El pueblo belga que aloja en sus casas a enfermos mentales
Casi 200 familias acogen a pacientes a cambio de 600 euros mensuales en Geel (Flandes)
Geel tiene un museo de relojes y otro de lámparas. Un campo de orquídeas y un árbol centenario. Varios molinos y un cementerio militar donde yacen los cuerpos de 400 soldados de la Commonwealth que se batieron con los nazis en los campos de batalla belgas. Lejos del retumbar de los cañones, al cerrar los ojos el pueblo suena a ruedas de bicicleta, campanas de iglesia y patios de colegio. El infantil coro de voces es reflejo de una población que no deja de crecer. No hay motivos para lo contrario. Este enclave de Flandes es tan apacible como próspero. Su punto más transitado es la plaza del mercado, donde las terrazas se llenan en cuanto un rayo de sol atraviesa las omnipresentes nubes. Haciendo bueno el tópico, no falta un puesto de patatas fritas con su cola de fieles guardando turno a la hora de comer. Tampoco los inviernos helados. Tiendas cerradas a las seis de la tarde. Calles vacías en cuanto llega la noche. Un lugar donde a la hora de cenar el visitante de latitudes sureñas se pregunta dónde se mete la gente.
Entre tanto sopor, Geel, un municipio de 40.000 habitantes situado 60 kilómetros al noreste de Bruselas, es cuna de uno de los experimentos psiquiátricos más vanguardistas de Occidente. La localidad lleva siglos acogiendo en sus casas a enfermos mentales como invitados e integrándolos en las familias como si de parientes se tratara.
Por la casa de Toni Smit han pasado casi una decena. Se ve a sí misma como una madre para ellos. No han estado en su vientre, no los ha visto nacer, no tienen su sangre. Pero duermen en su casa, comen su desayuno, sacan su basura, alimentan a sus gallinas y fuman sus cigarrillos. Así que ella lo proclama a los cuatro vientos. “Son como mis hijos”.
A sus 70 años, enfermera jubilada, voz ronca de fumadora, forma parte de una de las 195 familias que componen actualmente el inusual modelo terapéutico de Geel. Todas ellas acogen en sus casas a pacientes con enfermedades mentales o discapacidades intelectuales. En total, 210 personas sin parientes que puedan hacerse cargo de ellos viven con desconocidos sin ninguna formación sanitaria bajo la supervisión del hospital psiquiátrico de la ciudad.
Sus responsables médicos están convencidos de los efectos positivos de que esquiven las opresivas estancias de un centro sanitario para compartir el día a día en libertad con una familia adoptiva. “Es solo una forma más de cuidar a los enfermos. Ofrecemos una vida normal. La compañía de gente real con emociones reales. Alejarlos del ambiente artificial de un hospital y rodearlos de personas felices, tristes o enfadadas”, afirma el psicólogo Wilfried Bogaerts, coordinador del programa. Entre sus funciones está entrevistar a las familias y decidir si son o no idóneas para recibir pacientes. Cuando dan el perfil, les busca el enfermo que mejor se adapte a sus características.
Antes de mudarse a sus nuevos hogares, los pacientes conviven juntos varias semanas acompañados de dos tutores. Se acostumbran a las tareas cotidianas para ser autónomos y no convertirse en una carga. Planchan, cocinan, cuidan del jardín o hacen la compra, y adquieren nuevas habilidades como aprender las normas de tráfico o a montar en bicicleta. También desvelan las preferencias sobre su futura familia: de campo o ciudad, mayores o jóvenes, con hijos o sin ellos. El personal del psiquiátrico las tiene en cuenta para facilitar su adaptación. Bogaerts dice que una vez integrados en el ambiente familiar, los beneficios son evidentes: suelen reducir la ingesta de medicación y mejorar de sus dolencias. Aunque advierte de que no hay formulas mágicas, su fe en el método la exporta a su vida privada: él mismo adopta a un menor.
¿Por qué un movimiento así existe en Geel y no en otros sitios? La respuesta está en una leyenda. En el año 600, Dimpna, hija de un rey irlandés, escapó a Geel junto a su confesor. Su madre, la reina, había muerto, y su padre quería llenar ese vacío con una mujer igual de hermosa. Frustrado ante la imposibilidad de encontrarla, eligió a su propia hija, de 15 años, por su gran parecido con la difunta. Aterrorizada ante los deseos incestuosos de su progenitor, esta huyó, pero su padre la encontró refugiada en Geel, y ante su nueva negativa a contraer matrimonio, la decapitó.
