se imponían y recordaba, subida a las sandalias de flores, que cuando quedaba para cenar no era precisamente bajo una pérgola florida sino con frecuencia en casa de algún amigo, y que en el menú no había burrata ni tartar, sino hamburguesas, chorizo y panceta a la barbacoa, todo ello maridado con latas de Mahou verdes.

Y me percataba de que no estaba queriendo comprarme unas sandalias de tiras negras, sino una vida que no tenía. Que no tenía y que ni siquiera añoraba cuando dejaba atrás las puertas del Zara, con el de seguridad mosqueado porque me fuera sin nada otra vez.

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Sobre la firma

Ana Iris Simón
Ana Iris Simón es de Campo de Criptana (Ciudad Real), comenzó su andadura como periodista primero en 'Telva' y luego en 'Vice España'. Ha colaborado en 'La Ventana' de la Cadena SER y ha trabajado para Playz de RTVE. Su primer libro es 'Feria' (Círculo de Tiza). En EL PAÍS firma artículos de opinión.

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