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Tribuna internacional
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El cocodrilo se zampó al camarada Bob

Robert Mugabe, fugaz estrella de la lucha anticolonial y sanguinario dictador de Zimbabue, acaba de ser devorado por su número dos, Emmerson Mnangagwa. Nada hace pensar que el país que pudo ser un ejemplo en África vaya a salir del desastre

Lluís Bassets
Mugabe, con el príncipe Carlos, en abril de 1980 en Harare.
Mugabe, con el príncipe Carlos, en abril de 1980 en Harare. pa (cordon press)

En su país se le conoce como El Cocodrilo, y dada la dificultad de su apellido tiene todos los números para que así se le conozca en todo el mundo. Ya se sabe que los cocodrilos esperan pacientemente y en la más absoluta inmovilidad, incluso con los ojos cerrados como si estuvieran dormidos, a que la presa se sitúe en el punto más próximo posible para zampársela de un solo bocado.

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Su nombre, Emmerson Mnangag­wa, no es fácil de retener. Es el nuevo jefe de Estado de Zimbabue, con menos oportunidades que su único antecesor, Robert Mugabe, para exhibir su personalidad ante sus conciudadanos, que ya le conocían muy bien, y sobre todo ante el mundo, que empezó a tener noticia de su existencia cuando fue destituido como vicepresidente y empezó la pelea en la cúspide del poder.

Por su edad, 75 años, es improbable una larga permanencia en el cargo. Eso en el caso de que gane las elecciones presidenciales que se celebrarán en 2018. Aunque de momento ya acaba de ganar la partida con la oportunidad que le brinda el destino de sacar a su país del pozo negro en el que él mismo se ha esforzado por hundirlo hasta el último minuto como número dos del régimen.

El relevo ha sido lisa y llanamente un golpe de Estado militar organizado por el vicepresidente depuesto, por más esfuerzos que este haga para maquillarlo como una reacción presidencial a un procedimiento parlamentario de deposición (impeachment). Mugabe firmó su renuncia después de resistirse durante una semana confinado por los militares en la residencia presidencial.

El nuevo presidente, vinculado a la matanza de 20.000 civiles ndebeles dos años después de la independencia, tiene un violento historial

La disputa en la cúspide es de libro. Quien tiene todo el poder lo retiene tanto tiempo como puede. Primero con trampas y luego con violencia. Ni siquiera la edad o la enfermedad son impedimentos. Mugabe pensaba presentarse por enésima vez a las elecciones del próximo año. En el norte del continente africano, en Argelia, está la prueba de que un enfermo terminal, sentado en su silla de ruedas y sin capacidad para comunicarse, como Abdelaziz Buteflika, puede seguir ganando elecciones.

En el límite aparece el impulso dinástico que transforma a los déspotas en monarcas y suele producir un rechazo visceral entre los poderes fácticos. Mubarak en Egipto y Ben Ali en Túnez cayeron por este motivo. En el caso de Mugabe era su esposa Grace, 40 años más joven, la que aspiraba a sucederle, apoyada por un grupo de jóvenes ambiciosos del partido único en el poder, el ZANU-PF (Zimbabwe African National Union- Patriotic Front). Ellos fueron los que intentaron dar un golpe de palacio, destituyendo a Mnangagwa como vicepresidente y obligándole a exilarse por unos días en Sudáfrica.

Si la larga y siniestra leyenda de Mnangagwa acredita su comportamiento como un cocodrilo, todavía más su ascenso a la máxima magistratura, precedida por una espera de años, si no de décadas. El Cocodrilo es el hombre fuerte de la seguridad del Estado y de los servicios secretos desde la independencia en 1980, de forma que no hay crimen de Estado en la violenta historia dictatorial de Robert Mugabe al frente de Zimbabue en la que Mnangagwa no se halle comprometido.

