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Tribuna
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Nebrija: el imperio de las lenguas

El autor de la ‘Gramática’ no fue el ideólogo de un idioma imperial español, sino el patriarca de una aportación civilizatoria que emula la dejada por los latinos de los que procedemos

Estatua de Elio Antonio de Nebrija en la fachada de la Biblioteca Nacional en Madrid.
Estatua de Elio Antonio de Nebrija en la fachada de la Biblioteca Nacional en Madrid.
Darío Villanueva

Elio Antonio de Nebrija fue un sabio con amplios conocimientos en diversas materias científicas y humanísticas, pero no fue un profeta. Gozaba, sin embargo, de la virtud de la oportunidad: estuvo en el lugar oportuno en el momento que más lo era.

En 1492 publica su Gramática sobre la lengua castellana que es la primera de todas las que se elaborarían para las llamadas “lenguas vulgares”, las que se hablaban en Europa mientras que el idioma de cultura, de los saberes y de las Universidades, seguía siendo el latín.

En el primer párrafo de su prólogo, dirigido a la “princesa doña Isabel, reina i señora natural de España” figura una frase que, tergiversada, alcanzaría gran resonancia: “Que siempre la lengua fue compañera del imperio”.

Estábamos en un año decisivo para la Historia universal, pero el maestro Antonio data su prólogo en agosto de 1492, y Cristóbal Colón se encuentra con el Nuevo Mundo el 12 de octubre cuando buscaba las Indias Orientales.

El imperio mencionado no era, pues, el que a partir de entonces España empezaría a erigir, sino el que Roma creó extendiendo el latín por el medio mundo entonces conocido. Y también, la misma palabra significa en este prólogo gobernanza, para la que la lengua es imprescindible, así como para la efectividad de las leyes.

No: la lengua castellana no fue sustento del Imperio español. Muy al contrario, Carlos V promueve desde 1522 el estudio y reconocimiento oficial de las lenguas amerindias; en 1573 Felipe II promulgó una disposición para sus nuevos súbditos en la que se afirma que “no parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natural, más bien se pondrán maestros para los que voluntariamente quisieren aprender la castellana”, y en 1583 dispuso la creación de cátedras universitarias en Lima y México de “lenguas generales” como el quéchua, el náhuatl y el muisca. Cierto que en fecha tan tardía como 1782 Carlos III quiso imponer el castellano, pero ya era demasiado tarde. Los lingüistas acreditan que a principios del siglo XIX solo hablaban español menos de un 20% de los nativos hispanoamericanos, de modo que está cumplidamente demostrado que quien hizo a nuestra lengua un idioma global, con más de 500 millones de hablantes, no fue la Colonia, sino la independencia de las Repúblicas.

El hecho es que desde los primeros años del siglo XVI numerosos misioneros humanistas comenzaron a elaborar gramáticas —o Artes, como también Nebrija denominaba a la suya— de las lenguas nativas. Andrés de Olmos escribe en 1547 la primera de la lengua náhualt, en la que afirma: “No seré reprensible si en todo no siguiere el Arte de Antonio”. Y aparecen enseguida gramáticas semejantes del tarasco o purépecha, del otomí o hñahñú, de la lengua mixteca, de la zapoteca y de la maya yucateca, de la lengua pocomchí, de la chibcha, del quiché, cachiquel y zutuil, del tzedal, del vilela, del achagua, de las lenguas tarasca, guaraní, lule y toconate, del aimara, del tonocoté, del mapuche, mapundungun o araucano… Y así, sin interrupción, a lo largo de los siglos XVII y XVIII. En 1752 fray José Zambrano publica el Arte de la lengua totonaca. Conforme a el arte de Antonio de Nebrija. Habrá también artes de la lengua huasteca, de la lengua de los Tarahumaras y Guazapares, de la lengua tegüima vulgarmente llamada ópata, de la lengua cahita, de la tepeguana y de la caribe, del idioma wayuu o guajiro, hablado por los costeños colombianos y venezolanos. El mismo designio opera también en las Filipinas, con los idiomas tagalo e iloca. En 1742 fray Melchor Oyanguren imprime Tagalismo elucidado y reducido (en lo posible) a la latinidad de Nebrija, porque lo que el maestro Antonio había hecho había sido aplicar al romance castellano el molde de la gramática latina de la que fue estudioso y gran difusor con sus popularísimas Institutiones latinae. Su herencia en América y Filipinas llevó la impronta de la latinidad al otro lado de los océanos, contribuyendo así a la regularización y conservación hasta hoy de idiomas ágrafos, que no disponían en ningún caso de escritura fonética.

El cardenal Cisneros admiraba tanto a Nebrija que dio orden al rector de Alcalá de “que lo tratase muy bien y que leyese lo que él quisiese, y si no quisiese leer que no leyese; y que esto no lo mandaba dar por que trabajase, sino por pagarle lo que le debía España”. Si la memoria histórica debe registrar tanto las sombras como las luces, en este año de conmemoración de su quinto centenario luctuoso cumple reconocer que con su Gramática de 1492 Elio Antonio de Nebrija no fue el ideólogo de la lengua del Imperio, sino el patriarca del imperio de las lenguas en el Nuevo Mundo, aportación civilizatoria émula de la dejada por los latinos de los que venimos.

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