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Tribuna
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Dos escritores y una epifanía

Quienes escriben tienen una manera curiosa de retratar a nuestros lamentables políticos y, a veces, incluso después de haber desaparecido, los ponen en su lugar para que los veamos bien

Almudena Grandes
Sergio Ramírez y Almudena Grandes, en un encuentro en la Casa de América en 2011.Casa de América
Juan Gabriel Vásquez

La noticia de la muerte de Almudena Grandes —el mensaje de texto de un periodista amigo— me sorprendió en Guadalajara. Estaba yo en el auditorio Juan Rulfo de la Feria Internacional del Libro, a punto de ocupar mi lugar entre 500 personas mal contadas que asistirían a la inauguración del encuentro en este año que tanto se ha llevado, y el golpe me obligó a un esfuerzo grande para atender a lo que estaba pasando. Y allí estaba entonces, oyendo sin entender realmente las palabras del primer discurso, pensando en Almudena y en Luis García Montero y en los amigos suyos que en estos últimos tiempos se han vuelto también amigos míos, cuando el primer orador dio la noticia, y nunca se me olvidará el sonido que entonces recorrió el auditorio Juan Rulfo: el sonido de 500 personas tomando aire al mismo tiempo, o, por mejor decirlo, el sonido irrepetible de 500 personas que al mismo tiempo, brevemente, se han quedado sin aire.

Desde mis primeros años de residencia en España, allá por el cambio de siglo, yo había entendido bien que Almudena Grandes no tenía lectores, sino hinchas. Había una intensidad especial en la relación que guardaban sus novelas con su público, o su público con ella, y una de sus claves era también el rasgo que definió a Almudena, según constó en los mil tributos que se le hicieron tras su muerte: la generosidad. Yo creo recordar ejemplos de esa generosidad —de mujer, de lectora o de novelista, todo era un poco lo mismo— en América Latina tanto como en España, pero es verdad que la relación de Almudena con Madrid, esa ciudad que quería y conocía, era particularmente viva, y pasaba también por el lugar que en ella le asignaban sus lectores de Madrid, o por la manera como los madrileños entendían la ciudad a través de sus libros. Por eso me pareció tan lamentable que ciertos grupos políticos —rácanos, resentidos o simplemente pueriles— le negaran la distinción sencillísima de hija predilecta de Madrid. No la necesitaba para serlo, por supuesto: la distinción se la habían dado sus lectores hacía mucho tiempo.

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Cuando me enteré de ese incidente bochornoso, recordé otro de los discursos que se pronunciaron aquella mañana mexicana en el auditorio Juan Rulfo. Hablaba el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, protagonista a su pesar de este año incierto por la persecución que los ridículos autócratas Daniel Ortega y Rosario Murillo han montado en su contra. Ramírez lamentó la muerte de Almudena y luego dio su discurso, uno de los más conmovedores que me ha tocado escuchar recientemente. En breves minutos habló de su biblioteca, los miles de volúmenes acumulados pacientemente a lo largo de una vida de lector, conseguidos con esfuerzo y conservados con cariño, porque la biblioteca de un lector dedicado se va convirtiendo con los años en una suerte de autobiografía, casi un lugar de su experiencia o sus emociones.

Contó Ramírez cómo le había comprado La comedia humana de Balzac a un librero de Clermont Ferrand, un hombre mayor que la vendía barata porque los demasiados libros ocupaban demasiado espacio en sus estantes, y contó cómo tuvo que pedir ayuda a sus amigos para llevar la colección a Nicaragua. Contó cómo había encontrado los dos tomos de cuentos de Chéjov, a los que volvía con frecuencia, y contó dónde estaban sus libros autografiados, y contó de su alegría cuando se dio cuenta, con su ejemplar de La metamorfosis en la mano, de que lograba entender a Kafka en alemán. Contó cómo había contratado alguna vez a un bibliotecólogo para organizar el caos de sus libros, y contó cómo, tras recibir su biblioteca perfectamente organizada y catalogada, se desorientó tanto en ella que de inmediato comenzó a desordenarla de nuevo: a devolverla a su anárquico orden precedente. Contó, finalmente, cómo había mandado a construir un atril de madera para tener en él un ejemplar especial del Quijote, y contó que el atril acababa de llegarle cuando la persecución de la pareja risible —la noticia de los cargos inventados que se le formulaban y la intención de los represores de arrestarlo— lo obligó a dar por cerrada su casa de Managua y huir al exilio, dejando atrás su biblioteca: la biblioteca de una vida.

Y he pensado, ahora que el año termina y vemos con cierta perspectiva lo que en él ha ocurrido, en esa manera curiosa que tienen los escritores, por su presencia o sus libros, de retratar a nuestros lamentables políticos: retratar su pequeñez o su mezquindad, y también su mendacidad y su intolerancia. Los dejan en evidencia, los desnudan sin proponérselo, a veces mientras hablan de otra cosa, a veces incluso después de haber desaparecido: los ponen en su lugar para que los veamos bien. También por eso podemos estarles agradecidos.

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