10 años de ‘procés’: la herida abierta de Cataluña
El desafío independentista que puso en vilo a toda España echó a andar hace una década y explotó hace un lustro, pero sus efectos permanecen. EL PAÍS recorre los momentos cruciales de un viaje que acabó en incendio
Hace ahora diez años arrancó en Cataluña la mayor operación contra el orden constitucional democrático desde el golpe del 23-F: el procés independentista, una mezcla de movimiento popular y construcción política comandada paradójicamente contra el Estado desde una institución del Estado —la Generalitat— y que llegó a tener en vilo a toda España. Una década después, con algunos de los líderes de aquella operación condenados —e indultados por el Gobierno tras pasar más de tres años en prisión— y el resto huidos de la justicia, el pulso ha cesado, aunque la apuesta soberanista sigue presente en buena parte de la sociedad catalana y sus instituciones continúan amagando con la desobediencia a los tribunales. Mientras, el Gobierno de PSOE-Unidas Podemos y la Generalitat tratan de dar forma a una mesa de diálogo sobre lo que han acordado en llamar “conflicto político”. Este es un recorrido por esos 10 años de fiebre nacionalista que dejaron Cataluña partida en dos.
TENSIÓN POLÍTICA
Antes del salto al vacío
el pacto fiscal
El procés fue lanzado oficialmente por el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, el 20 de septiembre de 2012. Ese día Mas llega a La Moncloa para plantear al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, una exigencia que tiene un aire de ultimátum: el “pacto fiscal”, un modelo de financiación especial para Cataluña similar al concierto vasco y navarro. Rajoy se niega. Nada más salir de la reunión, Artur Mas dice en rueda de prensa: “No tiene sentido obcecarse en un camino que está cerrado. Constatando que esto no ha ido bien, sería un error insistir. Cataluña tiene que hacer una profunda reflexión y tomar decisiones”. Una semana después convoca elecciones; y, el 27 de septiembre, el Parlament acuerda celebrar una “consulta” soberanista en la legislatura siguiente. Lo que en ese momento se bautiza como “el derecho a decidir”. Mas anuncia: “Primero hay que intentarlo de acuerdo con las leyes, y, si no se puede, hacerlo igualmente”. El camino rupturista del procés está abierto.
El contexto inmediato en el que la Convergència de Artur Mas decide tomar ese camino es el de una brutal crisis económica que había llevado a la Generalitat a aplicar profundos recortes sociales (contestados en la calle con protestas incesantes) y a acudir finalmente al Estado para recibir un rescate de 5.000 millones (acababa de hacerlo, tres semanas antes de la reunión con Rajoy). En paralelo, los casos de corrupción del partido hegemónico de Cataluña comenzaban a convertirse en causas judiciales.
Las Diadas multitudinarias
Presión en la calle
Nueve días antes de la reunión entre el presidente del Gobierno y el de la Generalitat, el 11 de septiembre de 2012, se produce la primera Diada multitudinaria de la serie de Diadas multitudinarias del procés. Fueron ocho grandes manifestaciones en total, entre 2012 y 2019, con múltiples formatos escenográficos pero una constante: la enorme afluencia de personas (especialmente hasta 2017) y su carácter netamente independentista. Y la de 2012 es la fundamental, no sólo por su alcance —de una marcha que en años anteriores había convocado a unos pocos miles de personas se pasa ese día a 600.000 según los cálculos de EL PAÍS; millón y medio, según la Guardia Urbana— sino por lo que tiene de inesperada. Una explosión independentista en toda regla.
A la manifestación asiste el Gobierno catalán casi en pleno. Mas no acude por decoro institucional, aunque la respalda públicamente y la usa como amenaza: “Si no hay acuerdo [sobre el pacto fiscal], el camino de Cataluña hacia la libertad está abierto”. La principal organizadora es la Asamblea Nacional Catalana (ANC), una asociación creada apenas seis meses antes y encabezada por una aún desconocida Carme Forcadell. La ANC y Òmnium se convertirían en los años siguientes en los principales movilizadores del procés en la calle, de forma concertada —según sentenció el Supremo— con el Gobierno de la Generalitat. Sus manifestaciones derivarían en 2017 en tumulto; sus líderes acabaron en prisión.
