El vía crucis europeo de Llarena
La decisión de Italia de frenar la entrega de Carles Puigdemont alarga la batalla del instructor del Supremo para conseguir traer a España al expresidente catalán
El 31 de octubre de 2017, cuando el juez Pablo Llarena fue nombrado instructor del procés en el Tribunal Supremo, Carles Puigdemont llevaba ya 24 horas en Bélgica. El magistrado difícilmente podía imaginar hasta qué punto aquella espantada del expresidente catalán (cuando se fue no había formalmente fuga porque la justicia todavía no lo perseguía) iba a lastrar la causa de la que se acababa de hacer cargo. Llarena tardó menos de un año en sentar en el banquillo a los líderes independentistas que se quedaron en España, pero de los cuatro intentando conseguir la entrega de Puigdemont solo ha obtenido fracasos. La detención del expresident en Cerdeña el 23 de septiembre ha abierto una nueva puerta, aunque en el entorno del instructor se ha extendido la impresión —para algunos la certeza— de que el exdirigente catalán le ha colocado un cebo que a Llarena no le quedaba más remedio que picar.
Puigdemont y Llarena mantienen desde hace cuatro años un duelo de estrategia judicial en el que, por ahora, arrasa el expresidente catalán. Las fuentes jurídicas y fiscales consultadas sostienen que el juez ha ido dando en cada momento los pasos que le tocaba dar. Pero Puigdemont jugaba con la ventaja de una huida meditada a un país con un historial de mala cooperación judicial con España y que se sabía que iba a ser reticente a entregarle por el delito de rebelión, el que vertebraba la querella que la Fiscalía General del Estado anunció cuando el expresident todavía no se había ido y presentó cuando ya lo había hecho. La querella por ese delito fue el primer movimiento de la estrategia judicial de España y la marcha a Bélgica fue la respuesta de Puigdemont a esa jugada.
La investigación por rebelión permitió a Llarena centralizar la causa en el alto tribunal y encarcelar preventivamente a los principales encausados, lo que, en pleno desafío secesionista, acabó siendo clave para neutralizar política y jurídicamente a gran parte de la cúpula independentista. Pero cuando Llarena asumió la apuesta de la Fiscalía por la rebelión y tomó las riendas de la actuación judicial contra los líderes del procés (hasta entonces dividida entre la Audiencia Nacional y el Supremo), el instructor no había podido comprobar aún hasta qué punto el control del caso se le había ido de las manos con la marcha de Puigdemont y los que huyeron con él (los exconsejeros Toni Comín, Clara Ponsatí, Lluís Puig y Meritxell Serret). La causa ya no dependía solo del alto tribunal. El futuro del expresidente catalán estaba en manos de tribunales de otros países (primero solo Bélgica, y luego también de Alemania y, ahora, Italia) algunos de ellos dispuestos a examinar la actuación del juez español asumiendo ese papel de segunda instancia que el procedimiento esquivaría en España al concentrarse en el alto tribunal, cuyas decisiones no admiten recurso.
El entorno de Puigdemont y casi la totalidad del independentismo caricaturizan a Llarena como un juez poco hábil, que se empeña en perpetuar su particular cruzada contra el expresident aun sabiendo que ningún país europeo se lo va a entregar. Los fiscales del procés apoyan su trabajo. “Aquí hay un delito grave del que Puigdemont es presuntamente el máximo responsable, por lo que lo obligado es intentar detenerlo y ponerlo a disposición de la justicia española”, señala uno de los miembros del ministerio público a cargo de la investigación contra los líderes independentistas. “Estamos haciendo lo que hay que hacer, a lo que nos obliga la ley. Lo contrario sería prevaricar”.
Tanto en el tribunal como en la Fiscalía del Supremo se incide estos días en que, aunque las batallas dadas por el instructor en Europa se cuentan por derrotas, cada casuística es distinta. Insisten en desmontar esa imagen, que trata de transmitir el entorno de Puigdemont, de que existe una especie de cordón sanitario europeo contra las peticiones del instructor. Más que intentar atravesar un muro infranqueable, a Llarena le ha tocado recorrer un vía crucis de país en país siguiendo los movimientos del expresidente catalán sin saber qué estación será la siguiente y si algún día obtendrá recompensa. El rechazo de Bélgica era previsible porque este país históricamente se ha negado a colaborar con la justicia española para entregar, incluso, a terroristas acusados de crímenes de sangre. “Con Bélgica no nos iba a salir bien, eso ya lo sabíamos. Por eso se fue Puigdemont allí”, señala un fiscal.
La respuesta de Alemania dolió más. La detención del expresidente en el Estado de Schleswig-Holstein, al norte del país, el 25 de marzo de 2018, disparó la euforia de Llarena, la Fiscalía y el Gobierno de Mariano Rajoy, que prácticamente dio por finalizada la huida europea del líder independentista. Pero cuando cuatro meses después, la justicia alemana aceptó la entrega por malversación, pero no por rebelión, se desmoronó para el Supremo la posibilidad de sentar a Puigdemont en el mismo banquillo que ya enfilaban Oriol Junqueras y el resto de encausados que se habían quedado en España. “Alemania aplicó de forma irregular los acuerdos europeos”, rememora un fiscal del procés. “Entró a valorar el fondo del tema, a juzgar los hechos de los que acusábamos, y eso está expresamente prohibido en la decisión marco que regula la euroorden”.
La decisión de Alemania “destrozó” al instructor español, señalan en su entorno. Aunque había tenido tiempo para prepararse porque las pistas que llegaban desde el tribunal germano indicaban que se iba a rechazar su petición, costó digerir la lectura de la resolución judicial, en la que se cuestionaban los pilares de su instrucción. Llarena optó entonces por levantar las órdenes de detención europeas contra los huidos y esperar a que el Supremo juzgara y sentenciara a los que habían permanecido en España. La espera duró 15 meses, durante los cuales el expresident pudo moverse por Europa sin temor a ser arrestado salvo que pisara suelo español. El 14 de octubre de 2019, cuatro horas después de que el alto tribunal comunicara las condenas por sedición, el instructor activó una euroorden por ese delito contra Puigdemont.
Esta es la orden que se mantiene activa en la actualidad y que el pasado 23 de septiembre propició el arresto del expresidente catalán cuando aterrizó en el aeropuerto de Cerdeña. En el entorno del juez sospechan que Puigdemont viajó a Italia sabiendo —y creen que casi buscando— que podía ser detenido. La suspensión de la tramitación de la entrega acordada por la justicia de ese país deja la puerta abierta a que el proceso se retome dentro de unos meses, pero el Supremo no es optimista. Augura que el expresident no estará entonces a disposición de Italia y el proceso quedará en vía muerta. El ministerio público comparte este temor, pero saca una lectura optimista: “Para Italia los hechos encajan en su rebelión, en el delito contra de atentado contra el Estado”, señala un fiscal del procés en referencia a la resolución dictada por el Tribunal de Apelación de Sassari para parar el procedimiento. “Italia nos lo podría entregar, pero no lo va a tener allí”, lamenta.
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