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Cataluña encara su Diada más fracturada tras el desgaste de una década de ‘procés’

La manifestación de este domingo medirá el divorcio entre el independentismo en la calle y los partidos y la búsqueda de nuevos rumbos de la sociedad catalana

La ANC despliega una estelada en la plaza Sant Jaume, en el centro de Barcelona, para promover la participación en la Diada.
La ANC despliega una estelada en la plaza Sant Jaume, en el centro de Barcelona, para promover la participación en la Diada.ANC (ANC)

El proceso independentista en Cataluña, el procés, se desinfla. Al menos, tal y como se ha manifestado durante la última década. Pero no lo hacen ni las reivindicaciones ni los problemas irresueltos que hicieron decantarse a una parte significativa de los catalanes por esa opción o los que afloraron con él a partir de 2012. Tras años de confrontación, la sociedad catalana explora nuevos rumbos, aunque la vía soberanista no ha sido ni mucho menos enterrada. La tensión social ha disminuido, el independentismo mantiene la mayoría política pese a innumerables desacuerdos y la incierta vía del diálogo intenta abrirse paso pese a la fragilidad política que la sustenta. Este domingo, como cada 11 de septiembre desde hace 10 años, la manifestación multitudinaria que organiza la Assemblea Nacional Catalana (ANC) servirá para tomarle el pulso al secesionismo y la gravedad del supuesto abismo entre los partidos políticos y los ciudadanos que quieren el Estado propio.

El nudo gordiano de la “desjudicialización”

El juicio, condena y encarcelamiento de nueve de los líderes del referéndum del 1-O (que el Tribunal Constitucional determinó ilegal) desembocó en 2019 en una oleada de protestas en las calles de Cataluña y en un clima de tensión política que solo se aplacó cuando el Gobierno les concedió el indulto en 2021. Pero el frente judicial sigue abierto. Con el expresident Carles Puigdemont a la cabeza, los cinco dirigentes que permanecen huidos de la justicia española (en Bélgica y Suiza) son un dolor de cabeza que ni siquiera puede remediar la pretendida “desjudicialización” impulsada —sin aclarar en qué consistiría— por la mesa de diálogo entre los Ejecutivos de Pedro Sánchez y Pere Aragonès.

La justicia sigue su propio curso y una eventual entrega de Puigdemont a España solo conduciría, de entrada, a su enjuiciamiento, aunque más adelante pudiera ser beneficiario de un indulto o de una rebaja de las penas, si se reformara el delito de sedición, que ERC ubica dentro de esa desjudicialización.

Como el expresident, la secretaria general de Esquerra, Marta Rovira, sigue huida: está procesada por rebelión y su regreso ahora le supondría ingresar en prisión preventiva. Otros autoproclamados “exiliados” han asomado la cabeza, como la exconsejera de Agricultura Meritxell Serret (que regresó hace un año) o la exdiputada de la CUP, Anna Gabriel, (que se presentó ante el Supremo el pasado julio). Ellas solo se enfrentan a posibles penas de inhabilitación, al estar procesadas por desobediencia.

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El panorama judicial no parece más despejado en Cataluña, sobre todo para decenas de cargos y ex cargos públicos, tanto de Junts como de ERC, que participaron en el pulso del otoño de 2017. Dos pesos pesados de los republicanos que fueron claves en la organización del 1-O, Josep Maria Jové y Lluís Salvadó, han sido procesados por malversación, desobediencia y revelación de secretos y, por su condición de diputados, pronto serán juzgados por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Por los mismos hechos, pero en un juzgado ordinario, permanecen investigados una treintena de cargos públicos y empresarios, acusados también de delitos que conllevan penas de prisión. Está vivo, además, el proceso por desobediencia contra el expresidente del Parlament, Roger Torrent, y tres exmiembros de la Mesa de la Cámara por permitir la tramitación, en 2019, de una resolución sobre el procés y otra sobre la monarquía.

Fuera del ámbito penal, el Tribunal de Cuentas mantiene abierto el proceso por el uso de dinero público para promover el plan independentista en el extranjero. Aquí nadie se juega la libertad, pero sí el patrimonio. La Fiscalía pide a 35 altos cargos —incluidos Puigdemont y el exvicepresident Oriol Junqueras— que paguen 3,4 millones de euros, una demanda que está muy por debajo de lo que reclamaba inicialmente la instructora del procedimiento contable (nueve millones). Parte de esos contratos y subvenciones públicas han dado lugar a otra causa penal que sigue viva (en el Juzgado de Instrucción 18 de Barcelona) y mantiene investigados, entre otros, al exconsejero de Acción Exterior, Raül Romeva.

La hegemonía política en el ‘posprocés’

El discurso soberanista monopolizó durante mucho tiempo el debate político y social y, una vez la normalidad institucional se abre camino, emergen con fuerza problemas crónicos en Cataluña como la falta de inversión (el Estado incumple desde 2013 el 33% de las inversiones prometidas, según la patronal Foment del Treball), los problemas en la red de Cercanías (un fallo informático suspendió por dos horas y media todo el sistema el viernes) o la crisis del personal de la Educación.