Cataluña, soberana
Arranca la larga batalla con el Constitucional
Las elecciones de noviembre de 2012 visten de independentista la tradicional mayoría nacionalista del Parlament, y en enero de 2013 esa mayoría aprueba una resolución que otorga al “pueblo de Cataluña” la condición de “sujeto político y jurídico soberano”. No era ni mucho menos la primera vez que la Cámara autonómica proclamaba para sí (con distintas fórmulas) una soberanía diferenciada de la del conjunto de los españoles. Pero el contexto ha cambiado en 2013, la amenaza es real, y el Gobierno de Rajoy impugna la resolución ante el Tribunal Constitucional, que la anularía un año más tarde. Es el inicio de un rosario de sucesivas resoluciones y decretos anulados por el tribunal ante la indiferencia de la Generalitat: la batalla de la desobediencia, que se prolonga durante años sin consecuencias penales hasta que ya en 2017, en la fase final de sprint hacia el referéndum del 1-O, da lugar a una catarata de advertencias a los principales dirigentes del Govern y el Parlament. Carles Puigdemont se haría fotografiar junto a las notificaciones desatendidas del Constitucional y esta frase: “No dejaremos de ir adelante”.
En sus respuestas al desafío independentista, el Constitucional siempre argumentó lo mismo: que la soberanía no se puede despiezar, porque es “de todo el pueblo español”; y que quien quiera cambiar eso puede intentarlo, pero por el cauce debido —proponiendo una reforma de la Constitución—, no a través de una “inaceptable vía de hecho” para alterar las reglas de juego de toda la ciudadanía por la puerta de atrás.
La consulta del 9-N
El Gobierno decide mirar hacia otro lado
Apoyándose en esa declaración de soberanía, Artur Mas anuncia a finales de 2013 que el 9 de noviembre de 2014 se celebrará en Cataluña una consulta de autodeterminación. El mismo día del anuncio, Rajoy comparece para afirmar: “Esa consulta es inconstitucional y no se va a celebrar. Les garantizo que no se celebrará”. Pero se celebra. La Generalitat —aunque en el último momento la deja en manos de voluntarios y le resta carácter vinculante— se pasa un año entero preparándola en todos sus detalles, y el Gobierno a cada paso responde lo mismo: “No se celebrará”. Hasta que, cuatro días antes de la fecha de la consulta, y cuando el Tribunal Constitucional ya ha ordenado su suspensión, el ministro de Justicia, Rafael Catalá, afirma por sorpresa en rueda de prensa que no se va a impedir un “ejercicio de libertad de expresión” de la ciudadanía, siempre y cuando la Generalitat, como institución, no promueva directamente la votación, algo que en realidad lleva un año haciendo.
El 9-N votan, según sus organizadores, 2,3 millones de personas (un tercio del censo) y gana el sí con un 80,7%. La Cataluña independentista se vuelca en su consulta, pero la mayoría de la población la ignora, y con ese dato en la mano Rajoy concluye: “No ha habido consulta, fue un simulacro, un profundo fracaso del proyecto independentista”. El 9-N —que deja imágenes como las de Artur Mas, el heredero político de Jordi Pujol, fundido en un abrazo con David Fernández, de la antisistema CUP— es el embrión del referéndum que, este sí con carácter vinculante, culminará el salto al vacío tres años después: el 1-O. Por el camino, en julio de ese año 2014, Jordi Pujol, padre de la patria, ha confesado su fraude fiscal.
