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columna
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Huérfanos, extraviados y rabiosos

Las parcas se están llevando estos meses a muchas personas, próximas y lejanas, que te enseñaron a vivir y te ayudaron a entender el mundo

Javier Marías, en 1996.
Javier Marías, en 1996.Gustau Nacarino
José Andrés Rojo

¡Malditas estas parcas que llevan unos meses con las guadañas altas y el pulso firme! Ya avisaron de sus propósitos cuando se llevaron a finales del año pasado a Almudena Grandes, pero no han parado desde entonces, como si les urgiera dar a través de señales desgarradoras un aviso rotundo e inapelable, que un mundo se está acabando, que estamos ya en otra onda. Desde marzo, por no ir muy allá, se han ido John H. Elliott, Mario Muchnik, Juan Diego, Teresa Berganza, Chete Lera, Ouka Leele, Ray Liotta, Paula Rego, José Luis Balbín, Peter Brook, José Guirao, Manolo Sanlúcar, Javier Marías, William Klein, Jean-Luc Godard. Quizá parecen más lejanos Mijaíl Gorbachov e Isabel II. Y están los más cercanos, los que se sentaban —por así decirlo— en el pupitre de al lado: Paco Gor, Javier Goñi, Belén Cebrián, Patxo Unzueta, Emilio Ontiveros, Victorino Ruiz de Azúa. Para cuantos tuvieron algo que ver con el mundo de los libros en España, se fue también Lola Ferreira. Son muchos más, claro, pero es que de estos hubo tantos tan próximos, o los hicimos nuestros, que es como si te hubieran esculpido el alma.

Los trataste, los leíste, los viste en la televisión y fuiste testigo de sus cambios, te enseñaron a mirar lo que ocurría con sus películas y fotografías, algunos quisieron transmitirte que las cosas del pasado tienen un valor y que hay que conservarlas y otros más bien te sugirieron que existen situaciones que toca liquidar con urgencia y de manera fulminante, hubo a quienes quisiste parecerte por sus ademanes o su elegancia, su heterodoxia o su inteligencia, de otros obtuviste consuelo, te hicieron tiritar con su música, quisieron que supieras del valor de la palabra y de la importancia de escuchar al otro, algunos de ellos exploraron el camino de la sabiduría, pero sin llamarlo nunca de esa manera tan pomposa, pero vaya si lo hicieron: atrapar el sentido del mundo, tener noticia de la felicidad, descubrir la importancia de lo más pequeño.

Cada vez más solos, y sin poder dispararle a la muerte para que se quede quieta: de los que estuvieron más cerca, en realidad, lo aprendimos todo. Nos impulsaron a intentar la pirueta intelectual más ambiciosa y sofisticada, pero también se ocuparon de que supiéramos corregir una errata. Muchos de ellos pudieron ser nuestras madres o nuestros padres, pero muchos fueron también los hermanos y las hermanas mayores.

Y eso es otro cantar, porque en muchos momentos tuvimos que lidiar juntos con lo más inmediato. A aquellos que tenían entre 6 y 12 años más creímos tenerlos calados, pero resultó que también eran un misterio. Fueron jóvenes cuando todavía existía la dictadura, y se implicaron en distintos frentes. Los que veníamos detrás —salvo los más precoces— llegamos a los postres de esa batalla, salimos del capullo un poco antes o un poco después de que se muriera Franco. No siempre hablaron de sus faenas políticas y de la factura que tuvieron que pagar. Pero les tocó hacer un viaje complicado: el de ajustar sus grandes propósitos al marco más modesto de la democracia. Lo hicieron con generosidad, lucidez y humor. Con contradicciones, mucha curiosidad, siempre implicados en la marcha del mundo, sin queja alguna. ¡Malditas parcas!: ahora levantamos la mirada y ya no están.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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