La lengua española está ‘ready’ para lo que le echen (aunque mi madre flipa)
La forma de hablar de los jóvenes siempre ha sido especial, pero nunca se le había prestado tanta atención
Dentro de unos años una mujer entrará en casa y, sin asomo de ironía, le dirá a su prole: “Llegó la mami. La reina, la dura, una Bugatti. El mundo está loco con este body. Si tengo un problema no es monetary”. Sin asomo de ironía y, lo que es más serio, sin cursivas. A la muchachada le parecerá normal porque para un hablante, como dice José Antonio Pascual, normal es “lo que uno le ha oído a su madre”. Pascual sabe de lo que habla porque fue director del Diccionario Histórico de la RAE, o sea, consciente de que lo que tiene historia no puede tener esencia. No obstante, suele contar que su padre le afeó la lingüística aprendida en Salamanca cuando empleó la palabra explotar. “En castellano se dice estallar”, fue la réplica paterna. Explosionar ni existía.
Gracias a Ferdinand de Saussure sabemos que el lenguaje tiene una relación arbitraria con la realidad. Las palabras no son como esos dibujos de un extintor que se ponen encima de… los extintores. Su relación con el mundo es tan convencional como la del rojo de un semáforo con la acción de parar. Que pasara a indicarla el color azul sería un trauma para una generación; una banalidad para la siguiente. Para explicar el estructuralismo, algunos recurren al minidrama que supuso para muchos británicos que su entrada en la UE implicara adaptarse a otro código de cables eléctricos. Los nuevos colores les parecían antinaturales: marrón, en lugar de rojo, para activo; azul, en lugar de negro, para neutro. El Brexit tiene razones que la razón no entiende.
Generacionalmente, además, la forma de hablar (no digamos la de cantar) se comporta como la de vestir: identifica y, a la vez, distingue. Los escritores tienen una relación tan íntima con la lengua que a veces confunden intimidad con naturalidad. Por eso cuando entran en la Academia suelen ser más conservadores y reacios al cambio que sus colegas filólogos. Están, además, malacostumbrados: solían ser las autoridades que llenaban los diccionarios de ejemplos de buen uso. Sobre todo si habían nacido en Valladolid. En el quinto centenario de Nebrija no está de más recordar que en su Gramática reconoce dos fuentes para la norma castellana: la autoridad de Isabel la Católica y “el consentimiento” de los hablantes. “En la práctica acabaron siendo los cajistas y correctores de las imprentas quienes fijaron normas de facto”, apostilla José Antonio Millán en Antonio de Nebrija o el rastro de la verdad, recién publicado.
La lengua de los jóvenes siempre había estado ahí, pero nunca se le había prestado tanta atención. Las redes sociales tienen mucho de versión escrita de la oralidad y los policías del idioma lo tienen más difícil; los notarios, más fácil. ¿Los hijos? Depende. Hace nada salió Omar Montes diciendo en TVE que había vendido el Ferrari porque era bueno para frontear, pero no para ir al supermercado. Mi madre (77 años) sacudió la cabeza y añadió: “Flipo”.
Babelia
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