Todas las guerras de Yemen
El país padece la peor crisis humanitaria mundial tras seis años de conflicto, aunque el dengue y la desnutrición causan más muertos que las balas o la covid-19
“Es un lugar fantástico. Un paseo en el tiempo”. La británica Munazza Chamdhary lo escribió el 30 de noviembre de 2007 en el libro de visitas del pequeño museo de Habban, en la céntrica provincia de Shabwa, uno de tantos poblados de Yemen que han quedado vacíos y sumergidos en la pobreza. Las latas de leche en polvo y tomate en conserva de los tiempos en que fue una colonia británica comparten polvorientas estanterías con jofainas autóctonas en el centenario edificio de adobe. Hace tiempo que se fue la última turista, las páginas del libro quedaron en blanco y ahora los niños rompen a llorar cuando ven a una extranjera.
Reem Bassam, de 28 años, vecina del pueblo, tiene que recorrer casi tres horas en coche hasta el único hospital público de Ataq, capital de la comarca, porque su hija sufre una severa desnutrición. Acuclillada sobre la cama de hospital, espanta las moscas que revolotean sobre el pálido rostro de Muna, de seis meses. El hospital tiene 120 camas y cuatro salas de operaciones. La contienda ha inhabilitado la mitad de los centros médicos: “Este el más cercano”, asegura resignada Reem. Al igual que el resto de los 30 millones de yemeníes sobrevive como puede a los seis años de guerra y a la creciente pobreza en lo que la ONU ha calificado como “la peor crisis humanitaria mundial”. Los frentes se han cobrado más de 110.000 muertos ―el 10% civiles― y 3,6 millones de desplazados. El 80% de los yemeníes necesita asistencia humanitaria y el país ha quedado partido en dos: el norte huthi, respaldado por Irán; y el sur, que a su vez ha quedado fracturado desde 2017 entre los secesionistas que avalan los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y los seguidores del Gobierno del presidente Abdrabbo Mansur Hadi que acoge Arabia Saudí. Y, a pesar de todo, en este país, el más pobre de la región, mueren más niños por dengue y desnutrición que por las balas o la covid-19.
La ONU ha registrado 2.067 infectados y 601 muertos por coronavirus desde el inicio de la pandemia en todo Yemen. Solo en Shabwa, el director del hospital de Ataq, Ali Nasser Saeed, cifra en 3.480 los casos de dengue –52.000 en todo el país–: el mosquito es responsable de 15 de las 60 muertes registradas el pasado mes. Además, enfermedades que se creían desterradas acechan de nuevo a los yemeníes como el cólera o la difteria, y surgen otras nuevas, como la chikungunya.
La cooperación saudí proveyó hace unos meses a la provincia con su primer laboratorio para realizar más de 3.800 pruebas PCR. Solo 90 tests han detectado positivos por covid, y en toda la provincia se han contabilizado apenas 46 fallecimientos. “Hace dos meses que no registramos ningún nuevo caso”, dice Hisham Said, responsable del reluciente, pero vacío, centro. Parte del personal médico alude a la “alta moral de los yemeníes” para justificar la inexplicable ausencia de contagios, pero Naciones Unidas alerta de la falta de testeo y del estigma que el contagio del virus genera en la sociedad.
En el hospital de Ataq el problema no es la covid. El pequeño Rami Saleh, de seis años, lucha bajo una mosquitera por superar la fiebre del dengue. Los ojos de Fátima, su madre, entran en cólera tras la ranura de su niqab. Se queja de la creciente carestía de los alimentos (los precios han aumentado hasta un 15% desde 2018 según la ONU, mientras que el real yemení pierde dos tercios de su valor), y de un sistema sanitario en el que hay que abonar el 50% de cada factura hospitalaria: 10.000 reales yemeníes (34 euros) por tratar una diarrea habitual en un país donde el salario medio ronda los 100 euros. El doctor Mohamad Yiradi visita a dos bebés que sufren desnutrición severa, mientras los pequeños se esfuerzan por respirar. Save The Children ha alertado sobre una desnutrición infantil casi endémica en Yemen: sus cifras baten un récord negativo con un incremento del 10% en 2020: lo que deja a 100.000 menores de cinco años entre la vida y la muerte.
A la covid-19, la guerra, la hambruna y la pobreza, se suma la crisis de acceso al combustible provocada por el cerrojo comercial impuesto por la coalición sobre el norte de Yemen. La crisis encarece los trayectos a la ciudad y no todos los padres pueden hacer frente al coste de un taxi para ingresar a sus hijos enfermos. El acceso al agua, ni siquiera potable, es otro desafío diario para familias en las que la escolarización hace tiempo que pasó a un segundo plano. “Estamos muy decepcionados de la ayuda de la comunidad internacional”, se queja el jefe de la unidad de Derechos Humanos en la alcaldía de Ataq. La ONU solo ha recibido el 24% de los 680 millones de euros solicitados este año para la respuesta humanitaria en el país.
