La amistad hermética
Con la muerte de Lola Ferreira desaparece una forma de entender la comunicación editorial, la de ser un verdadero puente entre la literatura, el periodismo o la política
Durante los últimos años de su vida, ya retirada del mundo de la edición, Lola Ferreira persiguió con una dedicación aún más meticulosa que mientras estuvo en activo poner en contacto a las personas que, desde los ámbitos de la literatura, el periodismo o la política, se preocuparan de los ideales que había hecho obstinadamente propios y que por desgracia hoy parecen de otro tiempo: la libertad, la ilustración, la concordia, el progreso.
Más que una púdica discreción, María Dolores Pérez Ferreira (quien fue directora de comunicación de Círculo de Lectores y Galaxia Gutenberg, natural de Tui, fallecida el pasado jueves en Madrid) mantuvo siempre un inexpugnable secreto acerca de su vida, que hizo que ni siquiera sus amigos más íntimos tuvieran una sola noticia, ni una sola, acerca de su pasado o su familia. Si se sabe de su militancia antifranquista y de los tres años que pasó en la cárcel no es porque se refiriese a ellos jamás —y jamás, en su caso, significaba eso, jamás—, sino porque participó en La cena —El sopar—, el documental de 1974 en el que Pere Portabella quiso dar a conocer las opiniones de los presos políticos del franquismo a través de cinco comensales convocados en una masía catalana. Uno de ellos fue Lola Ferreira.
Resulta conmovedor ver ahora que no está su figura menuda y aún joven sobre la pantalla, porque es más la información personal que proporciona accidentalmente una antigua grabación de dos horas que el trato asiduo de 30 años. La voz todavía intacta, tan distinta de la quebrada de su madurez, trasluce un acento gallego que da involuntaria cuenta de su origen, sobre el que, como acerca de todo lo demás, siempre mantuvo una estricta reserva. Y es también gracias al documental de Portabella como se sabe lo que la cárcel le supuso, una disrupción del sujeto, dice esa Lola aún enérgica con un lenguaje de época, desde que se cruza el rastrillo. Quizá fuese ahí, en esa disrupción, en ese terrible punto y aparte que debió de provocarle la estancia en la cárcel, donde nació su pasión por poner en contacto a las personas y al mismo tiempo quedar al margen y guardar silencio, como si sólo buscase proporcionar amistad y obtenerla.
Durante el último año, Lola Ferreira no aceptó ninguna invitación para salir de su casa ni consintió que nadie la visitase. Su voz quebrada parecía cada vez más débil, pero escribía y llamaba regularmente para contrastar opiniones sobre la marcha del país y del mundo, y para comentar las últimas lecturas, especialmente de autores jóvenes, a quienes prestaba particular atención. Sin embargo, la respuesta a la pregunta de cómo se encontraba era siempre la misma: cambiar de tema, como escondiéndose de un foco que de repente pretendiese iluminarla.
De su conversación se deducía, eso sí, una profunda decepción por el hecho de que las cenas que había venido organizando durante años para hablar de la marcha del país y del mundo, que tanto la angustiaba, no continuasen, debido a las cada vez más irreconciliables diferencias entre los comensales que convocaba, como hizo Portabella con ella en el documental de 1974. En ningún caso fue un fracaso suyo, sino un fracaso nuestro, un fracaso de quienes recibíamos sus llamadas con los más diversos motivos, desde la visita a España de la familia Pasternak, Miriam Gómez o David Rieff, hasta el simple hecho de llevar algún tiempo sin vernos.
Lola Ferreira siempre parecía no estar, pero estaba y no había vacío. El vacío comienza ahora, cuando se sabe que ya no estará nunca, y que el país y el mundo seguirán dándole motivos a aquella angustia y a aquel silencio suyos cuya razón última tan discreta, tan herméticamente se ha llevado consigo.
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