Convergència ha muerto, viva el trumpismo
Es inquietante la normalización de un discurso disolvente que no se alimenta de la nostalgia reaccionaria, sino de la energía negativa de una frustración no aceptada: la derrota del ‘procés’
El viernes a las cinco de la tarde terminó la consulta entre la militancia de Junts para decidir si su partido debía seguir o no en el Gobierno de la Generalitat. Hubiese sido un memorable guiño a la historia que los resultados se hubiesen dado a las 17.14, otra vuelta de tuerca a la autodestrucción del poder autonómico, pero se difundieron tres minutos después. Durante las horas previas, los periodistas mejor informados ya intuían que la apuesta de Carles Puigdemont y Laura Borràs sería la ganadora. Aunque a lo largo de la última semana los consejeros más solventes del Govern se multiplicaron para hacer campaña por el sí, la militancia desempató claramente. El 55,73% votó por el no y así mató a una de las dos almas del partido.
Al poco empezaban a llegar al despacho del president Aragonès cartas de renuncia de los consejeros de Junts. Con su rúbrica en el papel oficial no solo se quebraba la unidad gubernamental independentista, la excepcional mayoría del 52%. El viernes por la tarde seguramente ocurrió algo más relevante para el ciclo político que empieza ahora y que ya mira a las elecciones municipales. La firma de los consejeros también levantaba acta de defunción. A partir de ahora, el partido de orden que dio forma al autogobierno catalán será sucedido por otro cuyo primer objetivo es la desestabilización de la Generalitat. El viernes, definitivamente, murió Convergència Democràtica de Catalunya.
“Constatamos hoy que el Gobierno de Pere Aragonès es un Gobierno fracasado, un Gobierno que ha perdido la legitimidad democrática”. Así lo dijo Laura Borràs —presidenta de Junts, presidenta suspendida del Parlament— en rueda de prensa. Esta especialista en literatura comparada pronunció las palabras con la seguridad de quien asume a conciencia que está sintonizando el discurso del partido que preside con el de tantas fuerzas nacionalpopulistas que degradan la institucionalidad democrática desde dentro. Es inquietante la normalización de un discurso disolvente que, en Cataluña, no se alimenta de la nostalgia reaccionaria, sino de la energía negativa de una frustración no aceptada: la derrota del procés. Ese disolvente ha liquidado el afán constructivo de Convergència, que, de manera voluntariosa, a primera hora de la mañana defendía el consejero de Economía, Jaume Giró, al exponer en TV-3 cómo iban a ser los próximos presupuestos. Ya no. El viernes, sobre el cadáver del partido de gobierno creado en 1974 por Jordi Pujol se puso de largo la alternativa trumpista catalana: el partido que promete seguir soñando que las cosas podrían haber sido distintas en octubre de 2017, el partido que permite seguir viviendo en la mentira más bonita.
Sobrevivir con las contradicciones de esa mentira de la que fueron cómplices, sin reconocerla pero alejando a las instituciones de la unilateralidad, es la vía de Esquerra Republicana desde finales de 2017. El discurso de Pere Aragonès, sin olvidar el conflicto, fue coherente con su estrategia de ampliar el perímetro de la acción política del independentismo. “A la ciudadanía no se la sirve abandonando responsabilidades”, afirmó en su discurso en la Galería Gótica del Palau de la Generalitat. No es fácil estar a la altura de tanta solemnidad cuando el vodevil partidista degrada cada día las instituciones catalanas. Por ello, Aragonès, que lo sabe, interpeló sin nombrarlo al otro partido de gobierno que queda en Cataluña: “Nadie puede inhibirse”. Durante los próximos meses, Salvador Illa tampoco lo tendrá fácil.
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