Mientras tanto, en las oficinas del gobernador de Shabwa, Mohamed Saleh Bin Adio, el trajín de bolsas de plástico rosadas mantiene a medio centenar de hombres ocupados. De ellas extraen tallos de cat ―un arbusto con propiedades estimulantes semejantes a las de la anfetamina― que van deshojando para llevarse a la boca y mascar durante las seis largas horas que dura la sesión de debate, mientras la sala se va cargando con el humo de tabaco. Bin Adio, que lleva dos años en el puesto, habla de proyectos, de turismo, carreteras y hospitales ante un reducido grupo de periodistas extranjeros llegados en un viaje organizado por el Centro Sana’a para Estudios Estratégicos. Para el gobernador es urgente que regresen a la provincia las empresas internacionales, como la francesa Total. Shabwa es una de las tres provincias más ricas del país gracias a sus yacimientos de hidrocarburos. “Ahora el 20% de los recursos procedentes de los hidrocarburos entran en las arcas públicas y son invertidos en proyectos de desarrollo”, se felicita Saleh Ahmed Baodah, responsable de la cartera energética que cifra en 35 millones de dólares –29 millones de euros– los ingresos del crudo y gas desde 2018 para un territorio poblado por unos 600.000 habitantes.
“¿De qué sirven tantas carreteras nuevas si los niños mueren de desnutrición y no hay médicos en la maternidad del hospital? Las construyen con fines militares y comerciales únicamente”, arremete el secesionista Salem Ahmed Hussein al Marzaki, jefe de la circunscripción pública del Consejo de Transición del Sur (CTS) en una reunión a puerta cerrada en un hotel de Ataq. El gobernador de Shabwa defiende que ha relanzado la reconstrucción de un segundo hospital que albergará el doble de camas que el primero e incluirá una maternidad. Se empezó a construir en 2014 pero fue bombardeado y nunca abrió sus puertas. La obra, valorada en 1,7 millones de euros, cuenta con un potente generador para asegurar el funcionamiento de quirófanos y salas de cuidados intensivos en un país sumido en las tinieblas por la falta de combustible.
Atrapados entre dos guerras
En las oficinas del gobernador provincial, la conversación gira hacia la guerra. “Hace un lustro apenas controlábamos tres kilómetros cuadrados y ahora tenemos los 17 distritos de Shabwa al completo bajo las órdenes del Gobierno legítimo”, dice orgulloso el gobernador. Por “Gobierno legítimo” se refiere al que lidera el presidente Abdrabbo Mansur Hadi, reconocido por la comunidad internacional, aunque gestiona los asuntos desde la capital saudí, su mayor valedor regional.
En la sala, un hombre en la treintena, de gesto inmóvil y con el rostro picado, al que le faltan varias falanges de la mano derecha y luce una rudimentaria prótesis bajo la rodilla derecha, recuerda que en los confines de Shabwa se libran no una, sino dos guerras civiles. Es el general de brigada Abd Rabbo Laakab que acaba de volver del norte, donde los huthi avanzan lentamente en sus posiciones sobre la vecina provincia de Mareb. Tiene bajo su mando a 2.500 soldados y lucha en el Ejército regular. Hace cinco años que batalla contra el avance huthi después de que tomaran la capital, Sanaa, en septiembre de 2014. El presidente Hadi tuvo que desplazar entonces su capital a Aden, de donde fue expulsado en 2018 por las fuerzas secesionistas del Consejo de Transición del Sur (CTS). El expresidente Ali Abdalá Saleh corrió peor suerte: a finales de 2017 fue asesinado por sus hasta sus entonces aliados huthi. “Si cae Mareb, Shabwa será la siguiente y será la puerta de los huthi hacia el sur”, advierte el militar.
Es precisamente contra el brazo armado de los secesionistas del CTS con el que Shabwa mantiene un segundo frente abierto desde agosto de 2019 y cuyo epicentro se sitúa ahora en la sureña localidad de Shukkra. “Los emiratos quieren controlar todos los puertos desde las islas de Socotra hasta el estratégico estrecho de Bab el Mandeb, pasando por Aden. Su objetivo es también el de expulsar al partido Al Islah”, resume Salem el Aulaki, a cargo de la seguridad del gobernador. Tanto Hadi como el mandatario de Shabwa son aliados del partido islamista Al Islah, rama local de los hermanos musulmanes que se han hecho con el terreno político y geográfico arrebatado a los huthi y a Al Qaeda, una expansión que los emiratos intentan impedir con más de 15.000 milicianos locales.
Los acuerdos de Riad de noviembre de 2019 pretendían poner fin a las trifulcas en el sur entre los dos principales aliados de la coalición —UAE y Arabia Saudí junto con Egipto y Bahrein— y aunar a todas las fuerzas contra los rebeldes huthi bajo un Gobierno de 24 carteras previa retirada de las milicias del CTS de Aden. De momento, el pacto ha caído en saco roto. Para el gobernador Bin Adio, los Emiratos representan una fuerza invasora que codicia los recursos de Yemen, como el yacimiento de Balhaf, al sur de Shabwa. Unos 200 emiratíes y 800 yemenís custodian el lugar, apunta. “Un proyecto industrial de 5.000 millones de dólares [4.190 millones de euros] convertido en un generador para tres pueblos”, según lo describe Louis Imbert, especialista y periodista de Le Monde. Para los miembros del partido secesionista, es Riad quien impone su agenda de intereses en el país.