La acción del rey se interpretó como un arranque de locura, y en una época llena de supersticiones, se consideró que con su muerte Dimpna había sacado el diablo de la mente de su padre. Convencidos de su capacidad sanatoria, en el siglo XIII se empezó a rendir culto en Geel a Santa Dimpna como patrona de los enfermos mentales. En 1349 se construyó una iglesia con su nombre. Los peregrinos pasaban nueve días realizando rituales para encontrar una cura milagrosa a sus males. Su popularidad hizo que se habilitara una enfermería junto al templo, y ante la imposibilidad de absorber a tanto paciente, empezaron a alojarse con particulares a cambio de dinero. Muchos nunca volverían a sus ciudades, y Geel inició así su recorrido como capital de una forma alternativa de entender la psiquiatría que dura 700 años.
Jubilados, parejas jóvenes que siguen la tradición familiar, matrimonios con demasiado espacio en casa o solidarios deseosos de predicar con el ejemplo conforman hoy el perfil de los que hospedan. Reciben casi 600 euros al mes por paciente a cambio de meter en casa a uno, dos o un máximo de tres de ellos —“más ya sería una casa de locos”, bromean en la localidad—.
“Hay gente que cuando no tiene trabajo adopta para ganar un extra. Pero no vas a sacar dinero de esto. Gastan luz y agua, comen, se desplazan… Si alguien lo va a hacer por dinero, que no lo haga. O lo haces desde aquí —se golpea el pecho con el puño— o no lo hagas”. Sentada a la mesa ante un café, Toni Smit dice la frase como un reproche. Las buenas intenciones no han sido siempre el motivo para alojar a los enfermos. Algunos confían en ahorrar gracias al incentivo económico. Los granjeros los consideran una ayuda extra para trabajar la tierra. Otros apenas conviven: los mantienen ocupados en actividades en el hospital durante el día y se limitan a darles una habitación al llegar la noche. Y hasta hace no mucho las herencias de pacientes sin familiares vivos pasaban a sus caseros, lo que alentó la aparición de cazafortunas. Ahora ya no es posible. Las autoridades prohibieron que el dinero acabe en manos de las familias adoptivas tras su fallecimiento. Si no tienen parientes, el Gobierno se queda con los fondos.
La cuestión económica no parece un problema para Toni Smit. Vive junto a su marido, Arthur Shouten, de 64 años, conductor de autobús holandés, en una amplia casa de madera de tres habitaciones y techos altos rodeada de un terreno lleno de abetos. Entre ellos corretean dos perros, cacarean seis gallinas, y hay aparcados tres coches. Cuando llegó a Bélgica hace más de 20 años desde Salt Lake City (EE UU), Smit ignoraba que llegaba al epicentro de una colonia psiquiátrica vanguardista observada con curiosidad por expertos de todo el planeta y estudiada por investigadores de Australia, Brasil, China o Tailandia.
Cuando sus hijos se independizaron, dos habitaciones quedaron libres. Oyeron a un vecino contar que había adoptado e hicieron lo mismo. “Se trata de cuidar a la gente que te rodea. Es una reacción normal. Así me han criado. Mi familia era mormona, y aunque yo no lo soy, he heredado su sentido de la comunidad”. Hablar con Smit hace pensar que su gesto es casi ordinario, pero no todo el mundo estaría dispuesto a meter en su casa a un desconocido, menos aún si padece una enfermedad mental. “Ser normal es la enfermedad más común”, rebate riendo.
Junto a ella juguetea con un ipad Luc Ennekens, 53 años. Está delgado, viste con ropa holgada, y su expresión mantiene la frente permanentemente arrugada. Sonríe y enseña fotografías. Mira Facebook. Trae una bandera del F.C. Barcelona y pronuncia los nombres de Messi y Luis Suárez, este último acompañado de un mordisco al aire. Hace crucigramas. Resuelve una sopa de letras. Cuando acaba suelta el lápiz y acaricia el pelo de su madre adoptiva. La abraza una y otra vez, la besa y aunque solo habla holandés, interviene fugazmente en la conversación, que se desarrolla en inglés. Sufre un trastorno obsesivo compulsivo, y ahora es el único inquilino que acompaña a Smit y Shouten. El único hijo del psiquiátrico.
