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Tribuna
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Autocensura: destruyendo la democracia

En todas las sociedades, también las presuntamente tolerantes, funciona el autosilencio de las opiniones que no van a ser bien acogidas. Es un sufrimiento para quienes se sienten obligados a callar y una mordaza a la libertad de expresión

Autocensura: destruyendo la democracia. Adela Cortina
RAQUEL MARÍN
Adela Cortina

A lo largo de la historia la tiranía ha recurrido al terror para frenar la expresión libre de ciudadanos considerados peligrosos. Son incontables las inquisiciones que se han cebado en personas concretas y en colectivos determinados obligándoles a callar por la fuerza. Sin embargo, la censura explícita es efectiva a corto y medio plazo, pero con el tiempo sale a la luz lo que fue tachado en libros, prensa, imágenes, y entonces lo silenciado cobra una enorme visibilidad.

A menudo, el intento de censurar un texto, una representación o un objeto artístico es un reclamo para el público. Una visita a la biblioteca del Colegio del Patriarca en Valencia recala siempre en los libros censurados, en el morbo de adivinar qué se esconde bajo las tachaduras de líneas y páginas enteras. Y basta con prohibir un libro para que aumente el número de lectores. De ahí que en las democracias el método más eficaz para borrar de la escena pública relatos o propuestas consista en forzar la autocensura de las víctimas, pero no de cualquier modo, sino por medio de un mecanismo sutil y efectivo, entrañado en la naturaleza de nuestro ser social, que es el temor al rechazo de la opinión pública.

Esta es la tesis del libro La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social, publicado en 1982 por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann. En el texto, la autora formula una teoría, cuya clave reside en un lúcido apotegma de Tocqueville: la gente “teme al aislamiento más que al error”. Bien decía Thoreau que “siempre es fácil infringir la ley, pero incluso para los beduinos del desierto es imposible resistirse a la opinión pública”.

El hombre es un animal verdáboro —había dicho Ortega—; lo verdadero era uno de los trascendentales, aquel al que tiende el intelecto, también la verdad es una de las pretensiones de validez del habla en la teoría de la acción comunicativa de Habermas, y en su Teoría de la justicia, de 1971, Rawls asegura que la justicia es la virtud de las instituciones como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento.

Sea, pues, como valor intelectual, como valor vital, como una de las condiciones de validez del habla, como meta de la comunidad de los científicos que tienden a ella en el largo plazo, en la línea de Peirce, se ha entendido que la humanidad desea descubrir la verdad y huir del error. La tensión del ser humano hacia la verdad parece incuestionable, se trate de la verdad en sentido perspectivista o en el sentido absoluto de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela”.

Y, sin embargo, Noelle-Neumann afirma acertadamente que, aunque la gente vea con claridad que algo es incorrecto, se mantendrá callada si la opinión pública se manifiesta en contra. ¿A qué nos referimos con la expresión “opinión pública”? No tanto a las deliberaciones racionales que se llevan a cabo en el espacio público, sino a las opiniones y conductas que pueden mostrarse en público sin temor al aislamiento, al consenso sobre lo que constituyen en una sociedad el buen gusto y la opinión políticamente correcta.

Cabría pensar que a continuación la autora va a defender a los resistentes, a los que rompen el silencio de los corderos y denuncian aquello que tienen por erróneo o por mendaz; sin embargo, no es así. Según su propia confesión, quiere suscitar la comprensión hacia aquellos que se pliegan a los mandatos de la opinión pública, porque con ello no hacen sino atenerse a algo tan inevitable como el hecho de que los seres humanos tengamos una piel social. “Quizá no simpaticemos con la naturaleza social del hombre”, dirá expresamente, “pero tenemos que intentar comprenderlo para no ser injustos con la gente que se mueve con la multitud”. Tal vez con estas palabras la autora está reclamando comprensión para sí misma, se incluye en el número de cuantos se mueven con la multitud y viven esa dinámica de la espiral del silencio, en la que unas gentes se sienten libres de expresar sus opiniones y otras se ven obligadas a tragárselas, hasta que en un proceso en espiral un punto de vista domina la vida pública.

¿Domina la vida pública ese punto de vista porque es el más verdadero? En absoluto; triunfa porque en todas las sociedades, también las democráticas y presuntamente tolerantes, funciona la autocensura de aquellas opiniones que no van a ser bien acogidas. Por supuesto en las totalitarias la autocensura va de suyo, excepto en el caso de los disidentes, que pagan muy cara su osadía. Pero en todas las sociedades funciona la autocoacción a morderse la lengua, como dice el título del libro de Darío Villanueva. Lo cual es un sufrimiento para cuantos se sienten obligados a callar, una mordaza a la libertad de expresión y un obstáculo insuperable para la democracia.

Porque podría decirse que, de igual modo que las democracias en los últimos tiempos no mueren por aparatosos golpes de Estado y por asonadas, sino por el paulatino deterioro de las instituciones y porque pierden fuerza unas reglas de conducta no escritas que la comunidad aceptaba y respetaba, como aseguran Levitsky y Ziblatt, tampoco desaparecen una gran cantidad de propuestas porque dejen de ser convincentes con razones, sino porque las silencian quienes temen al aislamiento más que al error. Éste sería el proceso por el que unas ideologías y movimientos sociales se imponen o desaparecen.

Las personas observan su medio social, se fijan en las opiniones y lo que se piensa sobre ellas, registran cuáles están ganando terreno y van a convertirse en dominantes. Los que confían en la victoria se pronuncian y los perdedores tienden a callarse, porque la lengua se suelta cuando uno se siente en armonía con el espíritu de la época.

Si esto ha sido siempre así, más todavía actualmente con el rápido funcionamiento de las redes sociales, capaz de viralizar las afirmaciones no aceptadas, no digamos ya desde el nacimiento del pensamiento woke y de la cultura de la cancelación, que consiste en señalar a determinadas personas para destruir su reputación y provocar su muerte social. Sigue siendo verdad, como decía Nietzsche: “Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación”. La dimensión interpretadora del cerebro puede acallar la voz de la conciencia, pero la reputación y el estatus están en manos ajenas, y perderlos puede significar el ostracismo y la pérdida de oportunidades vitales.

Lo más curioso es, sin embargo, que los inquisidores se valen de una supuesta superioridad moral; recurren a ese ancestral instrumento que es la vergüenza social, tan bien relatada en textos como Las amistades peligrosas (1782), de Choderlos de Laclos. La conocida obra relata cómo la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont rivalizan en su empeño por destrozar amores y reputaciones entre sus amistades. En el duelo vence la marquesa, pero la sociedad la castiga con un contundente abucheo, la condena a sufrir la vergüenza pública y el aislamiento. El arma de la vergüenza social es un mecanismo muy eficaz, que algunos autores recomiendan de buena fe para complementar al derecho, pero, a mi juicio, es muy peligroso, porque nunca se sabe quién mueve los hilos y puede estar en manos de la jauría humana.

Lo cierto es que quienes se creen moralmente superiores demuestran con ello que no entienden qué es lo moral y hacen imposible la democracia.

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