“Para los saudíes, el principal enemigo son los huthi y por ende mantener la seguridad en su frontera sur con Yemen”, prosigue Salem el Aulaki. La sempiterna lucha por el control regional entre Riad y Teherán se impone en este frente donde las luchas religiosas chií-suní se desvanecen en el terreno por una más enraizada dinámica tribal. Por su parte, la potencia persa se ha posicionado como valedor político del campo huthi, de confesión zaidí y más cercana a los chiíes.
“Lo importante es que saudíes y emiratos salden sus disputas y que haya estabilidad y se creen puestos de trabajo”, valora durante una cena en el desierto de Shabwa el septuagenario líder tribal Sheikh Saleh Jarbou al Nassi. La opción de un estado federal parece complacer a no pocos de los líderes allí presentes. Los veinteañeros visten la tradicional abaya con la jambiya (daga étnica) ajustada al cinto y una escopeta colgada al hombro. “No hay más trabajo que el de soldado”, repiten los jóvenes cuya alternativa es el pastoreo de ganado o la apicultura. “El problema de Yemen no es militar, sino económico. Mantener la seguridad es clave para el retorno de inversores extranjeros y locales”, acota optimista el gobernador. Palabras de las que el constructor Said Atif al Qaladi se ha hecho eco lanzando un proyecto de más de tres millones de euros para construir un resort a orillas de las aguas turquesas que bañan las playas de la localidad de Bir Ali, al sur de la comarca y punto de desembarco de migrantes. “Estamos cansados de luchar, de matar y de morir. Yemen lleva 50 años en guerra”, zanja el gobernador para quien la paz pasa por que el país vuelva bajo el control del Gobierno del presidente Hadi.
Cincuenta años después, bajo la impunidad que se adjudican todos los bandos, la guerra sigue sumando víctimas, como el pequeño Abdelaziz Awal Saleh. A los siete años acumula media docena de operaciones y un mapa de puntos de sutura en su enjuto cuerpo. El fuego de la artillería del Ejército yemení sacudió su casa del poblado Nusaab —a 35 kilómetros de Ataq— el pasado 14 de junio durante una refriega con una tribu vecina. Su padre, Abu Saleh Salem (37 años), tuvo que vender su ganado y endeudarse de cara a sus vecinos para costear los 40.000 euros que asegura le costó el tratamiento. El Gobierno ha respondido de un tercio del importe. Abdelaziz ya no puede montar en bicicleta y apenas camina con ayuda arrastrando la pierna derecha.
Torturas en las cárceles secretas de Yemen
Las denuncias de torturas y desapariciones se apilan en las cortes yemeníes, saturadas hasta tal punto que los civiles recurren a los líderes tribales como mediadores en la búsqueda de justicia y compensaciones económicas. La ONG Human Rights Watch ha identificado hasta 11 prisiones secretas regentadas por los Emiratos y los saudíes. Los supervivientes también acusan a las fuerzas regulares y secesionistas yemeníes de mantener centros ilegales de detención donde los testimonios de abusos sexuales se multiplican.
Por dos de estas temidas cárceles, la de Ryan, en la costera localidad de Mukallah, y en la de Balhaf, al sur de Shabwa, ha pasado Salem al Rabizi, de 23 años. Desapareció el 10 de junio de 2019 cuando las fuerzas de élite yemeníes entrenadas por los Emiratos -conocidas como las Nujba- se lo llevaron esposado. “Escribió un mensaje crítico con los EAU en Facebook”, explica su hermana Shaima, de 22 años, que junto con su padre Awad Ahmed, de 52 años, se ha lanzado en un interminable peregrinaje en busca del primogénito de seis hermanos. Con los ojos acuosos relatan cómo un mensaje de Salem en el buzón de voz les devolvió la esperanza al saberlo con vida. Han removido cielo y tierra hasta localizarle en la prisión central de la comarca oriental de Hadramouth. Enarbolan una ristra de peticiones emitidas por el Gobierno de Shabwa exigiendo su liberación que se antojan papel mojado en el pedazo de Yemen secesionista donde el centro penitenciario responde a las órdenes de los Emiratos. “Nos han robado el país [por saudíes y emeriatíes]: no podemos pescar en nuestros mares, ni usar nuestro petróleo ni aeropuertos y ni siquiera podemos visitar a nuestros familiares en unas cárceles ilegales”, protesta impotente Ahmed.
Por la prisión secreta de Balhaf también pasó un joven de 26 años que elige Odey como pseudónimo. Relata con voz pausada la sucesión de torturas que vivió en sus carnes con los ojos vendados y a manos de “hombres con acento saudí y emiratí”. Le acusaron de colaborar con la rama local de Al Qaeda. Descargas eléctricas, simulacros de ahogo, privación del sueño o largas horas colgado con cadenas del techo son algunas de las escenas que alimentan su sed de venganza contra los EAU: “Nos equivocamos al dejarlos entrar en el país, no eran los huthi sino ellos nuestro mayor enemigo”.
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