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España se seca

Desplazados por la sequía: agricultores andaluces abandonan sus tierras yermas rumbo a Portugal

Los migrantes climáticos dejan atrás cientos de parcelas sin cultivar en la cuenca del Guadalquivir para instalar su producción cerca de la frontera

José Luis Pérez, agricultor y migrante climático, examina su tomatera en Rota (Cádiz), el pasado 13 de julio de 2023.
José Luis Pérez, agricultor y migrante climático, examina su tomatera en Rota (Cádiz), el pasado 13 de julio de 2023.EDP

Los migrantes climáticos son una realidad en España. Donde antes había huertas fértiles y productivas ahora hay tierras áridas y yermas. Los agricultores han llegado al límite: la cantidad de cultivos dependientes de riego ha crecido, mientras que el número de embalses apenas ha aumentado. Este desequilibrio se ha agravado por la escasez de lluvias desde hace cuatro años. Las pérdidas son millonarias. Algunos trabajadores del campo andaluces han dejado sus parcelas para mudarse a otras zonas mejor abastecidas e incluso cruzan la frontera hacia Portugal, una decisión que encarece los costes, pero que les permite mantenerse a flote por el momento.

José Luis Pérez, de 42 años, recorre a diario sus 40 hectáreas de tomate en Rota (Cádiz), en una Renault Kangoo blanca a la que “le suenan hasta los huesos”. Revisa los filtros de agua, las conexiones de las mangueras y la cantidad de abono en las motobombas. Espera con expectación su primera cosecha en esta región, a la que migró el año pasado obligado por la sequía que asola sus antiguas tierras al sur de Sevilla. Pérez es uno de los 31.000 españoles que han dejado sus tierras por condiciones climáticas adversas el pasado año, la segunda cifra más alta de Europa por detrás de Francia (45.000), según un informe del Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC).

El campesino, de piel curtida y ancho antebrazo, observa con preocupación el avance de la peseta, una enfermedad causada por falta de calcio que amenaza con menguar la cosecha. “El problema es que vengo a ciegas y me encuentro con tierras que no crían y luego necesito una logística que no veas para traerme la maquinaria y la gente para trabajar”, se queja Pérez. Se agacha para remover las ramas superficiales de la tomatera y saca dos frutos devorados por esta podredumbre, una imagen que lo hace lamentarse por sus antiguas parcelas. “Aquellas tierras, con agua, son más productivas que estas”.

A 100 kilómetros de las irrigadas parcelas de Rota está la tierra a la que Pérez llama afectuosamente “mi zona”: Los Palacios y Villafranca (Sevilla), un pueblo polvoriento que bebe de la cuenca del Guadalquivir que, con los embalses a menos del 25% de su capacidad, es una de las más vacías de España. Donde antes brillaban kilométricos espejos de agua por las inundaciones de arroz, hoy crujen los terrones secos al desmoronarse bajo la suela. Los campesinos cuentan que la desertificación ha abierto grietas en las que cabe un antebrazo. “Esto era un espectáculo, pero ahora es un desierto”, afirma Juan Muñoz Moreno, de 49 años, presidente de la Comunidad de Riego de Las Marismas del Guadalquivir, un trabajo que, dadas las circunstancias, lo obliga a lidiar con gente descontenta a cualquier lugar al que llega.

La sequía en Andalucía es un fenómeno previsible dado el progresivo desequilibrio entre la oferta y la demanda, señala. El crecimiento exponencial de las tierras que se riegan con agua embalsada han puesto en jaque el sistema de abastecimiento, que apenas ha sumado embalses en los últimos 50 años.

La cuenca del Guadalquivir, donde tienen sus tierras Pérez y Muñoz, ha pasado de 598.000 hectáreas dependientes del riego en 1998, a las 881.000 en la actualidad. A pesar de esto, la región pasó de recibir 5.000 hectómetros cúbicos de agua en 2020, a disponer solo de 500 este año, según la comunidad de riego. Aún peor, hace cuatro años que la lluvia brilla, pero por su ausencia. La precipitación acumulada en España se ha reducido en un 39,5% en los últimos cinco años, según la última medición de la AEMET del 20 de julio.

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Por cada hectárea que un campesino inscribe en el riego, la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, que depende del Gobierno central, recibe cerca de 120 euros adicionales en impuestos. Muñoz señala que “a la Administración le interesa que haya más tierra en regadío, porque recoge más dinero”. Él, como otros campesinos de Las Marismas, lamenta que este aumento de la recaudación no se materialice en infraestructuras para el agua.

