Nelson Ardila, ayudante de cocina deportado por Trump: “Nunca me había sentido tan vulnerable como cuando me pusieron las esposas”
El colombiano intentó emigrar a Estados Unidos para darle un mayor apoyo económico a su mamá y a su hermano mayor
![Lucas Reynoso](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/https%3A%2F%2Fs3.amazonaws.com%2Farc-authors%2Fprisa%2F96f2ba4d-461c-4cf8-8116-502f093fe98e.png?auth=1b5cf4c1b4cdf9e9bbdb148994f17ef72f7580812335666bd19cfd2a6153db90&width=100&height=100&smart=true)
Nelson Ardila estaba rezando junto a otros migrantes en su cuarto del Centro de Detención de Port Isabel (Texas) cuando se enteró de que su sueño de migrar a Estados Unidos se había esfumado. Un guarda de seguridad interrumpió las oraciones de la tarde del 28 de enero para anunciar que él y el pastor, que también estaba detenido, se iban a las ocho de la noche. El migrante intentó averiguar qué había pasado con la entrevista que le habían prometido para evaluar su situación y la razón por la cual su sobrino se quedaba, pero fracasó. “No puedo darle información”, fue todo lo que escuchó. Minutos después, dice, comenzó la brutalidad. Lo esposaron de pies y manos y encadenaron los grilletes a la cintura, como si fuera un criminal. “Nunca me había sentido tan triste y vulnerable”, comenta este colombiano de 37 años, asistente de cocina de un restaurante de Bucaramanga.
Aterrizó el miércoles 29 de enero en el aeropuerto de Bogotá con las muñecas enrojecidas por los grilletes. Para entonces, Estados Unidos y Colombia ya habían superado la crisis por el rechazo del Gobierno de Gustavo Petro a recibir dos vuelos con migrantes esposados en la madrugada del domingo 26. Bogotá había organizado tres vuelos para traer en condiciones dignas a los deportados. Sin embargo, el vuelo de Ardila estuvo a cargo de las autoridades norteamericanas, el primero tras la crisis. Los agentes, según cuenta, incluso golpearon a quienes intentaron zafarse las esposas. Ya en Bogotá, cuando salió de migraciones, se encontró solo. No quedaban trabajadores humanitarios para ayudarlo a viajar a su ciudad, a nueve horas en carretera. Lo salvó Diana, una excompañera de trabajo que le mandó 100.000 pesos (24 dólares) para un autobús.
El proyecto de emigrar a Estados Unidos había comenzado el 13 de agosto. Ese día, un sobrino le propuso viajar juntos con el apoyo de otro familiar que ya vive en Chicago. Para Ardila, era la oportunidad de brindarle un mayor apoyo económico a su mamá y a su hermano mayor, que tiene un cáncer terminal. “Mi papá murió el 27 de marzo de 2021, por la pandemia. Le prometí que no los iba a dejar desamparados”, señala. Aunque su mamá no se quejaba de las carencias, él notaba que deseaba un hogar en mejores condiciones —hace tiempo no hay dinero para arreglar los techos, las paredes y los baños—. Su sueldo de 60.000 pesos diarios (14 dólares) apenas alcanzaba para lo mínimo. Estados Unidos, en cambio, le permitía soñar con un salario mínimo de entre 7 y 17 dólares por hora.
Los preparativos duraron tres semanas. Su sobrino sacó un préstamo de 10 millones de pesos (unos 2.400 dólares) y vendió su moto por otros cinco millones (alrededor de 1.200 dólares). Él, mientras tanto, renunció a su trabajo de 15 años y consiguió una liquidación de dos millones (480 dólares). Recuerda que tanto su jefe como Diana le desaconsejaron irse. “Me dijeron que quizá me iba mal, pero uno con la ilusión no piensa las ventajas y desventajas”, dice. Cortó con su novio de cuatro años, que se opuso al plan. “Me dijo que él no tenía nada que hacer en Estados Unidos, que iba a hacer su vida en Colombia, que iba a disfrutar y que no iba a ponerse a extrañarme”, relata Ardila.
Tío y sobrino viajaron el 2 de diciembre a la Ciudad de México, en un recorrido turístico que incluía las pirámides de Teotihuacán y los canales de Xochimilco para no levantar sospechas en migraciones. Después, pidieron citas para conseguir permisos humanitarios con los que ingresar legalmente a Estados Unidos. Trabajaron unos meses en la periferia de la capital mexicana, hasta que empezaron a angustiarse: las citas no llegaban y se acercaba la posesión de Donald Trump, quien ganó la elección presidencial de noviembre con la promesa de endurecer las políticas migratorias. Ambos, entonces, contactaron por Facebook a un grupo de migrantes que organizaba un viaje al norte. El 15 de diciembre se encontraron con otras 22 personas en el Zócalo capitalino.