El órdago
18 meses para la secesión
Artur Mas se sube a lomos del resultado del 9-N para anunciar, en enero de 2015, que vuelve a adelantar las elecciones y que estas serán un “plebiscito” sobre la independencia. Pero no pone fecha para ya, sino a nueve meses vista —el 27 de septiembre—, así que todo ese año es una larguísima precampaña con un único asunto de debate: independencia sí o no. A esos comicios concurrirán por primera vez en una lista única, Junts pel Sí, dos partidos antaño irreconciliables: Convergència y ERC. Artur Mas y Oriol Junqueras. Si ganan, prometen, materializarán una “hoja de ruta” que supone declarar la independencia de Cataluña en 18 meses. Ese compromiso relevantísimo se adquiere en un texto de folio y medio firmado por ambos y por los líderes de la ANC y Òmnium. Su primera víctima es CiU: Unió salta del barco y certifica el fin de la histórica coalición gobernante catalana.
El independentismo gana esas elecciones “plebiscitarias” en número de escaños, pero no en votos. Aun así, Mas y Junqueras consideran que el resultado los legitima para poner en marcha su hoja de ruta, y lo hacen. El 9 de noviembre de 2015, el Parlament aprueba una resolución de ruptura abierta que declara el “inicio del proceso de creación del Estado catalán independiente”, insta a desobedecer al resto de instituciones españolas (empezando por el Constitucional) y conmina a la Generalitat a cumplir sólo las leyes emanadas de la Cámara autonómica.
Artur Mas, impulsor durante tres años de todo este atropellado plan, es acto seguido arrollado por él. La CUP tiene la llave de la mayoría y pone como condición que Mas —encarnación a sus ojos, pese a todo, de la Convergència corrupta y burguesa de los recortes sociales— no revalide el cargo. En su lugar es investido alguien que, al contrario que aquel, no es independentista de nueva hornada sino irreductible y desde siempre: Carles Puigdemont. “Hemos enviado a Mas a la papelera de la historia”, escribe la CUP en el epitafio político del arquitecto del procés.
Drama en el Parlament
Las leyes de ruptura
La Generalitat ha emprendido la marcha hacia la prometida independencia exprés, y ya está volcada, dicen en aquellos días sus dirigentes, en levantar las “estructuras de Estado”. En su discurso, el referéndum es “pantalla pasada”, algo ya superado con la victoria electoral de 2015. Y, sin embargo, según se va consumiendo el plazo de los 18 meses, la promesa de otra votación vuelve a estar sobre la mesa. “O referéndum o referéndum”, anuncia Puigdemont para salvar la moción de confianza de septiembre de 2016, y todo el independentismo se pone de nuevo a ello. Destino: 1 de octubre de 2017.
En los meses siguientes se da a conocer el grueso del contenido de la Ley del Referéndum (que no fija un mínimo de participación y establece que con un solo voto más a favor que en contra se considerará ganado) y de la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República. En esta se anuncia, entre otras cosas, que ninguna decisión de la asamblea constituyente podrá ser impugnada; se entrega a la Generalitat la titularidad de los bienes del Estado; y se pone a los jueces bajo control del poder político. Una ley que el Gobierno de Rajoy califica como “propia de un régimen autocrático”, sin poder frenarla.
Ambas normas son aprobadas por el rodillo independentista en las frenéticas sesiones del 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlament: un punto de no retorno en el procés y un shock para la oposición catalana y particularmente para los grupos de izquierda, que hasta entonces han tratado de hacer equilibrios ante el fenómeno soberanista. Todas las máscaras, si alguna quedaba, caen esos dos días: no hay espacio en las instituciones catalanas para quienes no se suban al barco de la ruptura. Las leyes que dictan la secesión son publicadas minutos antes de su debate, sin tiempo para presentar enmiendas ni debatir nada, las advertencias de los propios letrados del Parlament son ignoradas y los diputados de la oposición terminan con los brazos en alto, suplicando a Forcadell —presidenta de la Cámara—, mirándose unos a otros sin creer que lo inconcebible está ocurriendo. Pero ocurre, y el barco pone rumbo al 1-O sin mirar atrás.