El debate sobre cómo armonizar la aspiración a la independencia y la gestión del día a día es lo que ha marcado el posprocés entre los partidos soberanistas. Mientras que Junts insiste en ahondar en la confrontación con el Estado, ERC dedica todos los esfuerzos en agotar la vía del diálogo. Ambos comparten el objetivo —la independencia—, pero han sido incapaces de llegar a algún tipo de acción coordinada para alcanzarlo. En el fondo radica la lucha por la hegemonía política, un enfrentamiento que tendrá en las próximas elecciones municipales una nueva contienda.

En las autonómicas de 2021, el PSC logró la victoria, pero el bloque independentista sumó mayoría tanto en escaños como en votos (52%). En las encuestas que publica periódicamente la Generalitat, la opción de un Estado independiente sigue siendo la que más apoyos recoge (34%), frente a las vías federalista, regionalista o autonomista. Pero, cuando se pregunta directamente si el encuestado apoyaría la independencia en un eventual referéndum, el “sí” sube hasta el 41%. Ese porcentaje ha ido disminuyendo paulatinamente tras alcanzar su pico máximo del 49% en octubre de 2017. En el último barómetro de junio de este año, un 52% rechazaba la secesión, la cifra más alta desde que en 2015 se incluyó la pregunta.

La polarización también ha perdido terreno en el Parlament. Tras años de dominio de una política de bloques, que había paralizado la renovación de órganos clave como la dirección de TV3 o el Síndic de Greuges, los independentistas se han abierto a que el PSC participe de esos grandes pactos. Eso sí, lo mantienen fuera del pacto presupuestario.

La desobediencia retórica

El rechazo a acatar las decisiones de los tribunales fue uno de los signos primigenios del procés. El expresidente Artur Mas siguió adelante con la consulta del 9-N de 2014 a pesar de la suspensión dictada por el Tribunal Constitucional, y acabó condenado por desobediencia. La inhabilitación, seis años después, del president Quim Torra —por negarse a retirar símbolos independentistas de la fachada de la Generalitat en plena campaña electoral— marcó el inicio del fin de la desobediencia como estrategia política, que había tenido su culmen en el referéndum ilegal del 1-O de 2017. La renuencia a acatar las normas ha seguido presente, pero más en los discursos que en las acciones. Conscientes de que la inhabilitación llama a la puerta, los dirigentes han evitado una desobediencia abierta. Ni siquiera la presidenta del Parlament, Laura Borràs, abanderada de la retórica más beligerante, se opuso a cumplir la resolución que obligaba al exdiputado de la CUP Pau Juvillà a abandonar su escaño. La confirmación de la sentencia que obliga a impartir un 25% de castellano en las aulas fue una nueva muestra de desobediencia de salón: el Govern subrayó que no pensaba cumplir la sentencia, pero optó por una tercera vía: aprobar una nueva ley para impedir así la aplicación del fallo, pues no encajaba en el nuevo marco legislativo.

La gincana del diálogo

Spain, sit and talk” (España, siéntate y habla) fue uno de los mensajes del llamado Tsunami Democrático, el movimiento que coordinó parte de las protestas a la sentencia del Supremo. El Camp Nou llegó a gritar la consigna en el clásico de diciembre de 2019. Ese nivel de entusiasmo, sin embargo, nunca ha acompañado la mesa de diálogo que pactaron el PSOE y ERC al año siguiente. Una fórmula sin arraigo jurídico y que se ha convertido en una verdadera gincana. La exigencia del Ejecutivo catalán es la celebración de un referéndum pactado y una amnistía para los que llama “represaliados”. Dos planteamientos a los que el Gobierno de Sánchez responde con su “agenda para el reencuentro”: una lista de 41 reivindicaciones históricas del Govern que se abre a negociar y cuyo balance, de entrada, no parece muy prometedor.

Las críticas a la mesa no cesan. En Junts la ningunearon desde un principio y, si bien dicen —con la boca pequeña— que hay que darle una oportunidad al diálogo, creen que ERC lo pervierte al garantizar la gobernabilidad en el Congreso. De hecho, no participan. Al mismo tiempo, en Madrid, PP, Vox y Cs ven ese foro como el peaje del líder socialista para mantenerse en el poder. O una manera más para dar supuestos privilegios a Cataluña.

Tras el primer encuentro en La Moncloa en febrero de 2020 entre Sánchez y Torra, la mesa se ha visto sucesivamente paralizada por la pandemia, la erupción del volcán de La Palma, el calendario electoral, el caso Pegasus —Aragonès era uno de los espiados por orden judicial— y la dificultad material de mostrar algún acuerdo significativo. Bajo el mandato del republicano se han celebrado dos reuniones.

El único fruto palpable de este diálogo, además de la rebaja de la tensión política, es la decisión del Gobierno de no recurrir la ley de lenguas del Parlament, que hace imposible —al menos hasta que se pronuncie el Constitucional— aplicar la sentencia sobre el 25% de castellano en las aulas. Por lo demás, ambas partes saben que el crédito de la foto conjunta no es eterno y que, para una carrera de fondo, el escollo del año electoral que viene es altamente problemático.

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