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tribuna
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Nebrija y la libertad

En 2022 festejamos a un intelectual que se comprometió con su tiempo, que veía en la mala enseñanza una señal de barbarie y un humanista que creyó en las lenguas como madres de la verdad

Estatua de Nebrija en la Plaza de España de Lebrija (Sevilla).
Estatua de Nebrija en la Plaza de España de Lebrija (Sevilla).
Lola Pons Rodríguez

Si yo digo que es una tiranía no poder decir lo que pienso; si me pregunto qué injusta dominación y qué clase de servidumbre es la que no me permite al menos escribir mi pensamiento en mi casa y en mi mundo; si lo llevo a un extremo y digo que tengo, cuando menos, el derecho de meditar lo que se me antoje y darle vueltas en mi cabeza, y que si no me dejan decirlo, excavaré un hoyo y si hace falta susurraré dentro de él mis ideas... si yo digo todo esto, con respeto, pero con la retórica de una pregunta que lanzo para reclamar mi libertad, estaré citando a un andaluz que murió hace 500 años y cuya modernidad de pensamiento nos asombra aún hoy.

Elio Antonio de Nebrija (1444-1522) es para el lector actual, fundamentalmente, el autor de la primera gramática completa (1492) que conoció el castellano, la primera también de una lengua hija del latín. Estamos hablando de alguien que, cuando el castellano era aún tenido por insuficiente para usarse en la explicación instruida, se atreve a describirlo conforme a reglas y lo hace, además, con una terminología gramatical novedosa y distinta, sin servidumbres del latín. Ya eso es un enorme logro, un paso decisivo en la historia de nuestra tradición lingüística y una valiosa fuente de información sobre cómo era nuestro idioma a finales de la Edad Media.

Esta valiente defensa del castellano es aparentemente contradictoria en un sabio como Nebrija, que fue sobre todo latinista y que escribió en latín sus poemas y la mayoría de sus libros en una época en la que usar el latín por escrito era ya solo hábito de profesores universitarios y eruditos. En su pensamiento y en su convicción, en cambio, la dignificación del castellano y el estudio del latín eran coherentes: por un lado, considera como lengua docta la que en ese momento era solo lengua vernácula, el castellano; por otro lado, se ocupa de denunciar que el latín que se usa en la universidad española y en los libros de texto es malo, conduce a errores, contamina el contenido. Y no se arredra en señalar que muchos saberes, del derecho a la medicina, estaban en peligro porque eran explicados a partir de fuentes deturpadas: llama bárbaros a los profesores que no saben buen latín. Su manual de latín y sus diccionarios abren un nuevo paradigma en la enseñanza, se reciben en Europa, viajan a América. La postración de una universidad anclada en la repetición de enseñanzas hechas en un latín viciado se remueve con su figura.

La idea de que la llave para desvelar la verdad estaba en la lengua y no en la revelación o en la autoridad era una novedad en su tiempo, con la que Nebrija insufla aliento del Renacimiento europeo en el aire español. Hoy que estamos a la defensiva contra la mentira disfrazada, esta preocupación por desenterrar la verdad escondida en los textos se nos dimensiona en su auténtica magnitud y acerca su figura a los problemas de nuestra contemporaneidad.

Al final de su vida, Nebrija pone ante sí otro texto más que analizar, un libro que, con su acostumbrada pulcritud, escruta contrastando las fuentes con las traducciones en que circula, para concluir que contenía pasajes de interpretación dudosa o incluso errada. Ese texto era la Biblia: la obra en la que Nebrija puso en duda respetuosamente algunos pasajes de la tradición recibida fue la aldaba que hizo resonar la puerta del Santo Oficio, que persiguió la publicación y llegó a abrir un proceso al autor. Nebrija responde a la Inquisición con valentía en un escrito, la Apología, que he glosado en el inicio de estas líneas y que hoy podría seguir funcionando como elogio a la libertad de expresión y al respeto cívico con que esta se ha de ejercer.

La interpretación de una obra y de un autor oscila en el tiempo como el álamo que se doblega flexible y dócil al placer del viento. La gramática castellana, la obra que más subrayamos de Nebrija hasta opacar el resto de sus escritos, fue en su tiempo ignorada por sus coetáneos y vista como una extravagancia. Que en esta obra dedicada a la reina Isabel, Nebrija postulara la idea de que “la lengua siempre fue compañera del imperio”, tópico de raigambre clásica que buscaba asimilar Castilla a una nueva Roma, sirvió para que el nacionalismo rancio del siglo pasado corrompiese la figura de Nebrija hasta convertirlo en una suerte de nuncio imperial de la pureza lingüística.

En la actualidad tenemos conocimiento y capacidad suficientes como para entender mejor al personaje y reconocerlo desde un perfil menos adulterado y, sin duda, más valiente. La oportunidad de este centenario hace que el viento sople a favor de nuestro gramático y facilita que difundamos mejor su figura. En 2022 estamos festejando a un intelectual que se comprometió con su tiempo, que veía en la mala enseñanza una señal de barbarie, que ligó la lengua a la libertad. Este lunes se celebra el Día Mundial de la Lengua Materna y por la noche una gala en el Teatro Real de Madrid homenajea la figura de Elio Antonio de Nebrija, el humanista que creyó en las lenguas como madres de la verdad.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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