La sequía también ha enviado lejos a Vicente Ruiz García, de 44 años, que salió hace dos años de Las Marismas rumbo a Portugal, donde tiene 1.200 hectáreas de girasol. Sus nuevos cultivos se abastecen del embalse de Alqueva, que se nutre del Guadiana y es el más grande de Europa occidental, con más dotación de agua que toda la cuenca del Guadalquivir. “Lo que me ha costado es adaptarme a estar en otro país y al idioma, pero lo que más extraño es la familia”, narra por teléfono. Pese a las dificultades, el proceso ha sido exitoso: las dos primeras cosechas han generado ganancias, aunque los costes de producción se hayan incrementado, al menos, un 25% según sus estimaciones. “Mientras no llueva, voy a seguir aquí porque en España no tengo actividad”, sentencia Ruiz.

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De vuelta a España, donde el agua no fluye tanto como las deudas, Muñoz alerta de que hay “mucha gente que se ha hipotecado para comprar maquinaria o más tierra y ahora se tienen que buscar la vida o lo pierden todo”.

Pérez pidió un préstamo hace ocho años para adquirir tractores, cosechadoras e insumos. Paga 35.000 euros anuales, cada vez con más dificultad con la productividad a medio gas. Las cuentas de esta temporada en Las Marismas se resumen para él en “lo comido por lo servido”: lo justo para pagar la inversión de la siembra.

Mientras conduce su camioneta por las reverdecidas tierras de Rota, su primo Jesús lo llama por teléfono desde Las Marismas para lamentarse porque, de las 21 hectáreas de tomate que sembró, tendrá que “abandonar” 12 para usar esa agua en las nueve restantes. Tras colgar, Pérez pronostica que, con un solo riego, “no salvará casi nada”. Sin embargo, su situación en Rota, aunque con agua, tampoco es la mejor. De las 40 hectáreas de tomate, 15 se perderán por la peseta. “Eso me quita el sueño porque se va a comer todo el trabajo que he hecho aquí. Se va a comer todo mi verano”, confiesa.

En el mundo rural, la sequía lo abarca todo. No solo los agricultores dependen de las cosechas, también los sectores del transporte, fertilizantes, maquinaria o procesadoras de alimentos. La ralentización de la economía en el pueblo es palpable para Muñoz: “Los bares están vacíos. El que antes salía tres veces a cenar, ahora sale una”. Minutos después, durante un recorrido por la llanura de Las Marismas, sentencia: “Aquí tenía que haber gente trabajando toda esta tierra”, pero a ambos lados de su Ford S-Max solo se avista un desierto marrón infinito donde, de vez en cuando, retoña una planta entre las grietas del suelo, sin ningún porvenir.

Las cuatro transformadoras de tomate que tiene Andalucía están en Las Marismas. Con capacidad para convertir 9.000 hectáreas de cultivos en pasta procesada, esta temporada solo disponen de un tercio de materia prima y han cerrado dos plantas. Manuel Diana, gerente de una de las procesadoras, saca cuentas en nombre del gremio del tomate: “Hemos dejado de generar 56.000 jornales y de facturar 85 millones de euros”. Esta empresa ha optado por ofrecerle un anticipo de cosecha a los agricultores que migren a otras regiones, que deben devolver luego, para evitar la paralización de la fábrica.

En España no hay cifras oficiales, pero en el mundo hay 32,6 millones de desplazados por el clima ―2,2 millones a causa de la sequía―, según el informe de IDMC. Los desastres climáticos son la principal causa de la migración forzosa, por encima de las guerras. El Banco Mundial calcula que este éxodo llegará a los 216 millones en 2050. Sin embargo, una persona que abandone su casa por sequía o inundaciones no puede solicitar refugio como hacen los desplazados por la violencia. Aunque la ONU reconoce el término de migrante climático, este concepto no existe en el Derecho Internacional.

Mientras permanezca la sequía, los campesinos seguirán emigrando, con la amenaza que esto implica para la soberanía alimentaria, el encarecimiento de los alimentos y el drama humano de los desterrados. “Necesitamos que llueva”, apunta Pérez en forma de súplica. Sabe que si no llueve en otoño, el año que viene tampoco habrá agua en Rota, lo que llevaría a muchos a tener que irse más lejos o incluso a dejar de cultivar. “Si esto sigue así yo me buscaré un trabajo de albañil”.

Este trabajo forma parte de un especial sobre la sequía realizado por los alumnos de la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Consulta aquí más información sobre el máster.

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