El siguiente mes fue difícil. El grupo soportó el frío de las madrugadas en los vagones de La Bestia, cargados de bolitas de hierro que se contraen con las bajas temperaturas. Esquivó a las autoridades en los controles policiales o migratorios. Y, sobre todo, sufrió las amenazas de muerte de los carteles. Para Ardila, los criminales notaban su ropa, que estaba en mejor estado que la de los migrantes que habían atravesado la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Eso, según él, hizo que él y su sobrino fueran más vulnerables a los asaltos e intimidaciones.
“Mi sobrino me decía que lo disculpara por haberme puesto en esa circunstancia. Yo le decía que no pasaba nada, que yo soy fuerte, que fuéramos para arriba”, cuenta Ardila. Para seguir adelante, se apoyó más que nunca en la religión. “Leí el salmo 23, el 25, el 91 y el 121. Son de protección: se leen en momentos de angustia”, dice. “El 121, por ejemplo, dice que Dios nos cuidará en nuestra salida y nuestra entrada en cualquier momento del camino. Vamos a andar por el camino del bien, no va a haber ninguna adversidad que nos toque”.
Se apartaron del grupo en el último tramo, de Monterrey a Matamoros. Les pagaron hasta el último peso que les quedaba a unos coyotes (traficantes de personas). Ellos se demoraron varios días, pero les consiguieron un lugar en el camarote de un autobús, un espacio usualmente reservado para el asistente del conductor y desde el cual pudieron evitar los controles del Instituto Mexicano de Migración. Después, Ardila y su sobrino se subieron a una lancha hasta la frontera, donde se entregaron a las autoridades estadounidenses. Fue el 20 de enero, el día en el que Trump volvió al poder.
![Autoridades mexicanas construyen un refugio temporal ante las deportaciones masivas de Trump, en la frontera, en Matamoros, el 22 de enero de 2025.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/5PA3IA4RNXUHMWMJSQETXFWXFU.jpg?auth=59ca1e3beb29ddd502970390ac35e7322f5bd15a2d8b769be1e864a22bcd522b&width=414)
Ardila estuvo nueve días detenido en Estados Unidos. Pasó dos noches en un centro de detención al que llama La Nevera y al que describe como “inhumano”. Cuenta que estaban hacinados, que era imposible dormir por la intensidad de la luz eléctrica, que las porciones de comida eran ínfimas y que los guardas se burlaban de ellos. “Decían que yo había entrado al país ilegal, que lo que hice fue perder tiempo y plata, que quién me dijo que me entregara si igual iba a ser deportado”, narra. Algunos migrantes eran esposados allí mismo y trasladados al aeropuerto. “Tú, pinche mexicano, levántate con toda tu basura que te vas, te vas para la pinche mierda”, escuchó una vez.
La segunda etapa fue en Port Isabel. Ardila afirma que allí lo trataron mejor: su sobrino estaba en el mismo cuarto, la comida era más abundante y podía leer libros electrónicos. Mantenía la ilusión de tener éxito en la entrevista para quedarse en Estados Unidos, pese a que sus compañeros le dijeron que los interrogatorios se habían vuelto más largos y difíciles con la llegada de Trump al poder. Lo más doloroso fue terminar encadenado. “Pensé que no tocaría porque decían que a Petro no le gustaban [los grilletes]”, apunta. “Les dije a los guardas que no entendía por qué las esposas, que yo sabía que me iba deportado, que no me iba a escapar. Ya me había resignado: habían tomado la decisión y no había nada que hacer”.
El regreso
Las primeras horas tras el regreso a Colombia son difíciles. En un restaurante del Aeropuerto Internacional de El Dorado, Ardila cuenta que siente una tensión en sus hombros, que le preocupa su sobrino —aún sigue en Estados Unidos— y que considera la deportación como “una derrota muy grande”. “Todo lo que he luchado, todo lo que he invertido, todo lo que he hecho... ¿para que me deporten?”, dice. Una vez más, se apoya en la religión. “Me digo que es la voluntad de Dios, que la deportación es porque Dios no me quiere tener en Estados Unidos”, comenta. También resalta que se reencontrará con su mamá, sus hermanos y su sobrino nieto: “La bendición que tengo es que voy a ver a mi familia. Estos cinco meses fuera del país fueron muy duros”.
