La buena vida y la buena muerte de Carlos Saura
Era un hombre de un prodigioso talento visual, un artista que se entregó como solo los niños saben hacerlo a sus juegos
Como conocía su caserón serrano, lo puedo imaginar. Lo veo presentir con la peculiar lucidez de los moribundos el paso de sus perros; lo veo dormitar con el gato acurrucado contra su cuerpo, dándole ese calor reconfortante que solo los animales proporcionan; lo veo rodeado de infinidad de cachivaches que han tenido que ver hasta hace bien poco con sus rutinas de hombre hacendoso, poseedor de una tendencia tenaz a ensimismarse en sus aficiones. El hombre viejo que es consciente de estar viviendo sus últimas horas siente la necesidad de ser fiel a sí mismo hasta el último aliento y le pide a su esposa, Lali, que le traiga un cuaderno y un boli. No puede renunciar a aquello que define más hondamente su carácter: el juego; aunque apenas tiene fuerzas para sujetar el boli, pone sus mermados cinco sentidos en ese empeño con una tozudez de niño solitario y empollón. Toma el boli rojo y con el pulso tembloroso garabatea una figura que solo él sabe lo que es. Es probable que en su pensamiento brumoso se esté viendo dibujar con la destreza de siempre, con el arte con el que intervenía las fotos para convertirlas en fotosaurios. De fondo, una música de Erik Satie endulza el duermevela y solo a veces la falta de oxígeno le recuerda que la muerte es un trance doloroso. Pero es una buena muerte: en su cama, con los ahogos bajo control y la música que ha acompañado sus horas constantes de estudio y manualidades. Dicen que tiene la piel muy tersa, sin arrugas, un velo casi transparente que recubre la peculiar osamenta de los Saura, poseedora de una elegante belleza equina.
Esta es su muerte, tan coherente con una vida retirada en el caserón donde sin tregua planeaba nuevos proyectos a los que entregarse a fondo. Fue Eulalia Ramón, su mujer, la que nos arrastró a una casa cercana y allí vivimos algunos años. A la cuestecilla que teníamos que subir para llegar a nuestro chalet la bautizamos como el Repecho Saura. A veces lo encontrábamos en el tren y saludaba con una alegría que luego se traducía en una conversación entrecortada, como con pausas de hombre tímido, que nos dejaba siempre la sensación de que tenía toda una vida por contar. En su narración apenas esbozada aparecían Charles Chaplin, Truman Capote, Luis Buñuel, pero nunca acababa de rematar las historias. Leí parte de unas memorias que el pudor y la parquedad convertía en misteriosas. Era un hombre de un prodigioso talento visual, sin duda, un artista que se entregó como solo los niños saben hacerlo a sus juegos. Fue hombre de su tiempo, pero su estilo era solo suyo a pesar del peso de la posguerra. La arrogancia de algunos cineastas que en los ochenta creyeron inventar el cine le hizo padecer el desdén juvenil y llegó a creer, erróneamente, que carecía de discípulos cuando es justo lo contrario: ahora se le vuelve a considerar el cineasta moderno que nunca dejó de ser, tal vez porque esta sea la cualidad eterna que posee un clásico. Elegante hasta cuando retrataba a los quinquis de las barriadas, creador de preciosos personajes femeninos, sensual por no ser amante de las estridencias, melómano que prestaba oído a las canciones de la radio o a las de las ferias, apasionado de la música popular, algo que sin duda lo conectaba con aquella generación de los años treinta que recogía el arte del pueblo para darle un valor y que no se perdiera.
Pensemos en la buena vida que disfruta quien trabaja guiado por una curiosidad que jamás se sacia. Pensemos en la buena muerte de quien puede morir en casa, con el dolor atenuado, la mano de su compañera en la frente, el calor de un gato en el regazo y trazando, tan solo unas horas antes de marchar, unos garabatos en un cuaderno mientras suena una música sutil que lo conduce al sueño eterno.
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