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TRIBUNA
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Emergencia climática, democracia y cohesión social

La respuesta a la crisis medioambiental es la lucha política y moral decisiva de nuestro tiempo, y la transición energética constituye el núcleo de su solución

Emergencia climatica
Cartel contra los combustibles fósiles exhibido en una manifestación durante la COP27 en Sharm el Sheij.Peter Dejong (AP)

A la memoria de Olof Palme

La cumbre climática de Sharm el Sheij ha finalizado. Se ha logrado un avance real en el concepto de “pérdidas y daños”, lo que sin duda va a contribuir a mejorar la deteriorada confianza de los países del sur global hacia los más desarrollados. Ahora bien, respecto a la ambición climática la cumbre ha sido decepcionante. El acuerdo surgido de la COP27 no está a la altura de la gravedad expresada por el último informe del IPCC, al que el propio secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, ha calificado de “alerta roja para la humanidad”. El impulso a la acción climática expresado en Glasgow se ha ralentizado. La Unión Europea se ha encontrado casi sola impulsando esa agenda. En un año en el que los impactos climáticos han sido gravísimos en todas partes del mundo no deja de ser sorprendente, para decirlo amablemente, la lentitud en la respuesta de la comunidad internacional. En todo caso, la ayuda financiera masiva que precisan los países del sur global para fortalecer su resiliencia es un elemento central de justicia climática, por lo que ese importante paso ha de ser celebrado. Asimismo, la reanudación de las conversaciones climáticas entre Estados Unidos y China en el marco de la reunión paralela del G-20 en Indonesia, así como la oferta del presidente electo Lula da Silva de celebrar la cumbre climática de 2025 en Brasil, lo que, si se confirmase, tendría todos los ingredientes para perfilarse como un hito muy relevante en la respuesta climática mundial.

De Egipto 2022 a Suecia 1972, medio siglo de compromiso climático-ambiental que invita a una breve reflexión. En 1972, tuvo lugar en Estocolmo la primera conferencia mundial sobre los problemas ambientales de la humanidad bajo el liderazgo del primer ministro sueco, el socialdemócrata Olof Palme, quien también sería presidente de la Internacional Socialista. El resultado de la misma fue la puesta en marcha del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), que en 1988 impulsó la creación, junto a la Organización Meteorológica Mundial (OMM), del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), cuyo papel ha sido decisivo para analizar la amenaza más grave de nuestro tiempo.

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Desde aquella fecha se ha generalizado la comprensión de que habitamos un planeta finito en el que, como resultado de procesos antrópicos, han emergido graves problemas ambientales que ponen en riesgo la continuidad de la aventura humana sobre la Tierra, al menos en la forma actual de sociedades complejas. Hemos colisionado con los límites ecológicos planetarios y el desbordamiento de diversos puntos de inflexión en el sistema climático comporta una formidable amenaza en el horizonte. Esta grave crisis tiene especial repercusión en los modos de vida, la salud y el bienestar de las sociedades más humildes, el sur global, precisamente aquellas que, con diferencia, menos han contribuido a la desestabilización del clima. Según el último informe del IPCC, 3.500 millones de seres humanos viven en entornos altamente vulnerables al cambio climático. Una cuestión, en consecuencia, de justicia y equidad global que hace tan relevante el mencionado tema de pérdidas y daños.

La demanda de ayuda económica internacional por parte de esos países tiene lugar en un contexto de fuerte encarecimiento de la energía, que ha generado, según la Agencia Internacional de la Energía (WEO, 2022), ganancias de dos billones de dólares a las empresas de hidrocarburos (petróleo, gas y carbón) y a las eléctricas. Esos inmensos beneficios extraordinarios, resultado de la brutal invasión de Ucrania, así como del diseño de los respectivos mercados, deberían contribuir a paliar los efectos de una crisis climática provocada por las emisiones de dichos combustibles fósiles, así como a financiar buena parte de las políticas públicas dirigidas a aliviar las consecuencias de la inflación sobre familias y empresas. El shock de oferta derivado de la utilización de las exportaciones de petróleo y gas como vectores de poder al servicio del Kremlin y el consiguiente agravamiento de la mayor inflación de los últimos 40 años no lo pueden pagar en exclusiva las clases medias y trabajadoras ni las pequeñas y medianas empresas.

Lo que está en juego con una distribución de los costes que sea percibida como justa por la mayoría social no es sólo una cuestión económica. Asistimos a la tercera sacudida en los últimos 15 años, tras la Gran Recesión (2008-2012) y la contracción derivada de la pandemia de la covid (2020), y las costuras sociales de los países democráticos se encuentran tensionadas. El ascenso de los movimientos de la ultraderecha se ha alimentado en buena medida de ese descontento social subyacente. La solidez y perdurabilidad de nuestras democracias descansa finalmente en una sociedad que precisa sentir las instituciones democráticas como útiles para la defensa de sus intereses y de su calidad de vida. La experiencia de la covid ha demostrado que las instituciones públicas son cruciales para no dejar a nadie atrás. Una sociedad autopercibida como comunidad no es una jungla; en ella las personas se protegen unas a otras por medio de instituciones dirigidas a preservar el bien común. Y cuando la sociedad se encuentra cohesionada se vuelve resistente ante los embates derivados de las inevitables transformaciones tecnológicas, económicas, energéticas y geopolíticas del mundo contemporáneo. En ese suelo fértil es mucho más difícil que triunfen movimientos sociales y políticos insurgentes como los que protagonizaron el asalto a las instituciones constitucionales el 6 de enero de 2021 en la democracia más antigua del mundo. En otras palabras, las políticas distributivas son decisivas también para proteger y consolidar la democracia y sus instituciones.

La actual crisis energética global es, según la Agencia Internacional de la Energía, un parteaguas como lo fueron los shocks del petróleo en 1973 y 1979. Y ,frente a lo que algunas consideraciones simplistas se han apresurado a diagnosticar, la transición energética hacia el ahorro —imprescindible avanzar en sobriedad en nuestra forma de vida—, la eficiencia y las renovables no sólo no se va a detener, sino que se va a acelerar. Por primera vez en la historia contemporánea se alinean tres poderosas razones a favor de dicha transformación: la emergencia climática, los elevados costes relativos de las energías fósiles y la constatación de que depender de importaciones de petróleo y gas supone una vulnerabilidad estratégica que actores externos pueden manipular. Y la transformación hacia el ahorro y las renovables es la única opción capaz de responder satisfactoriamente a esa triple ecuación. En el camino existe sin duda el riesgo de las posiciones negacionistas y, sobre todo, de las “retardistas”, que sin negar el cambio climático cuestionan la compatibilidad de la acción climática con la prosperidad económica. Nada , sin embargo, más falso: en España la acción climática apoyada por los fondos europeos Next Generation supondrá la creación de miles de puestos de trabajo y situará a nuestro país en la vanguardia de la innovación. La respuesta a la emergencia climática es la lucha política y moral decisiva de nuestro tiempo, y la transición energética constituye el núcleo de su solución.

De Sharm el Sheij a Estocolmo, tras medio siglo de incansable lucha del ecologismo contemporáneo, el influjo de aquel dirigente visionario que fue Olof Palme sigue inspirando nuestro inquebrantable compromiso con los más vulnerables, con los jóvenes y con las generaciones venideras.

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