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Columna
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Pavo real y pavo irreal

La realidad ya no es un hecho tajante, sus severas aristas han criado rebordes curvos y ‘real’ no se comporta ya como un adjetivo de absolutos sino de grados

Un pavo real macho abre su plumaje mientras trata de atraer a una hembra en el Zoo de la localidad cisjordana de Calquelia (Palestina).
Un pavo real macho abre su plumaje mientras trata de atraer a una hembra en el Zoo de la localidad cisjordana de Calquelia (Palestina).ALAA BADARNEH
Lola Pons Rodríguez

Europa se trajo de Oriente los pavos reales y los soltó en sus jardines para extasiarse ante el pecho azul y el arco ligero pero prodigioso de las plumas del animal. Durante siglos, los hablantes de español lo denominaron pavo o pavón; luego, desde Centroamérica, un ave desconocida en Europa embarcó en galeones hasta los puertos andaluces, era parecida al pavo pero comestible y doméstica: los españoles llamaron también a ese pájaro forastero pavo, lo empezaron a cocinar y a comerlo en mesas notables. El viejo pavo, más señorial pero menos útil, empezó a ser llamado entonces pavo real, o sea, algo así como pavo verdadero. El pavo de corral se apropió de la denominación simple y genérica, la más antigua, pero en la lengua quedó reducido a ser un farsante en relación con la especie histórica, un voluntarioso parvenu.

Para nuestros antepasados, igual que para nosotros, el adjetivo real puede expresar la vinculación con la Corona (Casa Real) o la existencia objetiva o material de algo (hecho real). Para el primer significado, la lengua española permitía graduar el significado de lo real: antiguamente se decía que había corceles, séquitos o servidores muy reales, y todo ello se ligaba a que estaban particularmente protegidos o vinculados al rey. En cambio, lo real como opuesto a lo irreal se expresaba solo en términos absolutos: las cosas eran reales o irreales, en dos polos enfrentados sin matiz intermedio posible.

De la misma forma que la convivencia con los demás nos hace ver que las cosas no son tan extremas como parecen, el mundo actual nos ha variado la forma de definir lo real. Ahora lo real es también graduable y hay una escala que mide el grado de realidad de hechos y personas que son materiales, que existen.

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Quienes muestran en las redes sociales su día a día (qué desayunan, cómo hacen deporte o qué visten) enseñan una vida bonita, cercana o no a la realidad, en buena medida tutelada por marcas que quieren patrocinar sus productos en tal ambiente de idealidad: y en ese ámbito, donde la competencia es cada vez más dura y entre gente más joven, los seguidores valoran determinados perfiles de influyentes porque son muy reales, dejan de seguirlos porque cuando se profesionalizan ya no son tan reales o prefieren que las fotos se retoquen menos y sean más reales (o sea, sin filtros). La realidad ya no es un hecho tajante, sus severas aristas han criado rebordes curvos y real no se comporta ya como un adjetivo de absolutos sino de grados. Las categorías se han redefinido muy rápido, ahora miramos y admiramos la realidad en términos relativos y no categóricos.

La lengua refleja la vida, pero cuando somos nosotros los que nos juzgamos en el espejo seguimos siendo muy extremos. Hay veces que miramos encandilados a alguien con una vida o una piel fantásticas y nos extasiamos ante sus rutilantes colores y su plumaje perfecto del otro. Un día, por experiencia o azar, descubrimos que el mejor banquete es el de pavo de corral y que las plumas de los pavos reales solo sirven para abanicarse. Entonces nos sentimos reales, absolutamente reales y también, en el otro sentido del adjetivo, un poco reyes de nuestra estima.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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