El pánico del mes de octubre
Fracaso y afirmación del Estado
En ese momento, el Estado tiene menos de un mes para intentar evitar la demolición del orden constitucional en Cataluña. “Empieza el mambo”, resume la CUP. La Fiscalía se querella contra el Govern y la Mesa del Parlament y cita como imputados a cientos de alcaldes, mientras Policía y Guardia Civil, en una carrera contra el reloj, buscan urnas y papeletas para impedir el referéndum. Hacienda interviene el presupuesto de la Generalitat para evitar el desvío de fondos. A partir del 20 de septiembre —según relató dos años más tarde el Tribunal Supremo— el desafío institucional se convierte en tumulto social y la violencia hace acto de presencia: la principal estampa de esa deriva (no la única) es la concentración de 40.000 personas para protestar contra el registro judicial de la Consejería de Economía, que acaba con la secretaria del juzgado saliendo por la azotea. La Generalitat, concluyó el Supremo, alentó deliberadamente esos días entre los catalanes un sentimiento de agravio y hostilidad que derivó en “movilización sediciosa”. El 28 de septiembre, los mandos de los Mossos avisan al Govern de que temen una explosión de violencia entre policías y votantes el 1-O. Puigdemont decide seguir adelante.
Llega así el 1 de octubre y el desastre para el Estado. Las urnas, el santo grial buscado durante semanas por los servicios secretos, aparecen en los colegios, listas para la votación. Una juez ha ordenado a las fuerzas de seguridad adoptar “todas aquellas medidas que impidan la consecución del referéndum, sin afectar la normal convivencia ciudadana”. Ante esa instrucción, los Mossos, mayoritariamente, se inhiben o se retiran de los colegios, y policías y guardias civiles cargan en varios momentos contra las personas que, a las puertas de los centros, intentan bloquearles el paso. El referéndum se celebra: vota menos gente que el 9-N, el sí a la independencia arrasa y el Govern convierte el resultado en “mandato”.
España se sume entonces en una mezcla de pánico y desconcierto. Cientos de empresas abandonan atropelladamente Cataluña para instalarse en otras comunidades. El día 3, mientras grupos de independentistas cercan los hoteles en varios municipios para exigir —y conseguir— la expulsión de los policías antidisturbios, el Rey comparece para reclamar a “los legítimos poderes del Estado” la restauración del orden constitucional. La aplicación del artículo 155 de la Constitución está en boca de todos, pero no llega. El día 8, cientos de miles de personas salen a la calle en Barcelona para defender la Constitución y la unidad de España, la manifestación antisoberanista más grande vista nunca en Cataluña. El 10, Puigdemont, desde la tribuna del Parlament, declara la independencia e, inmediatamente, deja en suspenso sus “efectos”. Todo es tan confuso que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, envía sendas cartas al president pidiéndole que aclare si ha declarado la independencia o no. Si la respuesta es no, viene a decir Rajoy ante las cámaras, no habrá consecuencias. Pero Puigdemont responde con evasivas y el 27 de octubre, después de tres días de infarto, el Parlament vota la declaración de independencia definitiva. Justo a continuación el Gobierno, avalado por el Senado y con el apoyo del PSOE, activa el 155 e interviene la autonomía de Cataluña. La fiebre ha llegado a su pico y queda lo más difícil: la bajada.
Juzgados y prófugos
El fin de la quimera
Oriol Junqueras, cinco consejeros del Govern y la presidenta del Parlament fueron enviados a prisión por una juez de la Audiencia Nacional tras ser destituidos del cargo (los líderes de la ANC y Òmnium habían corrido el mismo destino semanas antes). Todos serían juzgados año y medio después por el Supremo y condenados a penas de entre nueve y 13 años por sedición (cuatro de ellos, también por malversación). Pasaron, en total, entre 39 y 44 meses en la cárcel, hasta que fueron indultados por el Gobierno de Pedro Sánchez. El president Puigdemont y tres consejeros, por el contrario, huyeron a Bélgica y allí permanecen cinco años después, prófugos (una cuarta consejera huida regresó hace un año). El Tribunal Supremo lleva desde entonces enfrascado en una batalla con la justicia belga para conseguir su entrega, que deberá ser resuelta por el Tribunal de Justicia de la UE.
