Muere Patxo Unzueta, un periodista sabio y silencioso
Era un escritor formidable, extremadamente riguroso. Sus columnas habían pasado por el examen de sus minuciosos apuntes y de los millares de recortes de un archivo construido artesanalmente durante los más de 40 años que dedicó a EL PAÍS
En aquel entonces, cuando EL PAÍS se había hecho ya mayor, vino de Euskadi Patxo Unzueta y aquel periódico que parecía hecho de madera o de plomo se convirtió en un diario bien educado, tranquilo, que aspiraba a que las cosas se entendieran sin gritos. Venía a suplir en cierta medida a alguien insustituible como Javier Pradera, que había dejado de escribir editoriales por un conflicto relacionado con el referéndum de la OTAN y que le llevó a decir en alguna ocasión que era un diario con menos sentimientos que un frigorífico. Instalado en la tercera planta de Miguel Yuste, donde reside la dirección, la figura de Patxo, fallecido hoy en Bilbao a los 76 años, era una anomalía en una Redacción más bien ruidosa a pesar de que los ordenadores ya habían sustituido a las máquinas de escribir. Silencioso, solo dirigía la palabra a quienes le preguntaban y lo hacía como si estuviera susurrando argumentos, que siempre eran poderosos como rocas.
Tenía un conocimiento vastísimo, que desde la historia irradiaba a la actualidad más rabiosa, siempre con una mirada muy atenta a cuanto sucedía en el País Vasco. De ello dan cuenta media docena de libros, cientos de columnas firmadas y varios millares de editoriales que han hecho de EL PAÍS un periódico confiable. A partir de una primera militancia juvenil en una de las ramas revolucionarias de ETA se convirtió muy pronto en un crítico consistente y tenaz del terrorismo que por espacio de 50 años produjo efectos devastadores en la sociedad vasca de los que tardará décadas en recuperarse. Pero sus intereses trascendían la política para ocuparse por ejemplo del fútbol, con una especial dedicación al Athletic, a cuyo centenario dedicó uno de sus libros.
Era un escritor formidable, extremadamente riguroso. Las columnas que firmó en este periódico habían pasado antes por el examen de sus minuciosos apuntes y de los millares de recortes que formaban parte de un archivo construido artesanalmente a lo largo de los más de 40 años de trabajo que dedicó a EL PAÍS. En los comités semanales de Opinión tomaba puntual nota de los argumentos para elaborar luego sus editoriales, que sometía finalmente a la autoridad de los cuatro directores con los que trabajó.
Patxo hizo de su silencio y de su sabiduría un ejemplo de respeto a las ideas de los demás, sin renunciar a las suyas, que defendía con vigor pero sin elevar los decibelios. Hablaba siempre con conocimiento de causa. A menudo pedía tiempo para responder a cuestiones planteadas por lectores o compañeros. Al cabo de unos días volvía pertrechado con abundante documentación para que el otro se llevara una respuesta y no una ocurrencia.
Llegaba tarde por las mañanas, con la prensa vasca ya leída, saludaba a todos los presentes en la sección y, después de comentar la agenda del día y recortar lo que más le había interesado de los periódicos, visitaba el despacho mínimo de Javier Pradera, que era su gran amigo, su hermano espiritual, su confidente de ideas políticas y su par en lo que se refiere al laconismo. Un par de monosílabos eran con frecuencia bastantes para renovar el entendimiento entre ambos para subrayar lo más urgente.
Durante los últimos años venía a la Redacción con sus apuntes y sus libros, con la alegría de contar las hazañas de su hijo actor, con la melancolía también de saber que aquella vida que había sido pletórica cuando tenía cerca a su amigo Pradera se le apagaba también a él. Nunca dejó de ir a su mesa y cuando no pudo hacerlo enviaba de vez en cuando artículos cargados de humor y de inteligencia, de educación y de nobleza, la manera vasca de decir bondad. A través de esos textos Patxo siguió diciendo buenos días y buenas tardes y adiós, como si nunca quisiera decir una idea más alta que otra.
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