Dejad que se vayan
El hastío se impone tras dos años de conversaciones infructuosas sobre el Brexit. Pero el hartazgo viene también del comportamiento de la otrora admirada clase política británica
El empuje de los partidarios de un segundo referéndum sobre el Brexit en las últimas semanas ha llevado a muchos, dentro y fuera del Reino Unido, a creer que la salida era reversible, que el mantra del voto popular todavía lo podría evitar. Otros siguen pensando que la maraña legislativa, burocrática y política es tan sumamente tupida que nunca se podrá deshacer —y los hechos parecerían darles la razón— y que, por tanto, el Brexit, de facto, no podrá producirse.
En Bruselas, sin embargo, el sentimiento generalizado es de puro hartazgo y ya no se molestan ni en disimular. Las instituciones quieren que los británicos firmen de una (maldita) vez el famoso acuerdo —que, como han repetido hasta la saciedad, no están dispuestos a modificar— y se vayan. Y a otra cosa. Que bastantes frentes abiertos tiene la Unión.
El hastío llega después de casi dos años de idas y venidas y de estériles negociaciones. Viene también de la tremenda decepción con una clase política, la británica, que una gran mayoría de políticos y funcionarios europeos admiró profundamente en un tiempo pasado pero que ha demostrado su más flagrante incompetencia desde que a David Cameron se le ocurrió convocar un referéndum para arreglar los problemas de su partido sin pensar en las consecuencias para el resto.
Este martes no hubo sorpresa en Westminster y la propuesta de acuerdo con la Unión Europea volvió a ser rechazada, pese al último esfuerzo de Theresa May por arrancarle al presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, más garantías sobre la temporalidad de la salvaguarda irlandesa. Y aunque Jeremy Corbyn, a continuación, volvió a reclamar elecciones generales, es más que probable que la agonía continúe.
La posibilidad de un no acuerdo vuelve a estar sobre la mesa. Pero junto a los avisos de cómo se están preparando para semejante contingencia, en Bruselas muchos dan por sentado que el Gobierno de May acabará pidiendo una extensión del artículo 50 y, por lo tanto, retrasar la fecha efectiva del Brexit. Lo que no tienen claro —los británicos tampoco— es una extensión por cuánto tiempo y, sobre todo, para qué.
Una opción es que May pida una prórroga “técnica” de dos meses; la necesitaría para poder cumplir los plazos que su propio Parlamento exige para tramitar una ley. Si no hay acuerdo, esto no parece tener sentido.
La segunda opción, que flotaba en el aire estos días, es la de pedir una prórroga de 21 meses, el tiempo previsto para el periodo transitorio en el que se negociaría el modelo de relación futura. Pero, este mismo martes, el negociador europeo, Michel Barnier, desmontó esa posibilidad: “Parece existir la peligrosa ilusión de que el Reino Unido se puede beneficiar de una transición sin que haya un acuerdo de salida”, publicó en Twitter. “Seré muy claro: la única base legal para una transición es el acuerdo de salida. Si no hay acuerdo, no hay transición”.
Para facilitar las cosas, los caprichos del calendario han querido que menos de dos meses después de la fecha prevista para el Brexit (29 de marzo), deban celebrarse las elecciones al Parlamento Europeo. Lo que añade un plus de emoción. Si para finales de mayo el Reino Unido todavía no se ha ido, debe celebrar elecciones y elegir a sus representantes europeos, sea para el tiempo que sea.
Mientras los políticos no son capaces de desempeñar su trabajo con eficacia, casi cinco millones de personas (británicos en otros países y europeos en Reino Unido), y miles de empresas, ven con angustia cómo la fatídica fecha se va acercando inexorablemente, sin que ellos tengan asegurados sus derechos el día después. Víctimas, todos, de la irresponsabilidad de los políticos.
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