En su sentencia, dictada el 14 de octubre de 2019, el Supremo llegó a la conclusión de que el procés no había ido en serio. Los acusados, dijeron los jueces, habían engañado al pueblo catalán enarbolando una “quimera” que sabían imposible —la independencia de Cataluña— y confiando en que, en el último momento, el Estado cedería a la presión y negociaría un referéndum. Por el camino habían pulverizado, eso sí, todo el ordenamiento legal. Durante el juicio, ninguno de los principales acusados se retractó de nada. Jordi Cuixart dijo algo que repetirían más adelante varios de ellos: “Lo volveremos a hacer”.
El riesgo de recidiva
Un agitador al mando
Los dos años que van desde la aplicación del 155 a la sentencia del Supremo muestran la dificultad de gestionar el día después de esa “ensoñación” colectiva que, según el tribunal, fue el procés. Los independentistas decepcionados eran miles, y muchos no estaban dispuestos a renunciar a aquello por lo que llevaban años trabajando. Las elecciones de diciembre de 2017, convocadas por Rajoy, habían arrojado la victoria histórica de un partido creado expresamente para combatir al nacionalismo catalán, Ciudadanos, pero la mayoría parlamentaria siguió en manos del independentismo, que invistió en 2018 a un presidente con una larga trayectoria de escritos supremacistas y antiespañoles: Quim Torra. Un convencido que declaró su pleitesía al fugado Puigdemont y prometió no aflojar en el plan separatista. Su desafío se ciñó al ámbito de la retórica y la apropiación partidista de las instituciones —el espacio público fue inundado con el símbolo independentista del lazo amarillo—, y a la postre le costaría la inhabilitación por desobediencia.
Pero la retórica de Torra tuvo otras consecuencias. La furia de un sector del independentismo, organizada en torno a los comités de defensa de la república (CDR) que habían sido alentados por el president (“apretáis, y hacéis bien en apretar”), degeneró en 2018 en un intento de asalto al Parlament, repelido por los Mossos. Ese fue el primer aviso: la amenaza de recidiva estaba ahí, latente. La constatación llegaría en octubre de 2019, tras la sentencia del Supremo, cuando las calles de Barcelona se incendiaron con violentos disturbios que duraron una semana y pusieron en jaque al Gobierno de Pedro Sánchez.
El Estado pasa página
Indultos y mesa de diálogo
El procés, entendido como una operación de desmontaje del edificio constitucional por parte de las instituciones de Cataluña, murió cuando pasó del ámbito político al de las consecuencias: el penal. Pero el pulso permanente al Estado, ahora de baja intensidad y con los partidos independentistas enfrentados entre sí, continúa vivo. “Gracias a lo que hicimos”, resumió Junqueras en una entrevista a EL PAÍS en enero de 2020, “nos hemos ganado el derecho a repetirlo”. A Torra lo sustituyó Pere Aragonès, que encarna la actual apuesta pragmatica de su partido, ERC: la vía rupturista no se descarta para un futuro sin fecha, pero en el presente se aboga por un indefinido “diálogo con el Estado”. Un camino compartido por el Gobierno de PSOE y Unidas Podemos, que en 2021 indultó a los nueve presos del procés “por utilidad pública” y creó una mesa de diálogo sobre el “conflicto político” catalán, sin definirlo tampoco. ERC es un aliado parlamentario imprescindible. La mesa avanza a trompicones y, en paralelo, el Govern mantiene su desafío, a veces retórico, a veces no. La negativa a aplicar las sentencias que obligan a impartir un mínimo de asignaturas en castellano en las escuelas —negativa aceptada en la práctica por el Ejecutivo central— es el último episodio. Diez años después, el órdago de Artur Mas es historia, pero sigue agazapado en los discursos oficiales.