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Columna
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20 años más 48 horas de chantaje al Govern

En la improbable hipótesis de que Esquerra ceda y se restituya al vicepresidente cesado por Aragonès, el acuerdo tampoco sería garantía de estabilidad ni siquiera a corto plazo

Concentración independentista en la noche del viernes en un instituto de Barcelona en el que se pusieron urnas el 1-O.
Concentración independentista en la noche del viernes en un instituto de Barcelona en el que se pusieron urnas el 1-O.Lorena Sopêna (Europa Press)
Jordi Amat

La cuenta atrás está a punto de terminar. Son instantes de eléctrica intensificación emocional. Adictivos para los espectadores del espectáculo de la política, cada vez más alejados de las preocupaciones de una ciudadanía harta, airada o frustrada. Da lo mismo. No puede vivirse eternamente en el lugar de memoria del 1 de Octubre, del que este sábado se cumplió un lustro. El recuerdo mítico del momento no oculta lo estructural: el desempoderamiento del autogobierno como consecuencia de la pugna por el menguante poder autonómico que mantienen Esquerra Republicana y lo que fue Convergència. Viene ocurriendo desde hace prácticamente dos décadas: la institucionalidad catalana ha sido instrumentalizada para desgastar al adversario. La cara de esta apuesta fue una de las claves del procés; la cruz sigue siendo la pérdida de autoridad de la Generalitat: de ser punta de lanza del Estado autonómico ha pasado a convertirse en una Administración que bloquea su potencialidad para impulsar el progreso de su sociedad.

Al fin ha ocurrido lo que advirtió Juan José Linz durante la Transición. Como otras buenas ideas, esta también me la chivó el historiador Nicolás Sesma. En un ejercicio de comparación útil para la España que fundaba modelo territorial para que el Estado fuese democrático, el politólogo Linz explicaba soluciones implementadas en países multilingües y multinacionales como el nuestro. Para articularlas se había demostrado más operativo que la minoría nacional estuviese representada por un único partido para hablar y pactar en su nombre. Si había dos que competían por ejercer dicha función, como ocurre en Cataluña desde que Esquerra dejó de ser secundario, chungo. “Es mucho más difícil cuando la representación de la minoría es asumida por distintos partidos en pugna, con intereses contrapuestos, dispuestos a cuestionar la lealtad a los objetivos nacionales de todo el que llegue a un compromiso”. Ha ocurrido exactamente así. Así nos va.

La degradación de esta semana es el resultado de una dinámica que desde hace algunos años funciona en base al chantaje patriótico y que en su origen se estrenó como una subasta para aparecer como el que daba más a la sociedad del catalanismo. Aunque en julio de este año ya contábamos con 850 libros sobre el procés, según índices bibliográficos solventes, diría que nadie ha propuesto esta fecha como su momento de activación. 12 de abril de 2005. Aquel día, Artur Mas, líder de la oposición, expuso en una rueda de prensa cuál era el texto del artículo 2 que su partido defendería en la ponencia parlamentaria donde se redactaba el nuevo Estatut. En base a los derechos históricos, descritos como fundamento del autogobierno, Cataluña podía ejercer el “derecho a decidir”. Las sesiones de la ponencia están grabadas. Podría descubrirse el instante en el que la subasta arrastró a Esquerra, el Govern tripartito perdió el control de la ponencia y el Estatut se soberanizó, disociándose de su viabilidad constitucional. Desde entonces, aceleración. Y luego el colapso. Y ahora el sainete, sin apenas público.

Si lo he comprendido, y confieso que tampoco estoy muy seguro, hoy termina el plazo de 48 horas que Junts le concedió a Pere Aragonès para negociar un acuerdo que permita zanjar la crisis de gobierno que se precipitó durante el debate de política general. Es improbable que esta renovación del acuerdo se produzca, porque forzaría el viraje de la estrategia de fondo del president y de un partido que está hasta el gorro de la deriva de un socio que a la vez es su principal oposición parlamentaria. Pero en la improbable hipótesis de que Esquerra ceda y se restituya al vicepresidente cesado, el acuerdo tampoco sería garantía de estabilidad ni a corto plazo: la dirección de Junts ha externalizado en la militancia la decisión de continuar o no en el Govern atendiendo a un mandato congresual. Así funciona un partido cuyos consejeros son responsables de asuntos tan irrelevantes como la salud o la justicia, el bienestar social, las universidades o la ejecución y elaboración del presupuesto que permite el funcionamiento del autogobierno. Así se desempodera la Generalitat.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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