Por qué el meridiano 0 es el que pasa por Greenwich
En la antigüedad, el meridiano cero solía establecerse coincidiendo con la última tierra conocida, más allá de la cual solo existía océano inexplorado
Durante muchos siglos el problema de determinar la posición de un buque en alta mar resultó muy complicado, aunque latitud y longitud plantean dos dificultades muy distintas. La latitud se mide con respecto a una referencia muy clara: el ecuador; en cambio, para la longitud no existe un punto de partida concreto, ya que todos los meridianos son iguales.
La latitud podía establecerse fácilmente sin más que medir la altura de la estrella Polar sobre el horizonte (en el hemisferio austral, la Cruz del Sur ofrecía un sustituto aceptable aunque no tan exacto). De día, la referencia era el Sol, si bien el cálculo exigía aplicar algunas correcciones según la hora y la época del año, solo al alcance de profesionales entrenados.
La longitud era otro asunto. El concepto de “meridiano” no apareció hasta el siglo XVI; los navegantes medievales calculaban su rumbo a estima o aplicando “recetas” que elaboraban los cartógrafos. Estas rutas establecían singladuras entre origen y destino, guiándose por la rosa de los vientos o siguiendo un paralelo dado. Ni que decir tiene que estos especialistas eran tan celosos de sus conocimientos (y su negocio) que una vez establecidas las rutas en sus cartas de navegación solían entregar al cliente una simple indicación de los rumbos a seguir en cada tramo de la singladura y borraban todas las anotaciones hechas en su carta para poder reutilizarla.
En la antigüedad, el meridiano cero solía establecerse coincidiendo con la última tierra conocida, más allá de la cual solo existía océano inexplorado. Parece que Ptolomeo utilizó las islas Canarias o, más probablemente, las de Cabo Verde. Todas las longitudes se medían desde él hacia el Este, puesto que aún no estaba extendido el significado de los números negativos.
Colón fue el primero en notar que la aguja de la brújula no señalaba justo al norte, pero que a medida que avanzaba por el Atlántico, la desviación iba disminuyendo hasta que el norte magnético y el geográfico coincidían. Ese meridiano no tenía nada de especial; simplemente parecía una forma “natural” de establecer una referencia. Aunque el método de determinar la longitud en el mar mediante la declinación magnética no resultaría práctico debido a las irregularidades del campo magnético.
El tratado de Tordesillas, que establecía las zonas de influencia portuguesa y española en el Nuevo Mundo, solo prescribía que la línea de demarcación se encontraría a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. Bastante más que las 100 leguas establecidas el año anterior por bula papal, pero ninguna referencia concreta a grados de longitud. Los geógrafos se enzarzaron en interminables discusiones sobre cuántas leguas abarcaba un grado. Y más tarde si la línea (definida como “de polo a polo”) se extendía al otro hemisferio, ya que de ello dependían las áreas del Pacífico que pudieran colonizarse.
Durante muchos años Cabo Verde serviría de referencia más o menos oficial para el meridiano cero. A mediados del XVI, Mercator lo trasladó a la isla de Fuerteventura, pero tampoco ese fue un acuerdo universal, puesto que cada cartógrafo solía asignarlo donde más le conviniera según criterios prácticos, nacionalistas o religiosos.
Así, el origen de longitudes estuvo localizado durante cortos periodos de tiempo, en Jerusalén, Roma, Pisa, San Petersburgo, la pirámide de Cheops o Copenhague (quizás en homenaje a Tycho Brahé). En el siglo XVII, el cardenal Richelieu decretó que Francia adoptaría el meridiano de la isla de Hierro, a 19º 55′ Oeste, que luego se redondearía a 20º solo para que el 0º correspondiese a París.
Durante mucho tiempo, la longitud solo pudo calcularse por métodos astronómicos. Los eclipses lunares ofrecían un buen sistema: Ocurrían simultáneamente en todo el planeta, pero cada observador los veía a una hora diferente, según su posición geográfica. El propio Colón lo intentó dos veces durante su segundo y cuarto viaje; aunque las pocas efemérides disponibles entonces no ofrecían muchas garantías.
