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DE MAR A MAR
Columna
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La crisis de la izquierda

La derrota del PT reanima el interrogante sobre la capacidad de los partidos progresistas para renovarse en América Latina

Seguidores de Jair Bolsonaro celebran su victoria este domingo.
Seguidores de Jair Bolsonaro celebran su victoria este domingo.Fernando Bizerra (EFE)
Carlos Pagni

La noche de su victoria, Jair Bolsonaro intentó redondear con palabras las aristas más filosas de su imagen. Se presentó como un garante de la Constitución y las libertades brasileñas. Convocó al consenso de todos los brasileños. Los nacidos dentro, pero también fuera del país. Prometió un Gobierno abierto. Y defendió un ajuste fiscal para equilibrar las cuentas públicas. Sospechado de ser ultranacionalista, Bolsonaro dijo que reconstruiría la imagen internacional de la nación. El sesgo anti-político del mensaje no fue más allá de decir que se necesita más Brasil y menos Brasilia. Todas las consignas fueron moderadas.

La agenda que llevó a este capitán retirado del Ejército a la presidencia de su país está dominada por la demanda de seguridad, de mayor transparencia y de un regreso a una moral privada conservadora. Bolsonaro había propuesto repartir armas entre la población para combatir a los delincuentes comunes. También dijo que terminaría con la tercera parte de las empresas para eliminar la corrupción. Y que, de tener un hijo gay, preferiría que muriera en un accidente. Para decepción de sus votantes más radicalizados, ninguna de esas propuestas figuró en su primera presentación como presidente electo.

¿Quién será el verdadero Bolsonaro? ¿El de la campaña o el de la victoria? Tal vez haya que esperar, como suele suceder, a que aparezcan los conflictos. Sin embargo, con independencia del perfil del sucesor de Michel Temer, la democracia brasileña está ante dos grandes desafíos.

El primero interpela a dos partidos que ocuparon un lugar eminente desde 1985, cuando los militares se retiraron del poder. El PSDB y el PMB casi desaparecieron. En la primera vuelta obtuvieron 4,76% y 1,20% de los votos, respectivamente. Se verificó en Brasil el sueño de Steve Bannon: el hundimiento del centro político. El estratega de la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, en una entrevista que publicó El Mercurio de Santiago de Chile, señaló que “el mundo se verá obligado a elegir entre dos formas de populismo: el de derecha o el de izquierda”. Bannon saludó a Bolsonaro como “un héroe”, que va a “rescatar a Brasil del borde del abismo”. Reveló que se reunió con sus hijos en Nueva York y pronosticó que, de obtener el 55% de los votos, podría cambiar las reglas de juego de su país.

El otro desafío de la política brasileña es la recreación de la izquierda. A pesar de la polarización, el PT no alcanzó el 30% de los votos en la primera vuelta. Quedó a más de 16 puntos del candidato de la ultraderecha. En la segunda, Bolsonaro superó a su candidato, Fernando Haddad, por más de 10. Una opinión muy extendida atribuye a Lula da Silva este fracaso. Le reprocha haberse empeñado en postular a un candidato de su partido, negándose a pactar con Ciro Gomes, el otro candidato de la izquierda, que obtuvo 12,47% de los votos en la primera vuelta, pero no traía la carga de desprestigio del PT. Cuando la derrota de Haddad ya parecía inevitable se especuló con su renuncia. Gomes podría, en ese caso, enfrentar a Bolsonaro y procurar la mayoría. Una quimera.

La derrota del PT reanima el interrogante sobre la capacidad de la izquierda para renovarse. Es un debate que se expande en toda América Latina. En Brasil lo expresan, además de Gomes y su PDT, Marina Silva, que sacó 1% de los votos, y, en una franja más radicalizada, Guilherme Boulos, el líder de los Sin Techo, que obtuvo 0,58%.

Boulos es la expresión de un movimiento que se registra en otras sociedades. Ocurrió en Chile, donde el Frente Amplio de Giorgio Jackson o Jorge Sharp se lanzó a desafiar al socialismo desde la revuelta estudiantil. En la Argentina, Juan Grabois acaba de lanzarse a la disputa electoral desde la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, una organización de empleados informales. Grabois, que saltó a la luz pública por su relación con el papa Bergoglio, se propone una renovación del kirchnerismo. El objetivo es, por lo menos, ambicioso. Si no contradictorio. Grabois piensa adherir a Cristina Kirchner y a la vez promete combatir la corrupción.

Grabois abre un debate problemático: el de la corrupción. La izquierda regional suele obturar la discusión sobre la transparencia administrativa denunciando que los procesos a sus líderes obedecen a una conspiración de jueces politizados. Prefiere identificar otros factores de su crisis.

El ex ministro de Economía Axel Kicillof, en una entrevista con la revista Crisis, imputó la derrota de 2015 frente a Mauricio Macri a la incapacidad para detectar las nuevas demandas que el propio kirchnerismo había activado en los sectores populares que, gracias a sus políticas, accedieron al consumo. Álvaro García Linera, el vicepresidente de Bolivia, fue el precursor de esta hipótesis, cuando Evo Morales perdió el plebiscito por su reelección en 2016.

Verónika Mendoza, que lidera Nuevo Perú y estuvo cerca de participar de la segunda vuelta presidencial hace dos años, atribuye el retroceso a la insistencia en debatir el modelo económico, postergando una agenda de reivindicaciones que van desde los pueblos originarios, el cambio climático o los reclamos de la comunidad LGTB.

El profesor Marcos Dantas, en Brasil, supone lo contrario: que la izquierda perdió el rumbo por concentrarse en justísimas demandas de minorías, pero abandonando la impugnación más general de la organización material de la sociedad. Sin saberlo, Dantas coincide con el derechista Bannon, para quien el mérito de Trump es haberse acordado de las expectativas de los trabajadores afectados por la globalización. El triunfo de Bolsonaro acelerará la discusión.

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