Su nombre se asocia a las matanzas de Matabeleland, dos años después de la independencia, en las que una brigada formada en Corea del Norte masacró a unos 20.000 civiles ndebeles, etnia a la que pertenecía Josua Nkomo, el auténtico padre de la independencia del país, con el que Mugabe compitió primero y al que persiguió y mandó al exilio posteriormente. También se asocia con la participación de las fuerzas militares zimbabuenses en la guerra del Congo en apoyo de Joseph Kabila, las violentas ocupaciones de propiedades agrícolas y las turbulentas interferencias en los procesos electorales para evitar la victoria de la oposición.

Las dos facciones enfrentadas son corruptas y despóticas. Si acaso, el Beria zimbabuense tiene más experiencia y pragmatismo

Al final, Mugabe ha caído víctima de una disputa generacional en la que han vencido los veteranos excombatientes de la independencia. Constituían la principal base política y electoral del presidente depuesto, pero ahora han preferido jubilarlo antes que permitir la toma del poder por parte de su esposa y sus amigos más jóvenes. No es fácil detectar diferencias políticas entre las facciones enfrentadas, igualmente corruptas y despóticas. Si acaso, la experiencia y el pragmatismo que se le atribuye al Beria zimbabuense le habilitan mejor que a los voraces cachorros del partido único para el programa de recuperación económica que necesita el país.

Zimbabue es todo un caso en la historia de África. El nuevo país surgido de la independencia sobre las cenizas de la dictadura blanca y racista de Rodesia del Sur tenía todo para convertirse en un modelo de descolonización y en ejemplo puntero para el continente, especialmente por su educación, su sanidad, su industria agraria exportadora y sus infraestructuras. Gracias a los acuerdos de Lancaster House, patrocinados por el Gobierno de Margaret Thatcher, arrancó como una democracia multipartidista, con un Ejecutivo en el que se incluyeron dos ministros blancos, conservó a funcionarios blancos en altos puestos de la administración y del ejército y preservó las ricas propiedades agrícolas en manos de los colonos.

Pero pronto todo se torció con la liquidación de la oposición y la deriva hacia un sistema de partido único, hasta convertirse en un régimen tan racista y despótico como el que Mugabe combatió, con la diferencia a peor de que la corrupción y la incompetencia de sus dirigentes, incluido Mnangagwa, han dejado el país en ruinas y obligado a huir despavoridos, primero a la población blanca (queda solo un 10% de los casi 300.000 que había en 1980) y luego también a los zimbabuenses (entre tres y cinco millones).

Probablemente estaba inscrito en la ideología de Mugabe y su partido, de cuño maoísta, que venció abrumadoramente por mayoría absoluta en la elecciones de la independencia y tenía en su agenda oculta la reforma agraria que desposeyera a los propietarios blancos y repartiera la tierra a la población indígena, tal como terminó sucediendo a partir sobre todo del año 2000, a costa de violencias, crímenes, corrupción y, sobre todo, destrucción de la economía. Para el Camarada Bob, tal como se le conocía, los colonos británicos eran lo mismo que el imperialismo yanqui para Fidel Castro, y a ellos recurría en cada ocasión en que necesitaba trasladar las responsabilidades de sus fracasos a un enemigo exterior.

En Robert Mugabe, 93 años, 37 en el poder, 60 en política, primero como militante anticolonialista, luego como jefe de un movimiento armado, se resume una historia larga y trágica, que tuvo un principio esperanzador, incluso brillante, y luego se convirtió en un horror sin fin. En sus años de guerrilla se le consideraba un Robespierre africano. También mereció la apelación de Hitler negro. Para lord Carrington, el ministro británico que negoció la independencia, era un “político reptiliano”.

Su biógrafa, la periodista sudafricana ya desaparecida Heidi Holland (Cena con Mugabe, La historia no contada de un combatiente por la libertad que se convirtió en tirano, 2008), lo retrata como un hombre inseguro y desconfiado, oportunista y lleno de doblez. Su reinado ha sido largo pero su gloria, breve. Fue la estrella fugaz de la descolonización africana. Nelson Mandela le eclipsó total y merecidamente como contraejemplo ideológico, político y sobre todo moral. Ahora se lo ha zampado de un solo y largo bocado el silencioso y descarado cocodrilo de sus propios servicios secretos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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