La guerra nuclear en manos de un imbécil
El Congreso de EE UU se plantea recortar los poderes presidenciales ante el pavor que suscita una decisión presidencial incontrolada. Trump quiere erosionar el acuerdo con Irán
Del loco al imbécil. Este es el paso que hemos dado en los nueve meses que lleva Donald Trump en la Casa Blanca. La teoría del loco, inicialmente utilizada para Trump, fue un invento de Nixon durante la guerra de Vietnam: nada sería más disuasivo para el enemigo que la idea de que el presidente es un loco irrefrenable, dispuesto a barrerle del mapa a bombazos aunque no hubiera motivo. La teoría del imbécil es, en cambio, de Rex Tillerson, el actual secretario de Estado y se refiere a su patrón, Donald Trump, con el que se ha enfrentado y de quien piensa que no tiene conocimientos ni inteligencia, ni siquiera madurez suficiente como para controlar el arma nuclear que tiene en sus manos. Es decir, es un “fucking moron”, un “jodido imbécil”, según aseguró irritado el 20 de julio tras escuchar sus desvaríos en una reunión de la cúpula de seguridad en la Casa Blanca.
Las alarmas acerca de la impredictibilidad de Trump vienen sonando desde antes incluso de su victoria en la elección presidencial. Pocos pueden llamarse a engaño acerca de la personalidad del presidente. Pero sus nueve meses en la Casa Blanca son todavía peores de lo que nadie pudo imaginar. De entrada, porque ni se ha moderado ni ha aprendido nada. El poder no ha actuado como factor estabilizador. Al contrario, ha acrecentado su prepotencia y sus desinhibiciones, especialmente con la perturbación de sus improvisaciones en Twitter, actualmente el mayor factor de inestabilidad de la política exterior estadounidense.
Esta semana ha presentado su nueva política de seguridad con Irán, coincidiendo con su decisión de descertificar el cumplimiento de las condiciones del acuerdo nuclear firmado por Obama en 2015. La inconveniencia de retirarse del acuerdo nuclear ha sido reconocida por todos, dentro de la Casa Blanca incluso, no tan solo porque Teherán, en contra de la descertificación, está cumpliendo sus compromisos con los seis firmantes del acuerdo nuclear (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Rusia, China, además de la UE), sino porque dicho acuerdo constituye un factor de estabilidad en una zona de alto riesgo bélico.
Trump ha denunciado el acuerdo nuclear con Irán desde el primer día. Tiene muchas razones para hacerlo. La más elemental, su repugnancia hacia todo lo que sea multilateral. Es la misma que está en la base de la retirada de la Unesco. Hay también un motivo personal. Como sucede con el Obamacare, el TTP (tratado de libre comercio transpacífico) o el acuerdo de París sobre el cambio climático, el pacto con Irán es uno de los éxitos de la presidencia de Obama que Trump quiere obliterar. En su jerga hecha de hipérboles lo ha calificado como “el acuerdo más peligroso y estúpido de la historia”.
La descertificación por parte de la Casa Blanca no debe producir muchos efectos a corto plazo y de hecho no significa su ruptura. La decisión de Trump, aplaudida por los rivales y competidores por la hegemonía regional que son Israel, Arabia Saudí y Emiratos, no tendrá seguimiento por parte de los otros firmantes, que son Rusia, China, Francia, Reino Unido, Alemania y la UE, países interesados en mejorar las relaciones con Irán y en evitar la proliferación nuclear en la región. Pero erosiona el acuerdo y abre un portillo a una ulterior ruptura por parte del Congreso.
Lo peor de todo es el mensaje implícito que contiene, dirigido al líder norcoreano Kim Jong-un: no firmes un acuerdo multilateral porque luego EE UU puede saltárselo. Con la liquidación de Sadam Husein, Corea del Norte aprendió que el arma nuclear es un seguro de vida. Lo confirmó la caída de Gadafi, que había cedido su programa nuclear a cambio de normalizar las relaciones. Ahora desaparece el modelo ejemplar de Irán, que Washington viola apenas dos años después de firmarlo. No es extraño que Corea del Sur se halle aterrorizada.
Pero es todavía más inquietante el mensaje a Teherán: sigan ustedes la vía norcoreana. Primero firmar un acuerdo, y luego incumplirlo y situarse en el umbral de la bomba y de su instalación en misiles intercontinentales. Pyongyang lo firmó en 1994, pero se retiró del Tratado de No Proliferación en enero de 2003, cuando ya estaba preparada la invasión de Irak que empezó en marzo siguiente.
Se da la circunstancia de que el mecanismo de certificación del cumplimiento por parte de Irán de los acuerdos fue ideado por el republicano Bob Corker, presidente del comité de relaciones exteriores del Senado, como cautela para evitar que el régimen de los ayatolas engañara a Obama y a la comunidad internacional. Pues bien, el propio Corker es quien ha hecho unas declaraciones en las que acredita que los comentarios de Trump en Twitter significan un peligro para la paz y podrían llegar a desencadenar la tercera guerra mundial.
El senador encuentra consuelo para su enorme preocupación con un presidente que actúa en la escena mundial como si estuviera en un reality show en el equipo de veteranos que le vigilan en la Casa Blanca, formado por el secretario de Estado, Tillerson, el secretario de Defensa James Mattis y su jefe de gabinete y general como el anterior, John Kelly. Pero no está claro que tal vigilancia sea suficiente para controlar el mayor factor de inestabilidad mundial que es el propio presidente.
El país que vive de forma más traumática la conducta de Trump es un estrecho aliado de EE UU como Corea del Sur, que sería la primera víctima en caso de una conflagración entre Washington y Pyognyang. Los tuits de Trump, según cuenta Se-Woong Ko, director de la revista digital Korea Exposé, “hacen caer ya de forma rutinaria los valores de la bolsa de Seúl”. Sus amenazas provocan el pánico en la población, que solo piensa en planes de evacuación y kits de supervivencia.
La mayor preocupación del establishment de seguridad estadounidense es el inmenso poder personal del presidente, especialmente en relación al arma nuclear, las 4.000 cabezas atómicas con capacidad para destruir el planeta. Tillerson llamó imbécil a Trump, aunque luego ha evitado confirmar o desmentir que utilizara tal insulto, al término de una reunión en la que el presidente se mostró partidario de contar en el futuro con un arsenal nuclear de 32.000 cabezas, el nivel máximo alcanzado por EE UU en plena guerra fría, en la época del equilibrio del terror.
Muchas son las voces, en el Congreso y en la opinión pública (un editorial de The New York Times esta semana), que piden la desposesión de los extensos poderes presidenciales sobre el arma nuclear, que son estrictamente personales y no necesitan autorización de las cámaras ni de los órganos asesores. Las ideas que se están barajando incluyen la aprobación del Congreso y el aval de los secretarios de Defensa y de Estado para autorizar un disparo atómico.
En 1946, cuando el Congreso aprobó los poderes personales del presidente sobre el arma nuclear, por la Atomic Energy Act, eran los militares los que tenían el gatillo fácil. El arma entonces recién inventada, experimentada y lanzada se situaba bajo la autoridad del máximo representante del poder civil que era el presidente. Ahora los papeles se han invertido, los militares son gente fiable y el irresponsable al que hay que vigilar es el presidente surgido de las urnas.
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