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Bienvenidos a ‘MAGA, D. C.’: Trump lanza su venganza contra Washington

El presidente se ceba con la capital de EE UU, una ciudad demócrata cuyos vecinos sufren los despidos masivos de funcionarios, y los ataques a la independencia de sus instituciones culturales y de la prensa

Her Diner restuarant Washington
El restaurante Her Diner, en el barrio de Adams Morgan, en Washington, el viernes. Sus dueños han colocado en el escaparate mensajes de apoyo de los trabajadores federales despedidos por Musk.Gabriela Passos
Iker Seisdedos

Uno de los hits de la decoración del Butterworth’s, mezcla de bistró francés y salón inglés pasada por Nueva Orleans, es un cartel original de la feria de San Isidro de 1967, en la que torearon Antoñete, Paquirri y Curro Romero. “Está ahí por lo que simboliza la figura del matador: el espíritu de riesgo y recompensa”, explica Raheem Kassam, copropietario del restaurante, que abrió sus puertas en octubre en Capitol Hill, barrio de Washington en la trasera del Congreso. “Pero sobre todo”, añade, “es un homenaje a las tradiciones que este lugar honra”.

Kassam, británico de 38 años y viejo colaborador del ideólogo trumpista Steve Bannon, junto al que presentó su pódcast, War Room, es una personalidad de la derecha alternativa estadounidense. Así que no puede extrañar que Butterworth’s, bautizado con el apellido de su socio mayoritario, un abogado australiano de Uber, se haya convertido en lugar de encuentro en la capital del mundo MAGA (Make America Great Again) desde la vuelta de su líder, Donald Trump, al Despacho Oval. Aunque en su carta, donde el tuétano y steak tartare invitan a pensar en una versión más refinada del culto trumpista, no haya rastro ―“conscientemente”, dice el tercer socio, Bart Hutchins―, del menú (infantil) favorito del presidente: hamburguesa y Coca-Cola Light. “Solo servimos buena comida de café”, advierte Hutchins.

El copropietario del Butterworth's, Bart Hutchins, recibe a los clientes en su restaurante de Washington, el viernes por la noche.
El copropietario del Butterworth's, Bart Hutchins, recibe a los clientes en su restaurante de Washington, el viernes por la noche.Gabriela Passos

Una noche cualquiera, uno puede encontrar entre la ración habitual de políticos y trabajadores del Congreso que pululan por el barrio a Natalie Winters, jovencísima reportera de War Room o a Kash Patel, cuya lealtad a Trump le ha llevado tan lejos como a dirigir el FBI. En las ocasiones especiales, como la fiesta con barra libre que dio Bannon la semana pasada, las dos plantas del Butterworth’s ofrecen un ambiente aún más insólito en esta ciudad demócrata: gorras rojas y pegatinas que piden un tercer mandato de Trump; a Kari Lake —la escogida para desguazar el medio gubernamental Voice of America— tomando el micrófono para recordar a los hombres presentes que solo su virilidad salvará el país; y a un puñado de presos del 6 de enero recién indultados.

Tal vez nada haya simbolizado más crudamente quién manda ahora en Washington, que dio un 92,5% de sus votos a Kamala Harris, que ver regresar cuatro años después con la cabeza alta al lugar del crimen a participantes en el asalto al Capitolio, y en especial, a Enrique Tarrio, cabecilla de los Proud Boys, a quien le cayeron 22 años de cárcel.

“Ahora, por lo menos, [los vecinos de la capital estadounidense] nos aceptan. No les queda otra: Trump ha ganado el voto popular y controla las dos Cámaras”, considera Kassam, que insiste en que en su local no preguntan a nadie “por sus ideas políticas”. Para probarlo, Hutchins confiesa que “todo el mundo” organiza allí fiestas privadas, “de Bannon a Amazon, y todo lo que hay en medio”, tal vez sin darse cuenta de que ya no hay tanto en medio. Kassam también recuerda que ha entrevistado al presidente “varias veces” y que, “aunque la gente no quiera creerlo”, se trata de “un hombre que busca el entendimiento”.

