Nos cuentan que viene el lobo
En vez de sobre ideas y programas, en esta campaña se ha debatido sobre personas, o peor aún, sobre tópicos
En 2003, el Prestige se hundió dejando “unos hilitos con aspecto de plastilina”. El entonces consejero de Política Territorial, Xosé Cuíña, fue crítico con la gestión desde Madrid, donde Rajoy mentía a España sobre la gravedad del chapapote. Así que Génova forzó su dimisión filtrando que una de las empresas de la familia Cuíña había vendido a la Xunta material para limpiar las playas.
En esas, Núñez Feijóo, que por aquel entonces dirigía Correos, fue llamado a filas. El telefonazo se lo pegó el exministro Romay, su mentor. Y le pidió que se volviera de Madrid a Galicia a comerse el marrón. Feijóo aceptó, llegando primero a ser conselleiro de Política Territorial, más tarde vicepresidente de la Xunta y finalmente presidente.
Y como la historia siempre se repite, primero como tragedia y después como farsa, cuando el PP empezó a investigar la corruptela del hermano de Ayuso —que como los Cuíña habría sacado tajada de una tragedia— volvieron a llamar a Feijóo. Para pasar página de la escabechina y sanearlo todo bajo su mito de buen gestor.
Porque Feijóo no solo se forjó como político a la sombra del chapapote, sino que no es muy distinto a él: todo lo tapa. Su propio partido es un manto opaco, una mancha que se extiende sobre la política española, corriendo un velo tan tupido como el fuel sobre sus mentiras: no solo lo del Prestige, también las armas de destrucción masiva, el metro de Valencia, el Madrid Arena, el accidente de Angrois, la “indemnización en diferido”, los “créditos en condiciones favorables” a los bancos, el féretro con tres pies entregado a un padre cuando el Yak-42 o el falso protocolo que durante la pandemia dejó morir a miles de ancianos sin atención sanitaria.
Tan efectivo es este manto que ni siquiera la izquierda le recuerda casi nada de esto al PP; el mayor reproche que le hacen es que vayan a gobernar con Vox. Se intenta usar la lógica del “que te vote Txapote”, que si funciona no es solo porque rima, sino por las cesiones de Sánchez al independentismo en general y a Bildu en particular. El problema es que Vox no da (o no debería) más miedo que el propio PP. Es más, muchas de las preocupaciones de Vox son compartidas por parte del PSOE: pregunten a Guerra por el concepto de violencia de género, a Bono por la nueva Ley de Memoria Democrática, a Page por el independentismo o a Carmen Calvo por la ley trans.
En vez de sobre ideas y programas, en esta campaña se ha debatido sobre personas, o peor aún, sobre tópicos. Si ese es el marco, me da bastante igual que Vox ponga a un torero en el Gobierno. Lo que debe preocuparle a quien no llegue a fin de mes es que el PP ponga a un fan del toro dorado de Wall Street. No me preocupa que Vox ponga a una madre de familia numerosa al frente de Igualdad, sino que el PP ponga a un comprador de niños por vientre de alquiler. Me es indiferente si Vox le da un cargo en Educación a un cura para mantener las clases de religión, me inquieta que el PP ponga a un predicador del liberalismo para introducir en las aulas finanzas, emprendimiento y otras estafas. ¿Cómo me va a escandalizar si Vox quiere a un militar en Defensa? La anomalía es la del PP, que pondría gustoso a un banquero gestionando las pensiones. El zorro va a entrar al gallinero, y nos cuentan “que viene el lobo”.
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