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DE MAR A MAR
Columna
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Trump y Bolsonaro: relaciones carnales

La manifestación más elocuente de cómo la tensión con China está dotando a Washington de una agenda latinoamericana, que no tenía, ocurrió en Río de Janeiro, en la víspera de la cumbre del G20

Carlos Pagni
Bolsonaro, en Brasilia.
Bolsonaro, en Brasilia. A. MACHADO (REUTERS)

La tregua que Donald Trump y Xi Jinping pactaron durante la cumbre del G20 para su guerra comercial, parece haber sido una ilusión óptica. Con la detención de Meng Wanzhou, la CFO de Huawei, en Vancouver, hace 10 días, el conflicto se agravó. John Bolton, el responsable del Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos, certificó que no fue un aséptico episodio judicial al revelar que estaba al tanto de la captura antes de que se produjera.

Bolton es el promotor más agresivo de ese enfrentamiento. A él se atribuye la autoría intelectual del discurso que Mike Pence pronunció el 4 de octubre pasado en el Hudson Institute. Allí el vicepresidente norteamericano pasó del terreno comercial al militar. Esa pieza retórica, la más dura y sistemática que haya elaborado el Gobierno norteamericano sobre China, corrobora que ese duelo es el eje central de la política exterior de Trump.

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La geografía principal de esta contradicción es América Latina, donde la presencia de los chinos es cada día más activa. Comercian, financian e invierten, sin las limitaciones que encuentran en Europa. Este protagonismo parecía no inquietar a los Gobiernos de Estados Unidos, que desde el ataque a las Torres Gemelas centraron su energía diplomática en Oriente Próximo. Pero esa indiferencia terminó.

Trump llegó al poder carente de una estrategia latinoamericana. Pero la contradicción con China le obliga, ahora, a delinear una. Para descubrir la región, Trump debió pasar antes por Pekín. En aquel discurso beligerante, Pence identificó el financiamiento chino al régimen venezolano de Nicolás Maduro como el principal motivo de fricción. Pero fue otro funcionario norteamericano quien describió a la región como el campo de batalla estratégico para las dos potencias. Fue el almirante Kurt Tidd, jefe, hasta la semana pasada, del Comando Sur del Pentágono. El 15 de febrero, hablando ante el Senado de su país, Tidd dijo que para enfrentar el desafío chino en la región “no alcanza el esfuerzo de todo el Gobierno; hace falta el compromiso privado, en especial de las empresas multinacionales”.

Estas manifestaciones hacen juego con muchos episodios recientes de la relación de Washington con la región. La consigna de Monroe, que Trump recordó ante la Asamblea General de la ONU, “América para los americanos”, determinó uno de los objetivos de la Casa Blanca en la negociación del nuevo tratado de comercio de Estados Unidos con México y Canadá: tender una barrera de protección para todo el bloque respecto de terceros actores, entre los cuales el más destacado es China.

En la visita del secretario de Defensa, Jim Mattis, al presidente colombiano, Iván Duque, apareció también esta novedad. El temario incluyó los vínculos con China, que en Colombia son escasos. Al final de la entrevista de Trump con Mauricio Macri, durante el G20, la vocera de la Casa Blanca enumeró, ente los asuntos conversados, “el compromiso de enfrentar la economía depredadora de China”. Ese renglón del comunicado se volvió más significativo cuando la cancillería argentina desmintió que se hubiera hablado de los chinos.

Para Macri fue un llamado de atención. Sin el respaldo de Trump, él no habría conseguido que el Fondo Monetario Internacional rescatara su programa económico con un préstamo de 57.000 millones de dólares. Al mismo tiempo, su relación con los chinos está ingresando en un área hipersensible. Macri aceptó que construyan una planta de energía nuclear. Xi presionó, en persona, para conseguir ese contrato, que representa el primer proyecto de su industria atómica en un país de porte mediano.

La manifestación más elocuente de cómo la tensión con China está dotando a Washington de una agenda latinoamericana, que antes no tenía, ocurrió en Río de Janeiro, en la víspera de la cumbre del G20. Bolton visitó al presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro. Hablaron de China. Bolsonaro no necesita que le provean de argumentos para alimentar esa discordia. Está rodeado de militares, nacionalistas como él, para quienes el avance chino sobre la industria brasileña es una pesadilla.

En los años noventa, Guido Di Tella, el canciller de Carlos Menem, caracterizó las relaciones entre la Argentina y los Estados Unidos como “carnales”. Ahora el carnalista es Bolsonaro. Su hijo recorrió varias ciudades norteamericanas con un gorro que decía Trump 2020. Esa subordinación se inspira en la hostilidad hacia Pekín. Es una enemistad riesgosa. China comercia con Brasil más de 75.000 millones de dólares por año, y en los últimos 14 lleva invertidos allí 124.000 millones. En plena campaña electoral, Bolsonaro visitó Taiwán, no se sabe si para fastidiar a Xi o para seducir a Trump. Aquella excentricidad encarna ahora en una alianza. El bullying contra China restableció un lazo entre Washington y Brasilia, que modifica el juego del poder en la región.

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