Carlos Saura, un cineasta injustamente eclipsado entre Buñuel y Almodóvar
Entre la B de Buñuel y la A de Almodóvar, la S de Saura ha quedado eclipsada. Injustamente eclipsada, a pesar de los esfuerzos de su hija Anna para devolverle, en los últimos años, al lugar que le correspondía
Hubo un tiempo, a mediados del siglo pasado, en el que el cine español se escribía con B. B de Bardem, de Berlanga y, sobre todo, de Buñuel, aquel consagrado ateo por la gracia de Dios que, pese a desarrollar la mayor parte de su carrera en Francia y en México, nunca renunció a sus raíces hispánicas. Desde los años treinta a los setenta, él era, sobre todo para la crítica francesa, el cine español. Igual que, a partir de los ochenta lo sería Almodóvar, con A y ya con un beneplácito universal. Entre unos y otros, esa exigua cuota que los cánones internacionales otorgan a nuestra cinematografía se escribió con S, de Saura.
Su primer largometraje, Los golfos, fue bendecido por Luis Buñuel en 1960, cuando este también presentaba película en Cannes. El aplauso final y el abrazo al discípulo y a su productor, Pere Portabella, ayudaron a rubricar la herencia. De ahí partió, sin ir más lejos, el rodaje de Viridiana en España. Poco después, Carlos Saura ya brilló con luz propia como buque insignia de la “factoría Querejeta” y gracias a las metáforas con las que el mundo leyó sus críticas al franquismo, desde la fratricida masacre de La caza al falangista de brazo en cabestrillo que provocó atentados fascistas contra La prima Angélica. La muerte del dictador y el fin de su etapa con el guionista Rafael Azcona no impidieron que Saura se mantuviese en el candelero con Cría cuervos y la pegadiza melodía del ¿Por qué te vas? Él no se fue, siguió su propio camino y no dejó de explorar nuevos territorios que desbordaban las etiquetas con las que los apóstoles del cine de autor intentaban fosilizarlo.
Su versión de Carmen, protagonizada en 1983 por Antonio Gades, Laura del Sol y Paco de Lucía, no fue un eslabón cualquiera. Era la consagración de una nueva etapa que, coincidiendo con la irrupción de la postmodernidad de Almodóvar, exploraría las raíces del folclore, y no solo el español, desde un cine injustamente menospreciado como “documental musical”. Y, sin embargo, las incursiones de Saura en el flamenco no solo restituyeron el genuino valor de un género popular desprestigiado por el franquismo, sino que reivindicaron la plasticidad del cine gracias a la mágica fotografía de Vittorio Storaro. En los noventa, ya traspasado el testigo de la representación internacional a su colega manchego, Saura no renunció a puntuales incursiones en la ficción, conjugando asignaturas pendientes con la guerra civil (¡Ay, Carmela!) y el franquismo (Pajarico) con estilizados homenajes a sus maestros baturros Goya y Buñuel. En una de sus estancias en Barcelona, le pedí que me acompañara a visitar una exposición del pintor aragonés. Lo llevaba en las venas, hablaba en su nombre y, recientemente, volvería sobre él con una recreación de los fusilamientos del 3 de mayo filmados con el verismo de un documental.
Entre la B de Buñuel y la A de Almodóvar, la S de Saura ha quedado eclipsada. Injustamente eclipsada, a pesar de los esfuerzos de su hija Anna para devolverle, en los últimos años, al lugar que le correspondía. Su reticencia a tomarse en serio su propia obra tampoco ha ayudado a propiciar estudios académicos que la reivindicaran. Los franceses que en su día lo alabaron ya no recuerdan la trilogía sexo-religión-ejército que reprime a la protagonista de Ana y los lobos o la presencia de Jean-Claude Carrière en el guion de Antonieta, protagonizada por Isabelle Adjani y Hanna Schygulla.
Con su versión de Bodas de sangre en la retina, una hispanista norteamericana inició su erudito ensayo con la tan lapidaria como irrisoria frase: “No todo el cine español es violento”; como si un navajazo lorquiano fuese más cruento que el apocalipsis de Terminator. No todos los filmes de Saura fueron metafóricos, históricos o musicales. Trabajador incansable, tocó todos los palos y, tras abandonar su tan ansiado proyecto biográfico sobre Picasso, no podrá asumir el filme que ahora preparaba sobre Montserrat Caballé. Saura, el cineasta, amaba la música hasta el punto de haber dirigido también ópera y nunca salía a la calle sin una de sus centenares de cámaras fotográficas colgada del cuello. En su depuración de lo que él entendía por cine, la narración había quedado relegada al papel de simple comparsa.
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