“En su primer mandato, comprobó que la ciudad no lo quería; se sintió atacado”, rememora sobre su llegada por sorpresa al poder en 2017. Entonces, Trump y los suyos se atrincheraron en el hotel que el presidente tenía en la ciudad y que tuvo que vender después de dejar la Casa Blanca. A él no se lo vio nunca fuera de allí (más concretamente, de BLT, su restaurante de carne), pero sus aliados comprobaron la hostilidad de la que eran capaces sus nuevos vecinos, como aquel que llamó “fascista” al ideólogo xenófobo Stephen Miller, cuando lo vio cenando en una taquería después de decretar la separación de menores migrantes en la frontera.

Esta vez, no se ha registrado aún ningún episodio como aquel. En parte, añade Kassam, porque han vuelto —Miller también— con la lección aprendida: “Han sido ocho largos años, y ocho años dan para aprender muchas cosas”, dice.

El Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas de Washington, situado a orillas del Potomac, el pasado viernes.
El Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas de Washington, situado a orillas del Potomac, el pasado viernes.Gabriela Passos

Visto lo visto, también para urdir una fenomenal revancha. En las seis semanas que lleva en el cargo, el presidente ha puesto patas arriba incontables órdenes de la vida estadounidense (así como el orden mundial) y se ha cebado especialmente con Washington, tanto con la ciudad, como con la idea del poder político que esta representa. Ha lanzado un asalto sin precedentes a sus instituciones culturales, de su templo de la música y las artes escénicas, el Kennedy Center, a los museos, a los que ha ordenado acabar con sus políticas de inclusión. Ha hostigado a los cerca de 373.000 empleados públicos que viven en la región. Ha pulverizado las reglas de la prensa que cubre la Casa Blanca y cuestionado su arquitectura civil, que exige que cumpla criterios “neoclásicos, regionales o tradicionales”. Incluso ha amenazado con hacerse con el control del Distrito de Columbia (DC) porque, asegura —con su conflictiva relación con la verdad— que “hay demasiado crimen” y “demasiados campamentos de indigentes”. Podría llegar a hacerlo: el Gobierno de DC, al no ser un Estado, depende de quien domine la Cámara de Representantes; de los republicanos, en este caso.

“Su cálculo es que tomarla con la capital puede darle buenos resultados políticamente en el resto del país”, explica el reportero de The Atlantic Mark Leibovich, autor de dos brillantes libros sobre la vida en Washington en tiempos de Obama (This Town, esta ciudad) y del primer Trump (Thank You for Your Servitude, gracias por su servidumbre). “Ambos partidos llevan años haciendo campaña con la idea de cambiarla, aunque nadie ha vendido mejor que él la ficción de que es un lugar podrido, una ciénaga [The Swamp] pestilente”.

Leibovich, que ha vivido varios cambios de Administración, dice que esta vez hay más gente que nunca afectada por el nuevo régimen, y que eso ha cogido por sorpresa a sus vecinos, que, según los expertos, podrían estar asomándose a una recesión, con tanto despido y tanta contracción del consumo. No solo eso: acostumbrados a ser personajes de reparto del gran teatro del poder washingtoniano, se ven de pronto convertidos en sus involuntarios protagonistas.

Juliane Alfen, empleada del USAID despedida por Musk, deja la agencia tras recoger sus cosas el jueves pasado.
Juliane Alfen, empleada del USAID despedida por Musk, deja la agencia tras recoger sus cosas el jueves pasado. Nathan Howard (REUTERS)

Primero, Trump ha ido —con la ayuda de Elon Musk— a por los funcionarios. Los ha insultado, humillado y despedido, mientras la sociedad civil, exhausta tras 10 años de retransmisión ininterrumpida de su reality show político, ha organizado tímidas protestas contra esas medidas, a la espera de ver si los tribunales logran pararlas y en vista de que los demócratas parecen desaparecidos en combate. En el punto de mira de esa resistencia está el hombre más rico del mundo y sus colaboradores en el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), una especie novedosa en el hábitat de la capital: son muy jóvenes, campan a sus anchas por las agencias federales y ya se han ganado el apodo de muskrats, ratas almizcleras.