En el pasado hubo otros ocho. Uno de ellos, Dis Simons, compañero de habitación de Ennekens, murió hace meses a los 91 años. Ya no vivía en la casa. Smit decidió que no estaba preparada para seguir cuidándolo. Se enfermaba demasiado. Se caía. Se orinaba encima. Sus huesos envejecidos estaban frágiles. Con la paciencia de la enfermera que fue, se empleó a fondo hasta que no pudo más. Simons fue enviado de vuelta al psiquiátrico. El programa lo permite. Tanto el paciente como la familia de acogida pueden romper la relación en cualquier momento.
Hoy todas las familias de acogida residen a un máximo de 20 kilómetros del hospital por si hubiera alguna urgencia. Y pese a que los más agresivos y aquellos con antecedentes penales están excluidos del programa, en un puñado de ocasiones ha habido incidentes en los que se ha utilizado la fuerza o han llamado al teléfono del hospital, disponible 24 horas. Cuando la familia no es capaz de calmar un acceso de ira, una fuerza de guardias es el último recurso para llevarlos de vuelta al centro. Otras veces el vínculo se corta ante los temores de la familia de que suceda algo grave: Marina y René, un matrimonio joven con dos hijos pequeños, tomó esa decisión después de que su primer paciente hablara recurrentemente de suicidarse. La posibilidad de que sus hijos encontraran su cadáver les aterrorizaba.
El proyecto ha recibido a lo largo de la historia numerosas críticas de entre los partidarios de usar métodos más tradicionales. “No podemos estar de acuerdo con que un poco de aire fresco y libertad basten para tratar a los enfermos”, advertía un investigador francés del siglo XIX. El debate en la comunidad científica ha sido arduo. En 1902, el Congreso Internacional de Psiquiatría de Amberes proclamó que Geel era un modelo a imitar y debían crearse proyectos similares, pero el llamamiento fue ignorado. Geel sigue siendo un oasis terapéutico, y solo perviven comunidades parecidas en Alemania y cerca de Lieja.
El neurólogo británico Oliver Sacks se refería así a la colonia psiquiátrica: “Cuando visité la ciudad los vi paseando, montando en bicicleta, charlando, trabajando en tiendas… No hubiera sabido distinguir a los enfermos si mis compañeros del hospital no me hubieran indicado cuáles eran”.
Entre los pacientes hay casos de esquizofrenia, depresión, epilepsia, alucinaciones, ansiedad, trastornos obsesivo-compulsivos, de la personalidad, del humor o alimenticios. Muchos de ellos combinados con alguna discapacidad intelectual. Todos tienen en común la imposibilidad de valerse por sí mismos.
Tampoco Luc Ennekens puede, aunque su madre adoptiva destaca sus virtudes. “No es tonto. Si le enseñas aprende. Muchas veces me soluciona cosas con el ipad”. Ennekens visitó a Simons, su antaño compañero de habitación, cada semana hasta su muerte. Sin familia, el anciano, ante su deterioro, le dejó en herencia 350.000 euros por recomendación de Smit tras superar un largo camino administrativo para probar que tomaba la decisión conscientemente. Como marca la ley, el dinero lo gestionan abogados para evitar que la familia adoptiva se apropie de él. Cuando Ennekens pidió el iphone 8, el ipad, o la bicicleta eléctrica, Smit pagó la factura y la envió a los letrados que manejan los fondos, que le reembolsaron la cantidad.
La bicicleta eléctrica es el medio en que Ennekens se mueve para homenajear a su amigo y antiguo compañero de habitación. Cada varias semanas pedalea 20 minutos, remonta cuestas empinadas, y aparca en el cementerio. Sobre un monolito, busca el nombre entre la lista de incinerados y deposita tulipanes debajo, a unos metros de la explanada de césped donde esparcieron sus cenizas. Es uno de sus escasos momentos de soledad. Una década de convivencia después, ya no concibe la vida fuera de la amplia morada de Toni Smit. “Cuando vino era muy nervioso. Estaba asustado. Es normal al llegar a una familia extraña. Le llevó más de un mes integrarse, pero ya no quiere irse más”. Ennekens le da la razón negando con la cabeza. 13 años después de su llegada, no quiere irse más. Los primeros días paseaba por la casa dando vueltas en bucle y tomaba calmantes sin moderación, pero nunca se ha comportado agresivamente. Ahora ha reducido de siete a tres el número de pastillas que toma cada día.
