365 largos días de paz (Senado de la República)
Aquí estamos: tratando de explicar que la guerra termina cuando se conoce la verdad
Hoy cumple un año el pacto de paz con las Farc. Y “un año pasa volando”, pero también es eterno, 365 días con sus madrugadas, cuando se está implementando el acuerdo mientras se está sobreviviendo a una campaña presidencial que empezó por su propaganda negra: luego de cinco años de un diálogo en dos lenguas de familias diferentes, 1.825 días con sus víctimas, Colombia consiguió el milagro de librarse de aquella guerra de medio siglo que –cruzada con la fallida guerra contra las drogas– engendró un par de guerras más. Desde entonces no ha habido una sola muerte por causa del conflicto. Se recuperó el 90% del territorio que era gobernado por la guerrilla. Se concentraron cerca de 7.000 desmovilizados en 26 zonas transitorias “de normalización”. Se entregaron 7.132 armas a la ONU. Se despejaron 1.663.061 metros cuadrados de minas antipersonales.
Y sin embargo, una despiadada e inescrupulosa oposición de terratenientes disfrazados de políticos –una clase política obsesionada con recobrar el poder para seguir haciendo lo suyo, enrazada con los leguleyos que se sintieron excluidos del proceso de paz y provocada por la posibilidad de que las verdades de la guerra sean verdades sobre ella– ha conseguido lo impensable: que la noticia “este año se han salvado por lo menos 3.000 vidas” no sea una buena noticia. Se ha valido de lo que ha estado pasando, de la victoria del “no” en un plebiscito sobre el acuerdo de paz que acabó convertido en plebiscito sobre todo lo que está pasando en Colombia, de la fragilidad de un presidente que va de salida, de la agotadora e inagotable impopularidad del Gobierno, del escándalo por los sobornos de Odebrecht, del fiasco innegable que ha tenido en vilo a los venezolanos, de la corrupción irrebatible de un puñado de magistrados y del odio ganado a pulso por las Farc, para crear la ilusión de que hemos vuelto a aquel caos del principio que hace inevitable refundar la patria.
En estas últimas semanas ha logrado entorpecer la implementación del acuerdo, que ya tenía suficiente con sus propias complejidades, por medio de un par de bancadas –la del descarado Centro Democrático y la del ladino Cambio Radical– tan disciplinadas que han tenido el estómago para aplazar una cuestión de vida o muerte en el Congreso de la República: creo en la defensa de los matices, pero ha sido escalofriante, como un monstruo que sale a la superficie a poner las cosas en su sitio, cómo se ha reunificado el siniestro establecimiento de los viejos tiempos –ciertos periodistas, ciertos políticos, ciertos magistrados, ciertos empresarios, ciertos religiosos, ciertos vengadores– para negar el exterminio de los líderes sociales, para sabotear una necesaria Comisión de la Verdad presidida por el intachable sacerdote jesuita Francisco De Roux, para reducir aquella justicia especial para la paz a una justicia sólo para guerrilleros que siga creando la ilusión de que esto no fue un infierno de todos contra todos, sino un vividero verde asolado por unos cuantos villanos.
Y aquí estamos: tratando de explicar que la guerra termina cuando se conoce la verdad, tratando de probar que no es malo que no maten a la gente.
Un año después de la firma del acuerdo, 365 largos días con sus saboteos, es como si este Gobierno hubiera reconocido lo que hizo el Estado colombiano, pero el Estado estuviera despertándose, semejante a un ejército o a una iglesia de civiles, a gritar que su versión seguirá siendo que todo se reduce a unos pocos asesinos que viven de la droga.
Y todo parece indicar que la única salida que queda, si lo que se quiere es un país que no persiga a nadie, es hacer una campaña más contundente que la propaganda sucia: quedan 174 días para ello.
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