En otra muestra de un vasto repertorio de crueldad laboral, los trabajadores despedidos del organismo dedicado a la Cooperación Internacional, USAID, tuvieron este jueves 15 minutos para recoger sus cosas. Un grupo de gente los esperaba fuera para darles ánimos, y una joven llamada Juliane Alfen explicaba con lágrimas en los ojos que dentro los operarios estaban descolgando las fotografías de los proyectos de ayuda humanitaria en los que había participado.

Para consolar a Alfen y al resto, no dejan de surgir ideas para ayudarles a pasar el trago: cafés y entradas al teatro gratis o descuentos en tiendas. En un restaurante de Adam’s Morgan, la zona más animada (es un decir) del centro, el restaurante “queer e inclusivo” Her Diner ha colocado fotos de funcionarios en su escaparate y un cartel en la marquesina: “Cada tarde, abrimos nuestras puertas para proveerles de un espacio seguro en el que puedan compartir sus historias”, explicaba el encargado, Shane Patil, este viernes por la noche.

Restaurante Her Diner, en el barrio de Adams Morgan, en Washington, con un mensaje de apoyo a los trabajadores federales despedidos por Musk.
Restaurante Her Diner, en el barrio de Adams Morgan, en Washington, con un mensaje de apoyo a los trabajadores federales despedidos por Musk.Gabriela Passos

Por la tarde, en el gran hall del Kennedy Center (KC), a los asistentes a un concierto gratuito de la Sinfónica Nacional les unía la incertidumbre por el futuro de un complejo que se inauguró en memoria de JFK y que alberga la ópera y el auditorio de la ciudad. En un movimiento inesperado para alguien que no ha pisado en su vida el lugar, Trump anunció a principios de febrero que tomaba el control del centro cultural, del que pasaba a ser su presidente. Despidió al patronato bipartidista, nombró uno nuevo, lleno de fieles, como su jefa de Gabinete, Susie Wiles, y el cantante de country Lee Greenwood, y puso al frente a Richard Grennell, exembajador en Alemania, con la misión de limpiar del “virus woke” del KC, y específicamente, “los shows de drag queens dirigidos a los jóvenes”.

Cancelaciones y dimisiones

De momento, han eliminado espectáculos como la actuación del Coro de Hombres Gais de Washington y ha habido cancelaciones voluntarias de músicos (Rhiannon Giddens) y actrices (Issa Rae). La soprano Renée Fleming y el cantautor Ben Folds han dimitido de sus puestos de asesores, y, según cuenta Toni Codinas, miembro del patronato del Washington Bach Consort, dedicado a la música antigua, en la ciudad ya se habla de los “refugiados del Kennedy” para referirse a los donantes, esenciales para el sustento de las artes en este país, que han decidido llevarse su mecenazgo en busca de otros horizontes en vista del asalto de Trump.

El director de orquesta español Ángel Gil-Ordóñez, que vive en Estados Unidos desde 1993 y actúa con regularidad en el KC, afirma, por su parte, que él no piensa irse “a ninguna parte”: “Es mi casa”, añade. “Lo primero que hacen los regímenes autoritarios es tratar de controlar las artes; lo sabe cualquiera que estudie la historia de Weimar. Hay que resistir desde dentro”.

El público del viernes se debatía entre pensar que el cambio se traducirá en “más country y en conciertos de [el rapero MAGA] Kid Rock y del tenor ese espantoso que tanto le gusta a Trump [Christopher Macchio]” y confiar en que el presidente tendrá cosas más urgentes que meterle mano a un centro que ofrece unos 2.000 eventos anuales, con uno que destaca sobre el resto: la Kennedy Honors Gala, que desde 1978 distingue anualmente a personalidades de las artes en una tradición que Trump interrumpió en su primera Administración, temiéndose un desplante, del que ahora se está cobrando la venganza. “Será interesante ver a quiénes escogen ahora. Ahí [en septiembre] veremos claramente hasta dónde llegan sus ganas de intervenir”, opina Leibovich.