Otros astrónomos, Galileo entre ellos, sugirieron utilizar un reloj cósmico muy exacto: los eclipses de los satélites de Júpiter. Se llegaron a compilar tablas de cálculo para ayudar en la tarea. En teoría, podría haber funcionado en tierra firme, pero localizarlos desde la bamboleante cubierta de un buque en alta mar resultaba imposible.
Hacia el siglo XVIII, el cálculo de la longitud seguía siendo un problema no resuelto. Los métodos de estima, o sea, determinar la posición en función del rumbo y camino recorrido, suponían errores de muchas decenas de kilómetros. Fue la causa de numerosas tragedias: capitanes que no daban con su isla de destino hasta el punto de no saber si se encontraba a este u oeste y que en el retraso por encontrarla media tripulación murió de escorbuto; o naufragios como el de las islas Scilly en el que la Marina británica perdió en una sola noche cuatro navíos de línea y más de 2.000 vidas.
A raíz de esos incidentes, el Almirantazgo británico promocionó la búsqueda de un sistema más fiable para deducir la longitud. Por lo menos, con un margen de error aceptable. Desde mucho tiempo atrás se sabía que la solución pasaba por comparar la hora local con la hora en el meridiano de referencia, pero al no existir relojes fiables, esta debía calcularse por otros métodos. El más utilizado, el de distancias lunares.
En esencia, se basaba en medir el ángulo entre el centro del disco lunar y una estrella brillante. Las estrellas estaban fijas, pero la posición de la Luna cambiaba a lo largo de la noche. Los astrónomos podían calcular cómo variaba minuto a minuto y plasmar los resultados en tablas referidas a un meridiano de referencia. Por lo general, claro, el mismo desde donde se habían hecho los cálculos.
Ciertamente, era un trabajo formidable, que exigió el esfuerzo colectivo de varias generaciones de matemáticos. Porque no solo se trataba de predecir distancias, sino también ayudar en las múltiples correcciones que harían falta. Por ejemplo, el efecto de la refracción provocada por la atmósfera o el diferente tamaño aparente de la Luna según se encontrase en apogeo o perigeo, lo cual, a su vez, afectaba a la determinación de su centro.
Fue el quinto astrónomo real, el inglés Nevil Maskelyne, quien, con la publicación del Almanaque Náutico (1767) daría un gran impulso al método de cálculo por distancias lunares. No era un sistema cómodo ni rápido: exigía complejos cálculos que podían llevar más de cuatro horas hasta llegar a un resultado aceptable. El propio Maskelyne, durante un viaje a la isla de Santa Helena, tardó ocho horas.
Por entonces, un carpintero y relojero aficionado llamado John Harrison construyó el primer cronómetro marino suficientemente preciso para mantener la hora con apenas unos pocos segundos de error pese a las malas condiciones de un viaje por mar. Con su ayuda, el cálculo de la longitud no solo era sencillo y rápido, sino mucho más preciso.
El inconveniente del reloj de Harrison era su precio, puesto que se trataba de una auténtica pieza de orfebrería. Por eso, hasta que, con el tiempo, se hizo más asequible, los marinos continuaron utilizando el método de las distancias lunares. Y como las tablas del Almanaque se habían calculado desde el observatorio real en Greenwich, su meridiano (y su hora local) se convirtió en una referencia “de facto”.
En la segunda mitad del siglo XIX, la necesidad de adoptar una referencia común se hacía más y más evidente, no ya solo por imperativos de la navegación, sino por unificar los horarios de los ferrocarriles. En Estados Unidos cada población se regía por un horario referido a su propio meridiano, tomando como origen el de Washington (que también había servido para establecer los límites de numerosos Estados en el Medio Oeste).
Tras varios intentos, en octubre de 1884 se convocó en Washington una conferencia internacional con, entre otros, el objeto de definir oficialmente el meridiano de Greenwich como origen de las mediciones de longitud. El acuerdo se adoptó por 23 votos contra uno. Solo Santo Domingo votó en contra; Francia y Brasil se abstuvieron. De hecho, Francia aún se resistiría durante 30 años a aceptar la preeminencia de Greenwich, hasta el punto de recurrir al eufemismo “tiempo medio de París menos 9 minutos y 21 segundos”
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