Smit lo compara con un niño. Incapaz de gestionar sus finanzas o durar en los trabajos por los que ha pasado. Lo intentó como limpiador y barrendero, pero ante sus dificultades para seguir el ritmo, no pasó de dos semanas. ¿Por qué acabó en una familia de desconocidos? Vivía con su padre y murió. Se casó con una mujer con una enfermedad similar y se divorció nueve años después. Residió con su madre y ella, ya mayor, dejó de poder hacerse cargo de él. “Siempre está feliz. Solo le he visto enfadado una vez. Me sorprendió mucho. Luego nos dimos cuenta de que era el aniversario de la muerte de su padre. Creo que lo tenía en su cabeza”, recuerda Smit.
Su evolución ha virado desde un comportamiento más exaltado hasta la parsimonia con que ahora realiza sus tareas cotidianas. Una rutina donde los días parecen idénticos uno a otro. Desayuna, da de comer a las gallinas, pone agua a los perros, y repasa minuciosamente el jardín recogiendo los excrementos de los animales. La disciplinada agenda matinal tiene cada 60 minutos una concesión: Ennekens fuma un cigarrillo a las horas en punto. Una norma con la que su madre adoptiva ha reducido su compulsiva adicción al tabaco. Cuando las manecillas se acercan al momento señalado, Ennekens señala el cigarrillo entre sus dedos, mira a Smit, y una vez esta asiente con la cabeza, sale al jardín. Entonces fuma con ansiedad, dejando pocos segundos entre caladas. Y las apura hasta que el cigarrillo queda reducido a un pequeño filtro.
La identificación del pueblo con su programa médico es total. Geel se siente orgullosa de esa extraña herencia medieval que hoy aún perdura. Han pedido sin éxito a la Unesco su calificación de bien inmaterial de la humanidad. Los pocos turistas que viajan al municipio suelen hacer una parada en la iglesia dedicada a la santa origen de la tradición. E incluso penetra en el ámbito lingüístico. Van Dale, el principal diccionario en lengua holandesa recoge la expresión “venir de Geel” con el significado “estar mentalmente enfermo”. Con menos sutileza y más humor, en los pueblos vecinos, asombrados por la favorable disposición de sus habitantes a acoger enfermos, está extendido un dicho popular: “La mitad de Geel está completamente loca, y todo Geel está medio loco”.
Los números constatan que aplicar el refrán hoy resulta exagerado. La tradición vive un imparable declive. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, en su época más boyante, 3.700 pacientes se hospedaban entre 15.000 habitantes. La mayoría eran belgas, pero también había franceses y holandeses. Uno de cada cinco ciudadanos sufría un trastorno. Las tornas han cambiado mucho desde entonces. Las granjas ya no necesitan mano de obra. Las mujeres, las más pendientes de su cuidado en casa, se incorporaron masivamente al mundo laboral. El desinterés de las nuevas generaciones por seguir la tradición es patente. Y los tipos de tratamiento psiquiátrico se han multiplicado. El resultado ha sido demoledor. Los enfermos que viven hoy con familias suponen uno de cada 190 habitantes, y apenas destacan entre los vecinos de Geel. Todos han escuchado historias sobre ellos (a los ocho años se habla del programa en el colegio), pero aunque algunos los han conocido por la abuela, el tío, o la prima que adoptó en el pasado, un número cada vez mayor nunca se ha relacionado con sus miembros.
Llevando la contraria a la tendencia, en su parcela a las afueras de Geel, Toni Smit y Luc Ennekens no conciben otra cosa que no sea prolongar su relación el tiempo que la salud lo permita. Mientras Artur Shouten corta madera con una sierra para transformarla en un mueble sobre el que colocar el queso, Ennekens pone de nuevo su canción favorita en el ipad con subtítulos, y entre las paredes de la casa, hasta entonces sumida en un apacible silencio, retumba John Denver con Take me home, country roads. “La radio me recuerda mi hogar, muy lejos / y conduciendo carretera abajo tengo la sensación / de que debería haber estado en casa ayer”.
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