¡Que vuelva el bipartidismo! ¡Vivan las ‘caenas’!
¿Fueron aquellos treinta y pico años de alternancia la edad dorada de la democracia, truncada por la irrupción de políticos coletudos o disfrazados de terratenientes?
Escribía Alfonso Ussía que, en los días previos a las elecciones, muchos columnistas protagonizaron un “ridículo de órdago”. Y Ussía tenía razón. Los resultados electorales dejaron con el culo roto a más de uno: a los de la victoria amarga, a los de la derrota alegre, a los bullies de Tezanos, a los fanes de Michavila, al zascandil de Puigdemont, al club de las sonrisas, que perdió siete escaños pero siguió celebrando, quizá el estreno de Barbie, y a los patriotas de corchopán, que se tuvieron que comer que a Sánchez lo votara Txapote pero también unos cuantos más.
Ni el análisis ni el futuro están muy claros. Pero si hay algo cristalino es que ha ganado la banca. Porque, aunque “en la City no temen a Vox sino (...) al revés”, como dijo Espinosa, mucho menos al PP. Y porque si bien es cierto que hace tiempo que Podemos dejó de representar una amenaza para los de arriba, cuando dejaron de hablar de la troika y empezaron a dar la castaña con el fascismo, es justo reconocer que tuvieron con los cojones de corbata a más de uno durante largo tiempo.
Pero ambos cavaron su propia tumba alimentando una dialéctica, la del fascismo y el comunismo, que solo podía auspiciar el voto útil. Porque si es cierto que viene el lobo, nadie comprará una escopeta de Hacendado.
Ahora no son pocos los hampones que apelan a la nostalgia del bipartidismo, de empresarios a periodistas. Pero, ¿fueron aquellos treinta y pico años de alternancia la edad dorada de la democracia, truncada por la irrupción de políticos coletudos o disfrazados de terratenientes? El ciclo bipartidil atraviesa todo tipo de frivolidades, desde las chaquetas de pana con que Felipe se disfrazaba de proletario, hasta Aznar con las patas sobre la mesa para parecer texano. Aunque por lo general, imperaba el código de traje y corbata. De traje, como los que recibía el PP valenciano. De corbata, como le exigía Bono a Miguel Sebastián para después recortar las pensiones sin aflojarse el nudo.
Entre medias hubo un periodo de encuentro entre PP y PSOE. Se daba especialmente al cruzar las puertas giratorias —de Iberdrola, Abbot o el Santander— o en el calabozo: en la añorada década del 2010, llegaron a coincidir las detenciones de representantes de ambos partidos, la Casa del Rey y la patronal. Fueron años de traje y corbata, sí, pero a veces se cambiaban por pijamas de rayas.
Tamaño latrocinio fue posible gracias a las mayorías absolutas que ahora añoran algunos. Se dice que aportaban gobernabilidad y estabilidad. Pero, ¿para qué sirvieron?
Con la del 82, Felipe González pudo hacer aquello a lo que la UCD no se atrevía: desindustrializar España, desde la siderurgia hasta la construcción naval. Con la del 86 liquidó la soberanía estratégica en el altar de la OTAN. Con la del 89 vino el desempleo y el encarecimiento de la vida por la gracia de Maastricht. Con la absoluta del 2000, Aznar alcanzó el máximo ritmo de crecimiento de la deuda, promovió la entrada de mano de obra barata y la especulación inmobiliaria. Con la de 2011, Rajoy aplicó el mayor recorte de la historia de la democracia mientras, a la vez, caía en el mayor déficit público de la UE. Auténticos prodigios, vaya. ¡Que vuelva el bipartidismo! ¡Vivan las caenas!
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