La buena estrella
Es preciso hacer patente en la escena internacional la enorme calidad de la literatura española. No podemos dejar que la todavía insuficiente relevancia política y económica de España repercuta en su visibilidad
Cuando naces en un país heredas una historia, heredas un patrimonio económico, y heredas la lengua de ese país y heredas hasta la canción del verano de ese país. A nadie, de momento, le está permitido elegir patria antes de nacer, todo se andará. No tengo mucha fe en la identidad política de las lenguas. Me puede más comunicarme con mis semejantes que la exhibición de cualquier signo identitario por pronunciar unos sonidos u otros. Desde Ferdinand de Saussure sabemos que las lenguas son convenciones, arbitrariedades, y que da igual decir “mesa” que “table”. Las lenguas son canciones, porque los seres humanos también somos pájaros que cantan. En un sentido posmoderno Saussure hoy puede ser más disolvente que Freud, Nietzche y Marx. Por eso, por Saussure, soy más bien desafecto aunque respetuoso con la identidad lingüística de los pueblos, pero sí soy un apasionado y un entusiasta de la comunicación entre los seres humanos. Como escritor admiro la lengua inglesa, no por la identidad que refleja ni por sus logros culturales, sino por su poder de comunicación planetaria. España y la literatura española son las invitadas oficiales de la Feria del Libro de Frankfurt del año 2022, y esta es una de las ocasiones más importantes que va a tener la literatura española de hacerse visible en el corazón de Alemania. Y me consta que las distintas autoridades e instituciones españolas encargadas de la organización del evento lo están haciendo con una profesionalidad y una altura de miras excepcionales. Saben que el reto y el desafío es grande. Tuve el honor de recoger de las manos del escritor Dany Laferrière el testigo que Canadá, la invitada del 21, pasaba a España, en una ceremonia llena de ilusión. Mientras ocurría el acto recordé con cierta melancolía y con mucho humor una kafkiana conversación que tuve hace unos años en Nueva York con el escritor argentino Sergio Chejfec, en donde me preguntó esto: “¿Al vivir en Estados Unidos no tienes la sensación de estar hablando y escribiendo en la lengua equivocada?”. Era una broma, por supuesto que solo una broma.
Con alegría y con imaginación un escritor español, en su andadura internacional, debe esquivar cualquier desconfianza hacia la cultura, la política y la economía de su país, de su origen histórico. Porque una literatura es también hija de una economía, o representación escrita de un modelo económico y de una sociedad. Antes eran importantes los ejércitos, ahora lo son las empresas, la tecnología y el conocimiento. Hay hoy en la vida española una sofisticación y una manera de ser que asombran al mundo, y eso es nuevo y prodigioso, y a eso debemos aferrarnos. Es verdad que nos hemos incorporado tarde al flujo de la cultura internacional por culpa de 40 años de dictadura franquista.
Uno puede ser de derechas o de izquierdas sin necesidad de estar enamorado del subdesarrollo político y cultural. Pienso eso tras ver el excelente documental alemán sobre Francisco Franco, en donde más allá de la deflagración ideológica, lo que uno ve es esa imposibilidad histórica de zafarse para siempre del subdesarrollo en todas sus formas, siendo la religiosa una de las más siniestras que haya padecido nuestro país. Ese documental sobre Franco debería ser obligatorio en los colegios españoles, porque muestra algo que va más allá del arco ideológico, muestra que cualquier herencia del franquismo es inaceptable, y de ahí también la losa que aún sigue pesando sobre la política y la cultura españolas. Cuando Estados Unidos dio el visto bueno al franquismo en los años 50 condenaron a la cultura española a unas cuantas décadas de invisibilidad internacional.
Visito muchas librerías europeas, que cuelgan fotos enmarcadas de escritores contemporáneos universales. Me fijo en que nunca hay una triste foto de algún novelista español. Y, sin embargo, jamás en España había habido, como hoy, tantos escritores, tantas editoriales, tantas librerías y bibliotecas, tanta riqueza y tanto talento. Hay que revertir ese proceso. Hay que visibilizar en la escena internacional la enorme calidad de la literatura española.
Es verdad que a veces uno no puede remediar cierta hipocondría lingüística. Hace poco me alojé en un hotel, perteneciente a una cadena española, de una importante y rica ciudad europea. Se me ocurrió hablarle en español a la recepcionista, a ver qué pasaba, ya por romanticismo o por experimento sociológico. Su sorpresa fue mayúscula. Me hizo notar en inglés y con una mirada de superioridad lingüística mi acto de ignorancia de la educación internacional. Más o menos vino a decirme que cómo una persona que osa hablar en esa lengua puede alojarse en semejante hotel, y es allí justo adonde quería ir a parar, a esa hipocresía, porque la hipocresía es un hallazgo feroz de la política, que consiste en aceptar las producciones culturales de una lengua pero dudar de esa lengua en su uso internacional, porque quienes la hablan son política y culturalmente poco relevantes. Me subo a un avión en Madrid, de una aerolínea internacional, y el comandante nos habla en francés y en inglés, pero el avión está en Madrid, y quienes viajamos en él somos casi todos españoles.
No podemos permitir que la todavía insuficiente relevancia política y económica de España en el contexto internacional repercuta en la visibilidad de la literatura española. Habrá que inventar algo para salir de ese círculo vicioso. Los países poderosos crean literaturas poderosas. Y esa es la incómoda y casi grosera cuestión: cómo crear una literatura importante que proceda de un país poco importante. Las literaturas son espejos de los poderes económicos, industriales y políticos de los países que las producen. No es una ley universal, obviamente, pero suele ser así con mucha frecuencia. Solo hay que ver, para verificarlo, cómo arrasa la literatura en lengua inglesa en todos los continentes. Un escritor en lengua inglesa se pasea por el mundo como si el mundo fuese monolingüe, y eso es así porque detrás de la lengua inglesa no es precisamente Shakespeare ni Faulkner quienes alientan, sino un imperio político y económico e industrial y tecnológico que sigue asombrando al mundo. A veces en los festivales internacionales me quedo embobado, con mirada de pueblerino, viendo a los escritores de lengua inglesa. Todo el mundo quiere hablarles en inglés, para que vean que están en el lado de la verdad histórica, en el lado de la lengua acertada. El grado de confianza en la vida que expresan los ojos de un escritor de lengua inglesa es un prodigio más político que literario.
Tal vez para aumentar la relevancia de la cultura y de la lengua española en el exterior haya que modernizar el modelo productivo, y por tanto el modelo de país, eso lo insinuó el ministro Garzón hace unos meses y se le echaron incomprensiblemente encima, cuando era una verdad inapelable. Hay que prestar más atención a lo que se dice y no a quién lo dice. Si la economía española no se moderniza, no combustiona, si no nos convertimos en un país de ciencia y de tecnología y de investigación, de nada servirá que los escritores alcancen la excelencia literaria, porque esta muchas veces existe como forma de representación de un pueblo y de una sociedad que buscan el progreso y la vanguardia económica y la modernidad política. Debe ir desapareciendo para siempre esa melancolía de pensar que a lo mejor te tocó la mala suerte de hablar y escribir en una lengua equivocada y transformar esa melancolía residual en la buena estrella de escribir y vivir en una lengua de cultura.
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