¿Qué es el tiempo?
Una carta escrita en Greenwich me recordó algo simple y hondo: que el tiempo es, en gran medida, una ficción necesaria. Una historia que nos contamos para no perdernos en el flujo

Cada final de año nos empuja, casi sin darnos cuenta, a las mismas preguntas: ¿Qué es el tiempo? ¿Dónde empieza? ¿Dónde termina? ¿Hay realmente un final cuando un año se cierra o solo una pausa que nos invita a mirar de nuevo? ¿En qué punto exacto dejamos lo que fuimos y comenzamos a ser algo distinto? Cambian los números del calendario, cambian los ritmos, pero ¿cambia, de verdad, la vida cuando un año se acaba y otro comienza?
En estos días he pensado en el tiempo no solo por el cierre del año, sino por una casualidad —o causalidad— preciosa. Una amiga, en medio de una revisión íntima de su propia historia, abrió cajas antiguas y memorias guardadas. Entre papeles y recuerdos apareció una carta mía, escrita en 2002. Estaba fechada en Londres. Ella vivía entonces en el Congo. Yo le escribía desde Greenwich.
La carta hablaba del asombro de estar parada en el meridiano cero, ese punto imaginario desde el cual el mundo decidió ordenar el tiempo. Hablaba de la sensación de sentirse inmensamente grande y profundamente insignificante al mismo tiempo. Hablaba de la vida, de la distancia, de la compañía que no depende de la cercanía física. Y hablaba, sobre todo, de una pregunta que entonces —y ahora— seguía abierta: ¿qué es eso que el tiempo hace con nosotros y que todavía no entendemos del todo?
Volver a leer esas palabras más de 20 años después me generó una sensación extraña y reveladora. Comprendí que el tiempo había transformado la mirada, pero no había borrado lo esencial. Había espesor donde antes había promesa. El tiempo no había pasado en vano, pero tampoco había pasado por completo.
Desde la filosofía, el tiempo siempre ha sido un misterio esquivo. San Agustín lo intuyó con lucidez: creemos saber qué es el tiempo hasta que intentamos explicarlo; entonces se nos escapa. Para él, el tiempo no habitaba los relojes, sino la interioridad: la memoria de lo vivido, la atención al presente, la espera de lo que aún no llega. Aristóteles, en cambio, lo pensó como el rastro del movimiento, como la manera de contar los cambios del mundo. Entre uno y otro, el tiempo aparece como eso que medimos para orientarnos y, al mismo tiempo, como aquello que vivimos sin poder retener. Se deja nombrar apenas, pero nunca poseer.
Tal vez por eso inventamos calendarios, relojes, comienzos y finales. No porque el tiempo los necesite, sino porque los necesitamos nosotros: para ordenar la cotidianidad, para orientarnos en medio del fluir, para darle forma narrativa a la vida. El primero de enero es una convención; el año que termina, una ficción útil. No porque sea falsa, sino porque es una creación humana para poner límites allí donde, en realidad, no los hay.
Lo único verdaderamente cierto no son esas divisiones que trazamos, sino los ciclos que no dependen de nosotros: los de la naturaleza, los del universo, los del cuerpo y la vida. El día y la noche, las estaciones, las mareas, el crecimiento y el desgaste. Frente a esos ritmos más antiguos y más sabios, nuestros calendarios son apenas intentos de acompañar algo que nos excede. El tiempo, en realidad, no empieza ni termina. Fluye. Nos atraviesa.
Quizá por eso, al final de cada año, no se trata tanto de cerrar como de volver a mirar. De recordar y contemplar con otros ojos. Reconocer lo que permanece. Es una maravillosa excusa para aceptar lo que cambia y volver a empezar.
La carta escrita en Greenwich me recordó algo simple y hondo: que el tiempo es, en gran medida, una ficción necesaria. Una historia que nos contamos para no perdernos en el flujo. Pero también me devolvió la certeza de algo aún más importante: que no se trata solo de medir el tiempo, sino de habitarlo con otros.
Tal vez eso sea lo único que podemos desearnos en este umbral: aprender a estar, con atención, no solo en el tiempo de Cronos, que se mide y se acumula, sino también en el de Kairós, ese tiempo oportuno y significativo que irrumpe sin avisar; vivir así una vida más meditada, abierta al encuentro y compartida con otros.
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