![Ciudadanos colombianos deportados de Estados Unidos](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/7Y5HCBGPV7ZAVQU6JZOXJBJIPM.jpg?auth=95129fd7a8fbff5208822fdfbffeba2e5884738496751c96820b564983bbcd05&width=414)
La salida del aeropuerto levanta sus ánimos. En un taxi en camino a retirar el dinero que le mandó Diana, sus comentarios se centran en comparaciones con México y en lo mucho que lo asombra la capital colombiana, que no conoce. “Así se ven las calles de Bucaramanga. Llevaba cinco meses sin ver esto. Allá [en México] no se ve tanta venta de ropa en la calle, se ve más comida. Y no hay tantas motos”, señala. Narra anécdotas positivas y negativas de sus compañeros: las risas con el brasileño al que quisieron enseñarle español, el lenguaje de señas con un turco, el relato de un ecuatoriano sobre cómo mataron a su novio en México. Valora que hizo amigos de muchos países. “Todos se pusieron tristes cuando me fui. Dijeron: ‘¿Cómo así, Colombia, que te van a deportar?’. Me anotaron sus correos y sus Facebook”.
Animado, parece todo lo contrario de lo que Trump dijo de él y de los demás deportados —“son asesinos, capos narcos, miembros de bandas, la gente más ruda que has conocido o visto”—. Saluda a una guarda de seguridad en la calle y es efusivo y amable con los comerciantes. Antes de subirse a su autobús en la Terminal de Salitre, muestra lo único que le dejaron las autoridades estadounidenses aparte de sus documentos: una Biblia que su mamá y su hermano le regalaron en 1999. Dentro, un folleto de unas marchas por la defensa del páramo de Santurbán. También una carta de cumpleaños que le regaló hace 15 años un amigo con el que se distanció y que aún conserva porque “hay que quedarse con las cosas bonitas de la gente”.
El reencuentro
Una semana después, Ardila cuenta a través de WhatsApp que ya está de regreso en su trabajo. Su antiguo jefe rápidamente lo llamó tras la deportación y le ofreció recontratarlo. “Mis compañeros ya sabían que había llegado porque me vieron en un reportaje en televisión”, cuenta. “Todos están muy felices. Me dicen: ‘¡Bienvenido! ¡Bienvenido a Colombia!”.
Las necesidades económicas persisten en la familia. Ardila ha ido a la Alcaldía a reclamar ayuda, pero le han explicado que aún no han comenzado a distribuir unos créditos de incentivos de emprendimiento que prometió el Gobierno. La expectativa es que el sobrino, que sigue en Estados Unidos, logre quedarse y pueda mandar dinero para pagar el préstamo que contrajeron antes del viaje. La familia se ha ilusionado ante la noticia de que ya tuvo su entrevista con las autoridades migratorias. “Toca esperar que le den el positivo, en el nombre de Dios”, dice Ardila.
Aviones y cruceros para traer más deportados
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha asegurado que su Gobierno continuará con el envío de aviones militares a Estados Unidos para traer a los migrantes deportados. “Estamos recogiendo a nuestros colombianos y colombianas y por eso llegan en condiciones de dignidad”, enfatizó en una entrevista transmitida el viernes 31 de enero en Univision. Explicó que el vuelo estadounidense de ese miércoles, en el que los migrantes llegaron esposados, fue un error que no se repetirá. “Alguien lo autorizó sin el conocimiento del presidente. Eso tiene responsabilidades internas, pero la decisión del presidente es que no se aceptan colombianos y colombianas esposados”, comentó.
El mandatario ha señalado que se buscarán alternativas en caso de que el volumen sea demasiado alto en los próximos meses. “Si aumenta, lo cual es previsible, entonces mandaremos cruceros, que pueden llevar 1000, 2000, 4000 y hasta 6000 personas”, dijo. Sin embargo, reconoció que aún falta firmar un protocolo para acordar cómo funcionará la deportación a largo plazo. De acuerdo con Petro, lo último que se había logrado de parte de la Administración de Biden (2021-2025) había sido que los niños y sus madres no viajaran esposados. La idea ahora sería expandir esto a todos los deportados que no tengan antecedentes penales. “El migrante no es un delincuente”, enfatizó el presidente en su entrevista televisiva.
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