El Kennedy Center, de Washington, esta semana.
El Kennedy Center, de Washington, esta semana.Gabriela Passos

Hasta entonces, lo único claro es que el movimiento de Trump carece de precedentes. También, que es ampliamente apoyado por los conservadores de Washington, entre cuyos referentes figura el matrimonio Schlapp, dos de las criaturas más trumpistas de la ciénaga. Él, Matt, preside la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC), la cumbre republicana más importante de Estados Unidos. Ella, Mercedes, es una personalidad de los medios y presenta el evento. Considera que el asalto al KC era “necesario”, porque suponía “una sangría de dinero” [cuenta con un presupuesto de 268 millones de dólares (258 millones de euros) y el año pasado registró un déficit de un millón]. “Había que acabar con la promoción de lo woke y de la agenda radical”, opina. O, como lo resume Kassam, el aliado de Bannon metido a hostelero, “una cosa es montar La Traviata y otra es que la izquierda se comporte como acostumbra de un modo dictatorial con la cultura”.

A Schlapp también le complace ver cómo Trump está “dominando la narrativa”, “sin dar respiro a los medios que siempre fueron hostiles con él”, obligados ahora “a cubrir todas las cosas sensacionales que está haciendo cada día”. En la misma semana en la que Jeff Bezos, propietario de The Washington Post, ha puesto al servicio del nuevo Gobierno la página de Opinión del gran diario de la ciudad, el presidente, que ha vetado a la agencia de noticias AP por su negativa a usar la denominación adoptada por decreto para el Golfo de México, ha ido aún más lejos al arrebatar a la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca el poder para organizar la cobertura del pool, ese grupo de periodistas que sigue al presidente y comparte la información con el resto. Desde 1914, ellos decidían qué medios participaban de ese privilegiado acceso. La portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, proclamó el miércoles que ahora será su equipo el que se encargue de eso, para “devolver el poder al pueblo”, dijo, y dar cabida a “otros”. Que han resultado ser, además, afines a Trump.

Un escalofrío ruso

Esa es la explicación de por qué en la desagradable encerrona del viernes en el Despacho Oval al presidente ucranio, Volodímir Zelenski, un tipo en representación del conglomerado MAGA Real America’s Voice, cogiera el micrófono y afeara a Zelenski que no vistiera traje en tan solemne lugar (el mismo solemne lugar que casi cada día profana Musk con sus camisetas). Resulta que ese tipo es además novio de Marjorie Taylor Greene, la congresista más trumpista del Capitolio (y eso que la competición es dura).

En vista de las nuevas reglas, Peter Baker, de The New York Times, uno de los reporteros más veteranos y respetados de la Casa Blanca, recurrió a su pasado como corresponsal en Rusia a finales de los noventa para escribir que “en estos días en Washington se siente un escalofrío similar al de Moscú” en los primeros tiempos de Putin.

Cartel de la Feria de San Isidro de 1967, en el restaurante Butterworth’s, en Washington.
Cartel de la Feria de San Isidro de 1967, en el restaurante Butterworth’s, en Washington. Gabriela Passos

Muchos en la ciudad demócrata están estos días experimentando escalofríos parecidos. Otros —algunos de los cuales cenan habitualmente tuétano en el Butterworth’s con la feria de San Isidro enfrente― considerarán “histérico” el análisis de Baker, como le dijo la portavoz de la Casa Blanca al periodista en un post de X al que añadió el emoticono del payaso. Leivobich, el gran cronista de los vaivenes de Washington en función de quién se siente en el Despacho Oval, aconseja un poco de paciencia. Han pasado seis semanas que parecen seis años, pero aún la capital no se ha rendido, dice, ante el asedio de Trump.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.
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